"Así habló Emmanuel" o cómo el movimiento se hizo verbo. Menos mal que la realidad no termina haciéndole mucho caso
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Emmanuel Rodríguez, promotor del Instituto DM. 21/03/16 · 10:29
Acto de campaña de Podemos en las pasadas elecciones autonómicas. / Dani Gago
En estos días leemos: “Cuando te digan que Podemos tiene dos almas,
contesta que tiene cinco millones...”, “no existe ningún tipo de fisura
ni en la dirección, ni en el partido, ”, “a su odio nuestra sonrisa” y
bla, bla, bla. A más molicie y oportunismo se reconozca en el enunciador
más patético resulta el mensaje.
Lo bueno de no sentirse reconocido por ninguna disciplina orgánica o chantajeado por el “amiguismo” que prima hoy en política es que se puede hablar claramente, algo que parece haber ido menguando a medida que avanzaba el ciclo político. Sea como sea, negar la crisis política interna no la hace desaparecer.
Lo que ocurre en Podemos estos días no responde —no sólo— al reconocimiento de las fuertes tensiones dentro de la cúpula de la partido, tampoco a la manifestación de dos sensibilidades mal avenidas, ni siquiera a una lucha de poder dentro de la dirección. Lo que sucede es algo bastante más grave: la crisis terminal del modelo de partido que nació en enero de 2014. A esta crisis se le pueden dar distintos nombres: “fin del gobernismo”, “adiós a Vistalegre” o “bye bye populismo”; pero el caso es que el Podemos que conocimos ya no volverá a ser el de antes. Atendamos al detalle, antes de pasar a lecturas más generales.
Si se quiere una lectura periodística, disponemos ya de casi todos los elementos. Recientemente conocíamos que el Podemos de Errejón en la Comunidad de Madrid llevaba meses negociando con el PSOE madrileño para apañar una moción de censura a Cifuentes. No sabemos si toda la dirección de Madrid tenía conocimiento de los pormenores de esta operación. Lo que parece obvio es que la dimisión de los consejeros-diputados de la comunidad era una respuesta a lo de la “cal viva” y al carpetazo de los pactos con el PSOE, que obviamente echaban por tierra el pacto PSOE-Podemos (y Cs) en la Comunidad de Madrid. Con la dimisión se trataba de desestabilizar la dirección madrileña del partido, a fin de obtener plena autonomía para el grupo errejonista, tanto en esta como en otras posibles operaciones que darían forma a un “gobernismo” a la madrileña (atentos Carmena y Ahora Madrid). Según también este guión, se puede inferir que tras las dimisiones de los consejeros, el secretario de organización estatal, Sergio Pascual, disolvería el consejo ciudadano autonómico y pondría a una gestora a cuyo frente estarían los dimisionarios. La destitución de este Beria de pacotilla, que en apenas un año acumula más asesinatos políticos que cualquier fontanero en los partidos del régimen, puso punto y final a la crisis madrileña. El “fraccionalismo gobernista” quedaba así derrotado. De momento sólo se espera que las aguas vuelvan a su curso.
Si se sigue este relato de la crisis, aunque sólo sea superficialmente, lo primero que destaca es el modus operandi de las decisiones en el partido. Negociaciones a puerta cerrada, operaciones secretas, fracciones enfrentadas, amagos de división, filtraciones a prensa, cuchilladas, chanchullos... ¿Este es el “partido de la transparencia”? Si de lo que se trataba era de decidir cual es la estrategia del “movimiento de cambio”, ¿no habría sido mejor un amplio debate público sobre los pros y contras de las distintas opciones? Una discusión sostenida en asambleas, actos públicos, prensa, que habría elevado en varios enteros el nivel de la discusión política, y también la capacidad de contagiar simpatía hacia Podemos, su honestidad y validez como instrumento colectivo.
Pues no, la decisión debía quedar como prerrogativa de una estrechísima élite. El resultado es patente: ausencia de debate, de ideas, de marcos claros de discusión, confusión de objetivos y el espectáculo (ciertamente patético) de un partido cada vez más asimilado a la política convencional. Nos vamos metiendo en la verdadera crisis de Podemos.
