miércoles, 3 de mayo de 2023

CTXT.ES. ¿La llama sigue ardiendo?, de Edgar Straehle (NUSO)

 Si bien las extremas derechas actuales no son fascistas en un sentido clásico, hay estéticas en juego y conexiones con el pasado que reactualizan ciertos fantasmas de antaño

Edgar Straehle (NUSO) 12/01/2023


El espectro del fascismo parece vagar de nuevo con una gran fuerza en la actualidad. La victoria electoral de Giorgia Meloni en Italia ha revitalizado los miedos del pasado, pero también ha reabierto el debate sobre hasta qué punto el proyecto político que ella encabeza puede ser realmente tachado de “fascista”. Al respecto, es sintomático observar las discrepancias terminológicas entre los expertos en el tema. Por ejemplo, Steven Forti se ha referido recientemente a Hermanos de Italia como una forma más de extrema derecha 2.0, algo que ha ampliado a otros partidos europeos en su libro Extrema derecha 2.0. Un pensador como Enzo Traverso, siguiendo lo que ya había expuesto en su libro Las nuevas caras de la derecha, ha preferido hablar en términos de “posfascismo”1, y en esta línea se ha movido también Alba Sidera, autora de Feixisme persistent. En cambio, Paolo Flores d’Arcais ha descrito a Meloni incluso como una “exneoposfascista”, mientras que Daniel Vicente Guisado y Jaime Bordel Gil, siguiendo la terminología de Cas Mudde, han utilizado en Salvini & Meloni. Hijos de la misma rabia el concepto de “derecha radical”. Más allá del caso italiano, Federico Finchelstein ha empleado en varias ocasiones el término “neofascismo”, como en su libro Del fascismo al populismo en la historia, mientras que Joe Biden se refirió hace poco al trumpismo como una forma de “semifascismo”. Respecto de este tema, se podría llegar a decir incluso que hay más problemas con la denominación que con el análisis, en muchos aspectos concordante.

Ciertamente, la cuestión terminológica no es fácil de resolver. Para empezar, porque el término “fascista” no es solo descriptivo, sino que, empleado en general como insulto, es más bien valorativo y condenatorio, lo que explica que muchas veces haya sido utilizado de manera exagerada (y contraproducente). En segundo lugar, la diseminación de los marcos de extrema derecha ha contribuido a desplazar la ventana de Overton, ha ayudado a la polarización política actual y ha propiciado a su vez que los discursos de las derechas convencionales se hayan radicalizado, con lo que algunas retóricas que hace años se consideraban extremas ya no lo parecen tanto e incluso se han “normalizado” en la esfera pública. Por otro lado, los fascismos, posfascismos, parafascismos o extremas derechas actuales no dejan de albergar importantes particularidades, desemejanzas, contradicciones e incluso conflictos entre sí, razón por la que también se ha distinguido muchas veces el “posfascismo” del “neofascismo”. Eso sucede asimismo en partidos geográficamente cercanos, pero no poco distintos y enfrentados en otros aspectos, como la Liga de Salvini y Hermanos de Italia (FdI, por sus siglas en italiano) de Meloni o Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen y La Reconquista de Éric Zemmour. 

Finalmente, no se debe olvidar que entre la extrema derecha actual y el fascismo histórico de hace un siglo hay no pocas diferencias. Por supuesto, eso también incluye la relación entre FdI y el régimen de Mussolini. Y no por ello se puede pasar por alto que entre ambos hay asimismo bastantes continuidades. Para empezar, es sabido que FdI desciende del partido neofascista Movimiento Social Italiano (MSI formación cuyo acrónimo, según se comentaba, no quería decir otra cosa que “Mussolini sei immortale” [Mussolini, eres inmortal]. Además, y aunque Meloni sobre todo ha criticado la deriva de Mussolini a partir de 1938, incluido su viraje antisemita, en múltiples ocasiones ella misma ha apelado elogiosamente al recuerdo del quizá más conocido y representativo dirigente del MSI Giorgio Almirante, quien formó parte activa del gobierno de la fascista República de Saló y firmó documentos como el “Manifiesto de la raza” (1938). Por añadidura, el mismo escudo de FdI ha decidido mantener la controvertida fiamma tricolor del MSI, gran símbolo del neofascismo. Al respecto, resulta curioso que el laudatorio libro Giorgia MeloniLa rivoluzione dei conservatori [Giorgia Meloni. La revolución de los conservadores], de Francesco Giubilei, prologado en la traducción española por el dirigente del partido español Vox Jorge Buxadé, concluya con la frase “la llama sigue ardiendo y el testigo para el relevo está en manos de Giorgia Meloni”2.

