Raúl Zibechi | La Jornada | 24/07/2015
Una de las pocas ventajas de
 las grandes crisis es que nos ayudan a descorrer el velo con el cual el
 sistema encubre y disimula sus modos de oprimir. En este sentido la 
crisis que vive Grecia puede ser fuente de aprendizajes. Para ello 
propongo dejarnos inspirar en el largo camino recorrido por Karl Polanyi
 al escribir La gran transformación. Para comprender el ascenso
 del nazismo y del fascismo se remontó a los orígenes del liberalismo 
económico, situados en la Inglaterra de David Ricardo.
El capitalismo de libre mercado, los 
mercados no regulados, desarticuló las relaciones sociales y destruyó 
comunidades sometiendo a los individuos, desgajados de sus pueblos, al 
hambre y la humillación. El cercamiento de los campos –inicio de este 
proceso– fue una revolución de los ricos contra los pobres, dice 
Polanyi. Luego de la Paz de Cien Años se produjo la desintegración de la
 economía mundial y 
el Estado liberal se vio remplazado en numerosos países por dictaduras totalitarias(La Piqueta, 1997, p. 62).
La transformación que estamos viviendo 
en las últimas décadas ha sido analizada como la hegemonía de la 
acumulación por desposesión (o despojo), como señala David Harvey en El nuevo imperialismo (Akal,
 2004). Las raíces de este proceso, siguiendo los pasos de Immanuel 
Wallerstein y Giovanni Arrighi, hay que buscarlas en las luchas obreras 
de la década de 1960 (y de 1970 en América Latina), que desarticularon 
la disciplina fabril neutralizando el fordismo-taylorismo, una de las 
bases de los estados de bienestar. La clase dominante decidió pasar de 
la hegemonía de la acumulación por reproducción ampliada a la dominación
 mediante acumulación por saqueo.
Sin embargo, el concepto de acumulación 
por desposesión no se detiene en el tipo de Estado adecuado para esta 
etapa. El régimen político para imponer el robo/despojo no puede ser el 
mismo que en el periodo en el que se apostó a la integración de los 
trabajadores como ciudadanos. Este es, a mi modo ver, el núcleo de las 
enseñanzas de las crisis griega (y de las crisis en varios procesos 
latinoamericanos).
Estamos ante el fin de un periodo. Una 
nueva gran transformación sistémica, que incluye por lo menos tres 
cambios trascendentes, que deberían tener su correlato en el ajuste de 
las tácticas y estrategias de los movimientos antisistémicos.
El primero ya fue mencionado: el fin del
 estado de bienestar. Incluso en América Latina en la segunda posguerra 
asistimos a un relativo desarrollo industrial, la adjudicación de 
derechos a las clases trabajadoras y a su progresiva e incompleta 
inserción como ciudadanos. La desindustrialización y la financiarización
 de las economías, a caballo del Consenso de Washington, enterraron 
aquel desarrollismo.
La segunda transformación es el fin de 
la soberanía nacional. Las decisiones importantes, tanto las económicas 
como las políticas, pasaron a tomarse en ámbitos fuera del control de 
los estados nacionales. La reciente
negociaciónentre el gobierno griego y el eurogrupo muestra claramente el fin de la soberanía. Es cierto que muchos gobernantes, de derecha e izquierda, naufragan entre la falta de escrúpulos y la falta de proyecto. Pero no es menos cierto que el margen de acción del Estado-nación es mínimo, si es que existe.
El tercero es el fin de las democracias,
 estrechamente ligado al fin de la soberanía nacional. De esto no se 
quiere hablar. Quizá porque son muchos los que viven de las migajas de 
los cargos públicos. Pero es uno de los núcleos de nuestros problemas. 
Cuando el uno por ciento tiene secuestrada la voluntad popular y el 62 
por ciento es sometido al 1 por ciento; cuando esto sucede una y otra 
vez en uno y otro país, es porque algo no funciona. Y eso que no 
funciona se llama democracia.
Creer en la democracia, que no es 
sinónimo de ir a las elecciones, es un grave error estratégico. Porque 
creer en la democracia es desarmar nuestros poderes de clase (léase de 
trabajadores, mujeres pobres, indios, negros y mestizos, sectores 
populares y campesinos sin tierra, pobladores de periferias, en fin, 
todos los abajos). Porque sin esos poderes, los llamados 
derechos democráticosson papel mojado.
La democracia funciona desarmando nuestros poderes. Y aquí es necesario introducir varias consideraciones.
Una. Democracia no es lo opuesto a 
dictadura. Vivimos la dictadura del capital financiero, de pequeños 
grupos que nadie eligió (como la troika) e imponen políticas 
económicas contra las mayorías, entre otras cosas porque los que llegan 
al gobierno son comprados o amenazados de muerte, como bien nos recuerda
 Paul Craig Roberts: 
Es muy posible que los griegos sepan que no pueden declarar suspensión de pagos e irse, pues si lo hacen serán asesinados. Seguramente se lo han dejado muy claro(http://goo.gl/rAoXbG). Sabe lo que dice, porque viene de allá arriba.
Dos. Desde que la burguesía aprendió a manejar el deseo y la voluntad de la población por medio del marketing, imponiendo
 el consumo de mercancías absurdas e innecesarias, la democracia está 
sometida a las técnicas de mercadeo. La voluntad popular nunca alcanza a
 expresarse en las instituciones estatales, en los términos y códigos 
que las clases populares emplean en sus espacios-tiempos, sino mediada y
 tamizada hasta ser neutralizada.
Tres. Los poderes de clase han sido 
codificados en derechos. No es lo mismo reunirse, publicar folletos o 
crear mutuales con base en las propias fuerzas y sorteando la represión,
 que dejar que los estados regulen y disciplinen esos modos de hacer por
 medio de subsidios. La represión es a menudo el primer paso para 
conseguir la 
legalización.
Ahora el problema es nuestro. Podemos 
seguir, como hasta ahora, poniendo todo en las elecciones, en las 
marchas y los actos, en las huelgas reguladas, y así. Nada de lo 
anterior es descartable por alguna razón de principios. El problema está
 en construir una estrategia centrada en esas herramientas, reguladas 
por los de arriba. 
Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo, escribió la feminista negra Audre Lorde.
 
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