En toda la breve historia del partido, se muestra el mismo síntoma: el miedo de la dirección a medirse con cualquier otra élite alternativa
Tras el episodio madrileño, el horizonte de Podemos en el próximo año se puede resumir en torno a tres polos y sus diferentes combinaciones. El primero y más probable hasta hace poco, se podía resumir en “todo sigue igual”. Pero para que este “igual” fuera eficaz, Podemos tenía que continuar engordando dentro de la máquina estatal de cargos y subvenciones. Dicho de otro modo, este escenario sólo era viable en el caso de que la promesa del gobernismo se viera satisfecha, aunque fuera parcialmente, con en el aterrizaje en algunos gobiernos autonómicos y la participación en el gobierno del Estado. Recuerden la celebre sentencia de Togliatti a la que naturalmente no escapa Podemos: “Un partido es una máquina de repartir cargos”. A lo que podríamos añadir: “Y repartiendo cargos es como se sostiene el partido”.
Abortado este primer escenario por la “cal viva”, la crisis de Podemos se puede desarrollar, en el medio plazo, dentro de un horizonte bastante más sombrío: ¿ruptura?, ¿involución?, ¿descomposición? Según esta vía, la crisis de Madrid sería sólo el primer aviso de una tormenta mayor que llevaría a la fractura de otros consejos autonómicos y municipales, y progresivamente también de los grupos parlamentarios. El partido podría quedar dividido en dos, tres o más fracciones: algunas acabarían por disolverse como satelitales del PSOE (atentos, de nuevo, a Carmena y Ahora Madrid) y otras terminarían por dar lugar a la recomposición de un “partido de la izquierda” hecho seguramente de los mismos materiales que antes formaban IU y que ya están sólidamente instalados dentro Podemos. Puede que a muchos les parezca que “muerto el perro se acabó la rabia”, el problema es que probablemente en el desmoronamiento de Podemos se pierda toda oportunidad de tener un ariete institucional en condiciones.
El tercer escenario es el más complejo, pero es el único que ofrece algunas garantías —tampoco muchas, la verdad— de recuperar Podemos como una herramienta de fase. Se trata, como no podía ser de otra manera, de ir hacia una nueva constituyente del partido. La dificultad reside en ser capaces de aplicar una suerte de ingeniería inversa: darle la vuelta a la organización para convertirla en un instrumento de movilización y de activación política, capaz de cooperar con una miríada de movimientos e iniciativas no necesariamente incluidos en la formación. ¿Es posible esta refundación? ¿Se le puede dar la vuelta a Vistalegre? ¿Puede Podemos dejar de ser un partido? Sólo dos elementos trabajan en contra de la hipótesis de una refundación. Pero son los dos fuerzas constitutivas de la formación: su dirección y su burocracia política.
Hay en Podemos una constante que se mantiene desde el principio, la debilidad de su élite. Esta debilidad puede parecer una paradoja en un partido que ha tenido por bandera la verticalidad y la concentración de poderes en el “comando mediático”. No obstante, si se invierten los términos se obtiene un resultado más adecuado: el modelo organizativo es consecuencia de la debilidad de su dirección, no al revés. Hace cuatro años prácticamente nadie conocía a ninguna de las figuras salientes de la nueva política. Todas ellas cabalgan una ola (abierta por el 15M) que les empuja y eleva, pero que obviamente no controlan. En la amenaza de dimisión de Pablo Iglesias en Vistalegre (caso de que no se votasen sus documentos), en el modelo de organización de secretarías generales y consejos, en las listas plancha, en la negativa a ir a unas primarias conjuntas en los procesos de confluencia (tipo Ahora en Común) antes del 20D, en toda la breve historia del partido, se muestra el mismo síntoma: el miedo de la dirección a medirse con cualquier otra élite alternativa. Y desde luego, si lo que se trataba de evitar era el problema del fraccionalismo y de las luchas intestinas que generan las divisiones entre distintas élites, no se lo pierdan, porque entre los poquitos que forman la dirección siquiera han conseguido salvar un mínimo de coordinación y coherencia.
Hay quien pensará que el remedio a esta situación puede consistir en un intercambio de cromos. Sustituyamos a Pablo por Ada (o incluso por “Tere”), con la coartada de toda una serie de razones de efectismo mediático: feminidad, talante, sensibilidad, etc. Es dudoso, sin embargo, que estos intercambios de figurones supongan gran cosa, al menos si no se modifica radicalmente el modelo de camarillas y de debilidad organizativa que ha dominado la fase, incluidas las experiencias municipalistas. La cuestión no está en la figuras mediáticas sino en los poderes que concentran, y que son a su vez la imagen invertida de la desmembración, de la falta de autonomía y también de inteligencia y consistencia —es necesario reconocerlo— de aquello que sucede por abajo.