Por otro lado, se puede recordar la controvertida propuesta de Meloni de cambiar el día nacional de Italia para que no siga teniendo lugar el 25 de abril, cuando se celebra la victoria contra el fascismo. Su propósito, explica, es evitar la celebración de una fiesta nacional divisoria. Como en otras ocasiones, la no condena del fascismo no se hace desde una defensa explícita de este, sino indirectamente, y en la línea del historiador Ernesto Galli della Loggia y su libro La morte della patria [La muerte de la patria] (1996), desde la apelación a una concordia y una unidad que deben ser salvaguardadas. En casos semejantes, pues, lo que oficialmente se pone en escena no es una retórica fascista sino más bien una antiantifascista. Otro caso conocido es el del famoso lema “Dios, patria y familia” de Meloni, esgrimido en su momento por Mussolini, si bien la política romana ha preferido reivindicarlo en público desde la más lejana y menos polémica memoria del nacionalista italiano Giuseppe Mazzini y así promover lo que se ha llamado un “patriottismo risorgimentale” [patriotismo del Risorgimento]3.

Este tipo de gestos han sido una constante en los partidos de extrema derecha y pueden ser leídos como guiños a sus simpatizantes más fieles que, frente a las acusaciones de ser fascistas, se refugian en su misma indefinición o inocuidad. De ahí probablemente que el líder de Vox Santiago Abascal recordara a José Antonio Primo de Rivera en el reciente Viva 22 o que en la edición del año pasado hiciera referencia al “imperio solar” español. Todo eso ayuda a explicar que se acuse a este tipo de formaciones de ser posfascistas, neofascistas, parafascistas o criptofascistas. En especial, ocurre ahora con FdI, dado que no pocos de sus miembros, incluido el nuevo presidente del Senado Ignazio La Russa y al menos una joven Giorgia Meloni, han mostrado de diversas maneras sus lazos emocionales con la memoria de Mussolini. De todos modos, eso no ha impedido que Meloni no solo rechace categóricamente la etiqueta de fascista, sino que tache con gran facilidad de totalitario o comunista a cualquier enemigo político. Un gesto frecuente en las extremas derechas actuales es que, del mismo modo en que procuran desdemonizar y normalizar la propia postura política –algo que, como ha señalado Sidera, ha sido posible gracias a dirigentes italianos de otras formaciones–, se demonizan las posiciones antagonistas. De hecho, la dirigente de FdI se ha servido no pocas veces y con provecho de la acusación de fascista para remarcar que esta palabra se arroja directamente contra todos aquellos que no sucumben a la “dictadura del pensamiento único”, lo que también ha utilizado para cincelar su imagen de transgresora. Para ello, además, con frecuencia pone como iguales o cómplices a todos sus rivales. De ahí que afirmara que “la izquierda es hoy el brazo político de las grandes concentraciones económicas y de las multinacionales” o que, en su contribución al libro I communisti lo fanno meglio4 [Los comunistas lo hacen mejor], describiese a los comunistas como “perros guardianes del sistema” (y por su “ideología ciega” los equiparase al islam). En una línea semejante, ya hace tiempo que desde la extrema derecha se ha promovido de manera eficaz en Francia un término peyorativo como el de “islamoizquierdismo” (islamo-gauchisme), mientras que desde Vox se hizo algo semejante con el de “yihadismo de género”. Otras palabras o expresiones empleadas recurrentemente en la actual “guerra cultural” son “woke”5, “cultura de la cancelación”, “buenismo” (la palabra buonismo se usa con gran frecuencia en Italia) e incluso “feminazismo”.

