sábado, 9 de noviembre de 2024

CTXT. Su nombre es Edwin Arrieta, de Silvia Cosio

 Silvia Cosio 10/09/2024

El ‘true crime’ tiene que ajustarse a unas reglas formales pero también a una deontología: cualquier relato que no tenga en cuenta la dignidad de las víctimas, su sufrimiento y su memoria, es pura basura

Una imagen del programa Y Sonsoles ahora, de Antena 3.


En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

 Es usted un joven brillante. Hubiera sido un gran abogado y me hubiera encantado 

que hubiera ejercido en mi sala pero escogió otro camino, amigo. 

No siento ninguna animadversión por usted. 

Quiero que lo sepa. Una vez más, cuídese.

Juez Edward Cowart

 

En julio de 1979, el juez Edward Cowart, antes de condenar a muerte a Ted Bundy, que había sido declarado culpable en menos de siete horas por un jurado por los asesinatos del 15 de enero de 1978 de Margaret Elisabeth Bowman y Lisa Janet Levy –los conocidos como los Asesinatos de la Hermandad Chi Omega, donde Bundy también había atacado de forma brutal a Karen Chandler y Kathy Kleiner, que lograron sobrevivir–, se dirige directamente al asesino para lamentar que un joven con tanto talento hubiera echado su vida a perder. Su vida a perder consistió en que Bundy asesinó a al menos 20 mujeres y niñas, algunas de ellas de tan solo doce años, en un período de unos diez años, aunque el número de víctimas es pura especulación pues el propio Bundy llegó a confesar ser el responsable de unos treinta asesinatos y hay investigadores que están convencidos de que la cifra se acerca más a la cincuentena y que además Ted comenzó a asesinar mujeres y niñas en su adolescencia. Sin embargo el juez Cowart sintió pena por Bundy, el mismo tipo que se había escapado dos veces de prisión y que había cometido los crímenes por los que acababa de ser condenado –y por los que jamás mostró ningún tipo de arrepentimiento– durante una de estas huidas. A Cowart le conmovió la vida echada a perder de Bundy, pero no la de ninguna de sus víctimas, ni las de las que habían sido asesinadas por él, ni las de las que habían sobrevivido y se han visto obligadas a padecer una vida entera de secuelas psicológicas y físicas. Tampoco le conmovieron las familias de las chicas asesinadas, algunas de las cuales ni siquiera tienen una tumba donde llorar a sus hijas o hermanas pues todavía no se han llegado a recuperar los restos. Es verdad que años después Cowart se arrepintió y llegó a confesar que no debería haber dicho aquello en sede judicial. Pero lo cierto es que lo dijo y que quedó grabado para la posteridad. Y si dijo aquello que dijo fue porque le salió del corazón. Al igual que las miles de personas que vivieron de cerca el juicio de Bundy o lo vieron por las pantallas de sus televisores, la empatía, la curiosidad y el interés de Cowart estaban del lado del asesino, del joven estudiante de Derecho blanco, educado y atractivo que parecía el yerno ideal y que torturó, abusó y se burló de todas sus víctimas, y del resto del mundo, durante toda su vida. Solo a las puertas de la muerte, cuando la fecha de su (injusta como todas) ejecución se acercaba, Bundy reconoció –solo en parte y hablando de sí mismo en tercera persona– que era un asesino. Antes de llegar a este punto le había destrozado la vida a todo aquel que hubiera tenido la mala suerte de cruzarse en su camino –familia, novias, hija, amigos, víctimas, policías–, pues no fue otra cosa que un tipo mediocre, un sádico, un vago y un resentido que, paradójicamente, todavía hoy en día sigue siendo visto y representado con cierta mirada compasiva simplemente por el hecho azaroso e involuntario de haber nacido guapo.

El true crime, para que funcione como relato –todo es relato al fin y al cabo–, tiene que ajustarse a unas reglas formales no muy distintas de las que rigen la ficción, pero también tiene que ajustarse a una deontología: cualquier relato que no tenga en cuenta la dignidad de las víctimas, que no respete su vida, su sufrimiento y su memoria, es pura basura. Las víctimas de los asesinos no pueden hablar por sí mismas, no pueden defenderse. Su recuerdo y su vida quedan congelados en el brutal e injusto momento en el que fueron cercenados por la voluntad de otra persona. Y para su desgracia, su nombre acaba quedando asociado para siempre al nombre de su asesino. O es olvidado y borrado del relato. Todos conocemos una –más o menos– larga retahíla de nombres de asesinos en serie, pero muy pocos conocen o recuerdan el nombre de sus víctimas, que en muchos casos se convierten en un borrón genérico dentro del relato del asesino: mujer joven de pelo largo y oscuro (Bundy), chicos adolescentes de clase trabajadora a los que la policía ni se molestó en buscar (Gacy) o ese paraguas que lo recoge todo y lo deshumaniza todo que es el término “trabajadoras sexuales” (Ridgway). Detrás de estas vagas y genéricas definiciones hay personas de carne y hueso que merecen que se cuenten sus historias, que se les nombre y que se les haga justicia y hueco en la memoria colectiva.

Su nombre era Edwin Arrieta y nació en el municipio colombiano de Lorica, en el departamento de Córdoba. Edwin era médico cirujano de la Universidad Metropolitana de Barranquilla y miembro de la Sociedad Colombiana de Cirugía Plástica, Estética y Reconstructiva de su país. Edwin cuidaba de sus padres y tenía una relación muy cercana con su hermana Darling Arrieta. Tenía cuarenta y cuatro años cuando llegó a la isla tailandesa de Koh Phangan junto a su pareja, Daniel Sancho, un 31 de julio del año 2023, aunque ambos se hospedaron en hoteles de lujo distintos. El 1 de agosto su asesino salió a comprar una sierra, unos cuchillos y detergente y luego, como si tal cosa, pasó a buscar a Edwin con quien paseó por la isla en motocicleta. Al día siguiente Arrieta y su asesino son vistos juntos en la playa de Haan Rin. Horas después es asesinado por Daniel Sancho, que tarda horas en descuartizar su cuerpo en un bungalow de lujo y que arroja parte de los restos de Arrieta al mar. El 3 de agosto, Sancho, para cubrirse las espaldas, denuncia la desaparición de Edwin a las autoridades tailandesas que sospechan inmediatamente del joven, que acaba detenido y confesando el crimen el 5 de agosto. Poco más de un año después, el 29 de agosto del año 2024, Daniel Sancho es condenado a cadena perpetua por el asesinato premeditado de Edwin Arrieta, la ocultación de su cuerpo y el robo de su documentación.

A partir de aquí podemos, y debemos, reflexionar sobre si es humana y proporcionada la sentencia, lamentarnos y condenar la terrible situación de los presos –de todos los presos– en las cárceles tailandesas y discutir si un ciudadano español tiene derecho o no, si es condenado en el extranjero, a cumplir la pena en España. Todas estas reflexiones y debates son legítimos e importantes. Pero muy poco de lo que estamos viendo y nos están contando en este caso es legítimo... aunque sí muy importante. Han transcurrido cuarenta y cinco años desde la sentencia de Ted Bundy, y de las palabras empáticas que le dirigió el juez Cowart, y parece que no hemos querido aprender nada. La víctima de este caso, si el racismo y la homofobia nos dejaran ver con claridad, no es su asesino Daniel Sancho, como algunos medios españoles se empeñan en transmitir machaconamente. La víctima es exclusivamente Edwin Arrieta. Todos los demás relatos que traten de menoscabar su memoria, su dignidad y su recuerdo no son más que basura.


No hay comentarios:

Publicar un comentario