La segunda cuestión es, por eso, más grave. La refundación tiene una inevitable condición de partida: requiere barrer por completo e inventar de nuevo la estructura orgánica del partido. Actualmente, Podemos está formado por un “cuerpo” —el término es preciso— compuesto por varios centenares de liberados, a los que hay que añadir un par de millares de cargos electos y sus equipos de asesores. No es poca cosa. Se trata de una fuerza material, y lo que es peor, de una fuerza que tiene una consistencia granítica que se refuerza a cada paso con esa sustancia innegociable que constituyen los salarios y las expectativas profesionales.
La burocracia política es un tipo de cracia muy distinto de la burocracia legal weberiana. Sin necesidad de remitirse a Weber, esta última se caracteriza por el celo en la autonomía de su propio estatuto, su cualificación profesional y el cumplimiento profesional de las normas legales sin cuestionar su contenido. La burocracia de partido es completamente distinta. Su fuerza y función no está en el poder legal, sino en la lealtad ideológica y material a la dirección política y en su capacidad para representar el movimiento ideológico-político que sostiene al partido.
Se puede decir que la burocracia política es el resultado de una doble degeneración. Su origen lejano está en una figura arquetípica del movimiento obrero, y luego de los movimientos sociales, el organizador activista. Este es un militante vocacional y entregado, que normalmente destaca por sus capacidades de composición de una comunidad en lucha. Cuando el organizador es cooptado (o se organiza) en las estructuras de partido pasa a ser un “cuadro”. Y en tanto “encuadrado” tiene que mediar entre los requerimientos concretos de la comunidad o colectivo en conflicto y las orientaciones estratégicas del partido.
El paso siguiente implica, sin embargo, una mayor separación de la comunidad de lucha para convertirse en una figura “orgánica”. El burócrata de partido es remunerado con los recursos que este obtiene de sus afiliados, o más recientemente a través de las subvenciones y cargos que resultan de la transformación de los partidos en prolongaciones del Estado. A diferencia de la burocracia funcionarial, el burócrata de partido no requiere de más aptitudes que la lealtad al líder o sublíder del cual depende, su celo es puramente ideológico y se resuelve completamente en el trabajo para el “partido” o la “fracción del partido”. Por ello, sus rasgos característicos son el cinismo, del que sabe que lo que cuenta no son los “principios” sino la lealtad al cuerpo o líder al que se está asociado, y el oportunismo, del que está dispuesto a todo para aumentar el poder de su fracción. Evidentemente es completamente ajeno a esta figura la posibilidad de tener un pensamiento —y mucho menos una acción— propia y autónoma.
Un ejemplo de hasta que punto se ha interiorizado el vicio burocrático en la organización es que la parte mayor de la discusión sobre los ceses ha tenido que ver con las condiciones supuestas que debían reunir los cargos de secretario general y secretario de organización. Una discusión a la que ha seguido una ola de alegría por el nombramiento del “más aperturista y movimentista” Echenique para este último cargo. Sobra decir que apenas ha habido cuestionamiento de la propia condición de las figuras orgánicas, por no decir reflexión alguna sobre las dinámicas emergentes y de autoorganización que se dieron en el primer Podemos (Círculos y coordinadoras) y que no dependían del buen hacer de ninguna cadena de mando —todo lo más de su ausencia—.
Al fin y al cabo, el repertorio de culturas organizativas disponibles en Podemos se agota básicamente en dos opciones: la tradición carrillista pasada por la turmix del eurocomunismo y luego de IU, y el populismo de nueva planta, sostenido en la inflación discursiva y la rigidez del liderazgo carismático. Las dos son extremadamente propensas a alimentar sin contrapesos la burocracia política, hasta el punto de ser incapaces de producir otro modelo organizativo que guarde algo de autonomía para la inteligencia política y cierta conexión e hibridación con lo que sucede más allá de los muros del partido. Cualquier intento de refundación de Podemos tendrá que innovar en términos políticos y recuperar tradiciones organizativas (antiburocráticas, asamblearias, horizontales, a-orgánicas) de los movimientos y el 15M.
Podemos atraviesa días difíciles, realmente difíciles. Pasado el fogonazo mediático, las alternativas que aquí se han esbozado irán definiendo sus perfiles con toda su crudeza. Si Podemos no quiere quebrar o convertirse en una nueva e impotente IU, tendrá que pensar en su refundación y apostarlo todo a una nueva ola de movimiento. La tarea es heroica para los elementos que dentro del partido trabajan en esa dirección.