Por ello, y con excepción de figuras como Matteo Salvini, que deliberadamente se ha llegado a presentar como alguien que no es de izquierda ni de derecha con el fin de buscar una alternativa al eje ideológico tradicional, no es extraño que estas formaciones no se describan como fascistas o de extrema derecha, sino más bien como una nueva y al mismo tiempo auténtica derecha, patriota y no “cobarde”. Un caso revelador es el de Viktor Orbán, quien ya en 2014 consideró a Hungría como un Estado democrático pero “iliberal”. Otro buen ejemplo lo personifica Meloni, quien ha retratado a su propio partido como conservador, pero que al mismo tiempo subraya que el conservadurismo siempre debe ser identitario y nacionalista. En este contexto, la dirigente italiana ha reivindicado sin cesar a un gran referente intelectual del conservadurismo, Roger Scruton, como una de sus principales fuentes de inspiración. No es extraño. Se trata de un filósofo encomiado asimismo por Orbán, quien le entregó la medalla de la Orden del Mérito de la República de Hungría, lo calificó como un defensor del país magiar y afirmó de él que “hemos aprendido de nuestro querido profesor que el conservadurismo es cualquier cosa menos una ideología; de hecho, es el antídoto de la ideología”. Este acercamiento público de las extremas derechas a Scruton se puede extender a otros políticos contemporáneos, desde Jair Bolsonaro hasta Santiago Abascal, quien ha escrito un encomiástico prólogo para la edición española del libro Filosofía verde de Scruton. Otro caso a resaltar es el de Thierry Baudet, líder del partido holandés Foro para la Democracia (FVD, por sus siglas en neerlandés), de extrema derecha, y que ha escrito una tesis doctoral (traducida al inglés como The Significance of Borders [La importancia de las fronteras]) dirigida por el propio Scruton. 

No hay que olvidar que un característico aspecto del fascismo es tanto el carácter proteico de sus contenidos –muchos de los cuales se pueden presentar en caso oportuno desde un marco conservador– como su peculiar estilo, uno mucho más radical, agresivo, “políticamente incorrecto” y, en ocasiones, incluso pretendidamente revolucionario. Un estilo que por ello se empapa de la retórica amigo/enemigo y teatraliza una victimista amenaza existencial por la que enfoca la propia acción política como una defensiva e imperiosa reacción frente a la agresiva “reacción de los otros”. En esta línea, Meloni exclamó que “para ellos todo lo que nos define es un enemigo. Es el juego del pensamiento único: tienen que quitarnos todo lo que somos, porque cuando ya no tengamos identidad y no tengamos raíces, seremos inconscientes e incapaces de defender nuestros derechos”. Otro ejemplo de este estilo es este discurso de febrero de 2022, cuando denunció que:

“Vivimos en una época en la que todo lo que defendemos está siendo atacado: nuestra libertad individual está siendo atacada, nuestros derechos están siendo atacados, la soberanía de nuestras naciones está siendo atacada, la prosperidad y el bienestar de nuestras familias están siendo atacados, la educación de nuestros hijos está siendo atacada. Ante esto, la gente entiende que en esta época, la única forma de ser rebelde es conservar lo que somos, la única forma de ser rebelde es ser conservador (...). No teman a la verdad, amigos míos. Como escribió el gran autor conservador Gilbert Keith Chesterton: ‘Se encenderán fuegos para atestiguar que dos y dos son cuatro. Se desenvainarán las espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano’. Ha llegado el momento de esa batalla. Pero nos encontrarán listos para la batalla”. 

Esto puede ayudar a explicar que Io sono Giorgia [Yo soy Giorgia], la “autohagiografía” recientemente escrita por Meloni6 concluya con una frase en la que esta se presenta como un soldado en la batalla contemporánea, o que en la mencionada monografía que le dedicó Giubilei se haga énfasis en la revolución conservadora y se mencione a pensadores como Moeller van den Bruck, Heidegger o Jünger. Por su parte, Abascal ya destacó en su momento que “la política es la guerra”. Esta agresividad, respaldada en caso necesario por distintas formas de violencia digital, no es un aspecto menor, pues contribuye a una polarización extrema, no ya solo política sino también social, por la que se intenta forjar una especie de mundo sustitutivo, uno homogéneo y acorazado frente a la crítica exterior e incluso a los datos de la realidad.

