jueves, 1 de agosto de 2024

CTXT. “Propósito” Sobre la malversación, el enriquecimiento y la amnistía. Por Miguel Pasquau Liaño

 Miguel Pasquau Liaño 8/07/2024

Sobre la malversación, el enriquecimiento y la amnistía

Justicia ciega. / La boca del logo


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En la justificación de las razones por las que el Tribunal Supremo, por mayoría, rechaza la aplicación de la amnistía a los delitos de malversación cometidos con motivo del proceso independentista catalán falta toda referencia a una palabra que es fundamental en el texto legal. Tampoco he visto reflexiones sobre el valor de esta palabra en críticas, favorables y desfavorables, que se han publicado sobre tal resolución. Me estoy refiriendo a la palabra “propósito”. Se ha hablado mucho de “enriquecimiento”, pero nada del “propósito”.

Intentaré explicar por qué, al margen de toda cuestión ideológica o política, me parece una omisión que provoca en mi opinión una interpretación errónea, y por qué es más respetuoso con el texto legal el voto particular formulado por una magistrada.

Casi toda España sabe ya que la ley de amnistía incluye el delito de malversación, consistente en la aplicación de fondos públicos tanto para promover la secesión o independencia de Cataluña como para la celebración de las consultas y referéndum ilegales. Y que la ley establece una excepción a dicha amnistía: que ese empleo de fondos se haya realizado con el “propósito de enriquecimiento, así como cualquier otro acto tipificado como delito que tuviere idéntica finalidad”.

Fíjense: lo que excluye la amnistía no es, sin más, la existencia de enriquecimiento, sino el propósito de enriquecimiento. Ese propósito debe entenderse no como “conciencia” o “conocimiento de estar enriqueciéndose”, sino como “finalidad” perseguida con la conducta: por ello, la misma frase en la que se utiliza el término propósito se cierra con la expresión “idéntica finalidad”. Propósito es entendido por el legislador, inequívocamente, como finalidad, es decir, conforme a la segunda acepción de la palabra en el diccionario de la RAE: “Objetivo que se pretende conseguir”.

Hay otro precepto dentro de la misma ley que cierra esta inequívoca significación: es el artículo 1.4, según el cual “no se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos a las finalidades previstas en los apartados a) y b) cuando, independientemente de su adecuación al ordenamiento jurídico, no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”. Esta norma es espectacularmente clara: aun cuando el intérprete, es decir, los jueces, puedan entender (como ha entendido el Tribunal Supremo) que la aplicación de fondos a esas finalidades (secesión, referéndum) comporta una ventaja económica, por ejemplo por considerar que se han ahorrado ponerlo de su bolsillo, la ley aclara, con valor normativo, que a eso no puede llamarse enriquecimiento si no ha habido un “propósito”, es decir, si la “finalidad perseguida” no fue la de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial.

Salgamos, pues, del forzadísimo círculo de rizos que propuso el informe de los fiscales del procés, luego asumido por la Sala Segunda, sobre si desviar un dinero público hacia finalidades ilícitas supone o no, de facto, un enriquecimiento. Porque lo cierto es que, aunque en el penoso juego del ratón y el gato entre un legislativo y un judicial que no ocultan la desconfianza que recíprocamente se profesan pudiera llegar a entenderse, contra reo, que no pagar con el propio bolsillo el “capricho individual” del proceso independentista sea un lucro por ahorro de gastos, faltaría aún algo que el Tribunal Supremo no ha hecho: concluir que los condenados cometieron el delito (empleo de fondos para el referéndum) con la finalidad de enriquecerse personalmente. Es decir, que lo pretendido no era la celebración del referéndum o la independencia, sino acrecentar su patrimonio.

¿Es esto asumible? Sólo hay una forzada coherencia léxica, pero no una lógica material: ¿de verdad creemos que los culpables organizaron el procés con la finalidad principal de ahorrarse los gastos que comportaban? ¿Era el procés el medio para obtener esa tan absurda finalidad, que es quedarse patrimonialmente como estaban antes? ¿Se los imaginan, mientras tramaron los actos delictivos, frotándose las manos pensando “cuánto se iban a ahorrar”?

El voto particular de una magistrada recuerda una obviedad. Explica que, tal y como está redactada la ley, la única posibilidad de excluir la amnistía del delito de malversación sería la existencia de “desviaciones hacia supuestos de corrupción personal: es decir, hipotéticos supuestos en los que, aprovechando esa derivación de los fondos a favor del proyecto político independentista, alguno de los actores hubiera procurado un acrecimiento patrimonial, netamente monetario o de uso y disfrute, para sí o para un tercero. En definitiva, una ventaja económicamente evaluable que apartara los fondos de esa finalidad secesionista”.

Es verdaderamente difícil no estar de acuerdo con esta interpretación. Nos parezca o no bien la amnistía decidida por el legislador, y aún no anulada por el Tribunal Constitucional, lo cierto es que, si la finalidad de la conducta de los acusados fue la secesión o la celebración del referéndum, la malversación es amnistiable. Si se apartaron fondos de “esa finalidad secesionista” (y apareció un “propósito” diferente, el de enriquecimiento personal), entonces no sería amnistiable.

La interpretación del Tribunal Supremo según la cual SIEMPRE que hay desvío de dinero público hay enriquecimiento (porque el funcionario o autoridad ha optado por pagar con fondos públicos en vez de con su bolsillo), me parece (así se argumenta en el voto particular) una interpretación contra legem, porque “anula” de facto la distinción que hace el legislador entre los casos en que la finalidad perseguida por el autor es la celebración del referéndum y aquellos en que el propósito fuera enriquecerse: ¿cuáles son, entonces, esos casos en los que “no se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos” al proceso independentista?

Una de las reglas más antiguas y tradicionales de la interpretación de la norma es la de presumir que el texto legal tiene sentido, es decir, no conducirlo al absurdo, como hace el Tribunal Supremo con el artículo 1 de la Ley de Amnistía. Tanto más si ese absurdo perjudica al reo, aunque sea un reo poco amistoso. Y no vale decir, como parece sugerir el Tribunal Supremo, que el legislador no sabe Derecho: puede emplear mal términos y conceptos, pero los conceptos jurídicos nunca pueden convertirse en una barricada contra la voluntad legislativa, cuando sea inequívoca.

Hard cases makes bad law. Los casos difíciles provocan mal Derecho. La amnistía es un caso difícil, porque es una norma de excepción, fruto de una descomunal disputa entre unos españoles y otros, y redactada a la carta por quienes la exigieron como condición de apoyar una investidura. Está provocando mal Derecho: pero no sólo “malas leyes”, también resoluciones judiciales cuyo criterio debería ser achicado y confinado, porque proyectado a otros casos más fáciles (en decir, menos excepcionales) provocaría disparates. El Estado de derecho también sufre cuando el poder judicial se erige en garante frente al legislativo. No es esa su función constitucional, ni puede serlo por el hecho de que también se desconfíe de quien tiene esa función de garante, que es el Tribunal Constitucional.




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