sábado, 22 de agosto de 2015

La nueva gran transformación, de Raúl Zibechi

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Raúl Zibechi | La Jornada | 24/07/2015

Una de las pocas ventajas de las grandes crisis es que nos ayudan a descorrer el velo con el cual el sistema encubre y disimula sus modos de oprimir. En este sentido la crisis que vive Grecia puede ser fuente de aprendizajes. Para ello propongo dejarnos inspirar en el largo camino recorrido por Karl Polanyi al escribir La gran transformación. Para comprender el ascenso del nazismo y del fascismo se remontó a los orígenes del liberalismo económico, situados en la Inglaterra de David Ricardo.
El capitalismo de libre mercado, los mercados no regulados, desarticuló las relaciones sociales y destruyó comunidades sometiendo a los individuos, desgajados de sus pueblos, al hambre y la humillación. El cercamiento de los campos –inicio de este proceso– fue una revolución de los ricos contra los pobres, dice Polanyi. Luego de la Paz de Cien Años se produjo la desintegración de la economía mundial y el Estado liberal se vio remplazado en numerosos países por dictaduras totalitarias (La Piqueta, 1997, p. 62).
La transformación que estamos viviendo en las últimas décadas ha sido analizada como la hegemonía de la acumulación por desposesión (o despojo), como señala David Harvey en El nuevo imperialismo (Akal, 2004). Las raíces de este proceso, siguiendo los pasos de Immanuel Wallerstein y Giovanni Arrighi, hay que buscarlas en las luchas obreras de la década de 1960 (y de 1970 en América Latina), que desarticularon la disciplina fabril neutralizando el fordismo-taylorismo, una de las bases de los estados de bienestar. La clase dominante decidió pasar de la hegemonía de la acumulación por reproducción ampliada a la dominación mediante acumulación por saqueo.
Sin embargo, el concepto de acumulación por desposesión no se detiene en el tipo de Estado adecuado para esta etapa. El régimen político para imponer el robo/despojo no puede ser el mismo que en el periodo en el que se apostó a la integración de los trabajadores como ciudadanos. Este es, a mi modo ver, el núcleo de las enseñanzas de las crisis griega (y de las crisis en varios procesos latinoamericanos).
Estamos ante el fin de un periodo. Una nueva gran transformación sistémica, que incluye por lo menos tres cambios trascendentes, que deberían tener su correlato en el ajuste de las tácticas y estrategias de los movimientos antisistémicos.
El primero ya fue mencionado: el fin del estado de bienestar. Incluso en América Latina en la segunda posguerra asistimos a un relativo desarrollo industrial, la adjudicación de derechos a las clases trabajadoras y a su progresiva e incompleta inserción como ciudadanos. La desindustrialización y la financiarización de las economías, a caballo del Consenso de Washington, enterraron aquel desarrollismo.
La segunda transformación es el fin de la soberanía nacional. Las decisiones importantes, tanto las económicas como las políticas, pasaron a tomarse en ámbitos fuera del control de los estados nacionales. La recientenegociación entre el gobierno griego y el eurogrupo muestra claramente el fin de la soberanía. Es cierto que muchos gobernantes, de derecha e izquierda, naufragan entre la falta de escrúpulos y la falta de proyecto. Pero no es menos cierto que el margen de acción del Estado-nación es mínimo, si es que existe.
El tercero es el fin de las democracias, estrechamente ligado al fin de la soberanía nacional. De esto no se quiere hablar. Quizá porque son muchos los que viven de las migajas de los cargos públicos. Pero es uno de los núcleos de nuestros problemas. Cuando el uno por ciento tiene secuestrada la voluntad popular y el 62 por ciento es sometido al 1 por ciento; cuando esto sucede una y otra vez en uno y otro país, es porque algo no funciona. Y eso que no funciona se llama democracia.
Creer en la democracia, que no es sinónimo de ir a las elecciones, es un grave error estratégico. Porque creer en la democracia es desarmar nuestros poderes de clase (léase de trabajadores, mujeres pobres, indios, negros y mestizos, sectores populares y campesinos sin tierra, pobladores de periferias, en fin, todos los abajos). Porque sin esos poderes, los llamados derechos democráticos son papel mojado.
La democracia funciona desarmando nuestros poderes. Y aquí es necesario introducir varias consideraciones.
Una. Democracia no es lo opuesto a dictadura. Vivimos la dictadura del capital financiero, de pequeños grupos que nadie eligió (como la troika) e imponen políticas económicas contra las mayorías, entre otras cosas porque los que llegan al gobierno son comprados o amenazados de muerte, como bien nos recuerda Paul Craig Roberts: Es muy posible que los griegos sepan que no pueden declarar suspensión de pagos e irse, pues si lo hacen serán asesinados. Seguramente se lo han dejado muy claro (http://goo.gl/rAoXbG). Sabe lo que dice, porque viene de allá arriba.
Dos. Desde que la burguesía aprendió a manejar el deseo y la voluntad de la población por medio del marketing, imponiendo el consumo de mercancías absurdas e innecesarias, la democracia está sometida a las técnicas de mercadeo. La voluntad popular nunca alcanza a expresarse en las instituciones estatales, en los términos y códigos que las clases populares emplean en sus espacios-tiempos, sino mediada y tamizada hasta ser neutralizada.
Tres. Los poderes de clase han sido codificados en derechos. No es lo mismo reunirse, publicar folletos o crear mutuales con base en las propias fuerzas y sorteando la represión, que dejar que los estados regulen y disciplinen esos modos de hacer por medio de subsidios. La represión es a menudo el primer paso para conseguir la legalización.
Ahora el problema es nuestro. Podemos seguir, como hasta ahora, poniendo todo en las elecciones, en las marchas y los actos, en las huelgas reguladas, y así. Nada de lo anterior es descartable por alguna razón de principios. El problema está en construir una estrategia centrada en esas herramientas, reguladas por los de arriba. Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo, escribió la feminista negra Audre Lorde.

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