Por esa razón, del mismo modo que Enzo Traverso planteó que la palabra “populista” debía ser quizá más entendida como adjetivo que como sustantivo, podríamos preguntarnos si algo semejante debería suceder con el término “fascista”. En este contexto, es oportuno recuperar un fragmento de la entrevista realizada a Ferran Gallego en el libro Salvini & Meloni. Cómo la derecha radical conquistó la política italiana, de Daniel Vicente Guisado y Jaime Bordel Gil, en el cual se refiere a la síntesis que el fascismo logró entre orden y rebeldía:

“Es como una especie de revolución conservadora. Son partidos que votan contra el divorcio, pero se autodenominan alternativa al sistema. Se ubican en el campo del conservadurismo católico moral, pero dicen ser alternativa. Esta es la aparente contradicción. El fascismo fue siempre un gran constructor de síntesis. De transversalidades. Entre lo tradicional y lo revolucionario. Entre los mitos nacionales y los mitos paneuropeos. Anticapitalista y anticomunista. Representativo de los valores de clases medias y al mismo tiempo movilizador y crítico con la burguesía desde un punto de vista moral. Todo esto lo sintetizaba el fascismo. Su clave era sintetizar distintos grupos sociales, aspiraciones que deben confluir en una gran mayoría social”7.

Independientemente de cómo se las quiera llamar, las nuevas extremas derechas coquetean muchas veces con este estilo fascista; uno que crece en la actualidad gracias a la proliferación masiva e incesante de fake news, hate news, teorías de la conspiración y “hechos alternativos” (por emplear la famosa expresión asociada al gobierno de Donald Trump) en las respectivas redes; uno que se presenta continuamente desde un marco transgresor e incluso antisistema; y uno que sabe navegar en medio de aparentes contradicciones desde donde se busca una dimensión transversal que al mismo tiempo tenga la capacidad de contrarrestar e incluso caricaturizar las mismas acusaciones de fascista. De ahí que muchas veces se defienda que el fascismo, en especial si se observa desde una óptica transnacional, en rigor no tiene una ideología propia. De hecho, y como se ha visto antes, Orbán ensalzó su conservadurismo desde esa ausencia de ideología. Por su parte, también Meloni se ha presentado como alguien libre de ideologías, y un pensador cercano como Renato Cristin la ha retratado precisamente como una política antiideológica. De hecho, en las Tesis de Trieste, el documento programático e “ideológico” más importante hasta el momento de FdI, la formación italiana no solo se presenta y retrata públicamente desde una firme defensa de la tradición y de la identidad, y cita como referentes a figuras tan distintas como Garibaldi, Ludwig von Mises, Hans-Georg Gadamer, Jean-Paul Sartre, Charles de Gaulle, Éric Zemmour, Jean Raspail, Renato Cristin, Filippo Marinetti, Joseph de Maistre o Giovanni Gentile, sino que la palabra “ideología” siempre es empleada de manera peyorativa. 

Sin embargo, también se debe decir que a la hora de la verdad sí se puede observar la existencia de una ideología subyacente común y mucho más concreta; una en la cual se observa además una gran continuidad con la del fascismo de hace un siglo. Me refiero a lo que podríamos llamar una “ideología negativa”, donde aquello importante no es tanto lo que se es y por lo que se lucha como lo que no se es y contra lo que se lucha. Y es que en buena medida las nuevas extremas derechas descuellan por ese carácter anti. Si ya historiadores como Zeev Sternhell recalcaron que se debía entender el fascismo del pasado como una lucha cultural contra el legado de la Ilustración y el de la Revolución Francesa, se debe añadir que, mutatis mutandis, una lucha semejante es la que se quiere plantear en el presente. Y ese mutatis mutandis se explica por la actualización de esa tradición contra la que se lucha y, por ejemplo, el papel que en estas retóricas desempeñan fenómenos ahora centrales como el islam, Mayo del 68, el feminismo, la teoría queer o inmigrantes contra quienes se han lanzado teorías de la conspiración como la del “gran reemplazo”, popularizada por Renaud Camus (si bien su origen se remonta a Jean Raspail) y muy utilizada por Orbán, Salvini o Marine Le Pen. En la misma línea se han promovido palabras relacionadas como la alemana Umvolkung[inversión étnica]. Como se sabe, otra de las teorías de la conspiración más socorridas, flexibles y transversales es la centrada en la figura del magnate y financista judío George Soros.

Así pues, y en continuidad con los aspectos señalados por Ferran Gallego en el pasaje antes citado, hay que tener en cuenta que el estilo fascista también se caracteriza por querer hacer una síntesis pragmática entre el pasado y el presente. Del mismo modo que en el último siglo los contextos han cambiado, incluidos los problemas y los contendientes políticos, desde la tradición fascista también se entiende que las respuestas o los planteamientos pueden tener que ser otros. 

Además, no hay que olvidar tampoco que, en países como Italia o Alemania, el fascismo histórico fracasó estrepitosamente y que en el camino llegó a extremos intolerables incluso para no pocos neofascistas. De ahí que las reivindicaciones de Benito Mussolini no hayan sido totales ni acríticas en muchos casos y que se prefiera detenerlas en 1938 o 1940, antes de su giro antisemita o de su entrada en la Segunda Guerra Mundial. En Francia, la extrema derecha, más que reivindicar al régimen colaboracionista de Vichy, ha luchado por desdemonizar su memoria y, por ejemplo, por sustraerle su cuota de responsabilidad en el Holocausto. Una de las posiciones más radicales en esta línea, luego matizada, fue la que se observó en Polonia, donde se promulgó una ley mordaza en 2018 para perseguir a los historiadores que desafiaran la versión oficial del gobierno sobre el exterminio judío, que achacaba a los nazis alemanes el monopolio de la culpa y absolvía completamente a los polacos. Una retórica semejante se cultiva en Hungría, donde Orbán ha reivindicado la memoria del almirante Miklós Horthy y, mientras se quiere describir a los húngaros como víctimas, héroes o al menos inocentes, también se considera a los alemanes como los únicos culpables del Holocausto. En cambio, en un país marcado por un pasado tan difícilmente reivindicable y digerible como Alemania, se ha cargado contra el llamado Schuldkult [culto a la culpa] y se han buscado marcos alternativos que, en lugar de centrarse en el pasado nacionalsocialista, dejen de considerarlo como un elemento fundamental a la hora de enfocar el pasado germano. De ahí, por ejemplo, que Alexander Gauland, siendo líder de Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), proclamara que “Hitler y los nacionalsocialistas son solo una caca de pájaro [Vogelschiss] en 1.000 años de exitosa historia alemana”. Finalmente, en España se ha preferido apelar de manera pragmática a un pasado más lejano, como el del Imperio español, y defender su memoria frente a una elástica “leyenda negra”, supuestamente fomentada por el hispanófobo extranjero y asimismo blandida por la “Antiespaña”. Estas iniciativas nacionalistas coinciden en cómo se pretende establecer una complicidad entre el “enemigo exterior” y el “interior”.

Todo esto evidencia que los vínculos con el pasado no se pueden explicar exclusivamente desde la nostalgia. Personalmente, y porque esa relación que se establece es pragmática y no literal, y más presentista que pasadista, prefiero hablar de melancolía, como lo he analizado en detalle para el caso español8 En mi opinión, y siguiendo reflexiones como las de Traverso en Melancolía de izquierda9, la gran diferencia entre ambos conceptos residiría en que la nostalgia pone el pasado en el centro, mientras que la melancolía, siendo consciente de que ese pasado es irrecuperable y no siempre del todo deseable, lo utiliza de manera pragmática para intentar transformar el presente. En otras palabras, lo que se hace entonces no es tanto subordinar el presente al pasado, sino más bien al revés. En esta línea, resulta oportuno recordar que Meloni misma se ha posicionado explícitamente en contra de la nostalgia y ha escrito en Io sono Giorgia que “siempre habíamos sido inmunes a un cierto pasadismo [torcicollismo], a ese folclore nostálgico que hacía el juego a nuestros adversarios. De hecho, lo habíamos combatido, porque sabíamos que con la nostalgia nunca íbamos a construir nada”10.

Elementos como estos ayudan a comprender que el fascismo del siglo xxi no es o no será como el del siglo xx y también cómo se pueden ponderar las continuidades y las discontinuidades. Eso también explica la problemática cuestión terminológica abordada al principio; tachar de fascistas a estos movimientos puede parecer demasiado, y no hacerlo, demasiado poco. Por ello, convendría no perder nunca de vista el pasado fascista, uno rememorado en la actualidad incluso con peregrinajes populares como los que se hacen a Predappio para honrar la memoria de Mussolini, pero mucho menos olvidar que las nuevas extremas derechas son un fenómeno político del presente y para el presente que en gran medida, gracias a su exitosa manera de consolidarse y eternizarse en el poder, se inspiran en la exitosa estrategia de otros referentes contemporáneos como Orbán y la Hungría iliberal.


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