Lo bueno de no sentirse reconocido por ninguna disciplina orgánica o chantajeado por el “amiguismo” que prima hoy en política es que se puede hablar claramente, algo que parece haber ido menguando a medida que avanzaba el ciclo político. Sea como sea, negar la crisis política interna no la hace desaparecer.
Lo que ocurre en Podemos estos días no responde —no sólo— al reconocimiento de las fuertes tensiones dentro de la cúpula de la partido, tampoco a la manifestación de dos sensibilidades mal avenidas, ni siquiera a una lucha de poder dentro de la dirección. Lo que sucede es algo bastante más grave: la crisis terminal del modelo de partido que nació en enero de 2014. A esta crisis se le pueden dar distintos nombres: “fin del gobernismo”, “adiós a Vistalegre” o “bye bye populismo”; pero el caso es que el Podemos que conocimos ya no volverá a ser el de antes. Atendamos al detalle, antes de pasar a lecturas más generales.
Si se quiere una lectura periodística, disponemos ya de casi todos los elementos. Recientemente conocíamos que el Podemos de Errejón en la Comunidad de Madrid llevaba meses negociando con el PSOE madrileño para apañar una moción de censura a Cifuentes. No sabemos si toda la dirección de Madrid tenía conocimiento de los pormenores de esta operación. Lo que parece obvio es que la dimisión de los consejeros-diputados de la comunidad era una respuesta a lo de la “cal viva” y al carpetazo de los pactos con el PSOE, que obviamente echaban por tierra el pacto PSOE-Podemos (y Cs) en la Comunidad de Madrid. Con la dimisión se trataba de desestabilizar la dirección madrileña del partido, a fin de obtener plena autonomía para el grupo errejonista, tanto en esta como en otras posibles operaciones que darían forma a un “gobernismo” a la madrileña (atentos Carmena y Ahora Madrid). Según también este guión, se puede inferir que tras las dimisiones de los consejeros, el secretario de organización estatal, Sergio Pascual, disolvería el consejo ciudadano autonómico y pondría a una gestora a cuyo frente estarían los dimisionarios. La destitución de este Beria de pacotilla, que en apenas un año acumula más asesinatos políticos que cualquier fontanero en los partidos del régimen, puso punto y final a la crisis madrileña. El “fraccionalismo gobernista” quedaba así derrotado. De momento sólo se espera que las aguas vuelvan a su curso.
Si se sigue este relato de la crisis, aunque sólo sea superficialmente, lo primero que destaca es el modus operandi de las decisiones en el partido. Negociaciones a puerta cerrada, operaciones secretas, fracciones enfrentadas, amagos de división, filtraciones a prensa, cuchilladas, chanchullos... ¿Este es el “partido de la transparencia”? Si de lo que se trataba era de decidir cual es la estrategia del “movimiento de cambio”, ¿no habría sido mejor un amplio debate público sobre los pros y contras de las distintas opciones? Una discusión sostenida en asambleas, actos públicos, prensa, que habría elevado en varios enteros el nivel de la discusión política, y también la capacidad de contagiar simpatía hacia Podemos, su honestidad y validez como instrumento colectivo.
Pues no, la decisión debía quedar como prerrogativa de una estrechísima élite. El resultado es patente: ausencia de debate, de ideas, de marcos claros de discusión, confusión de objetivos y el espectáculo (ciertamente patético) de un partido cada vez más asimilado a la política convencional. Nos vamos metiendo en la verdadera crisis de Podemos.
En toda la breve historia del partido, se muestra el mismo síntoma: el miedo de la dirección a medirse con cualquier otra élite alternativa
Tras el episodio madrileño, el horizonte de Podemos en el próximo año se puede resumir en torno a tres polos y sus diferentes combinaciones. El primero y más probable hasta hace poco, se podía resumir en “todo sigue igual”. Pero para que este “igual” fuera eficaz, Podemos tenía que continuar engordando dentro de la máquina estatal de cargos y subvenciones. Dicho de otro modo, este escenario sólo era viable en el caso de que la promesa del gobernismo se viera satisfecha, aunque fuera parcialmente, con en el aterrizaje en algunos gobiernos autonómicos y la participación en el gobierno del Estado. Recuerden la celebre sentencia de Togliatti a la que naturalmente no escapa Podemos: “Un partido es una máquina de repartir cargos”. A lo que podríamos añadir: “Y repartiendo cargos es como se sostiene el partido”.
Abortado este primer escenario por la “cal viva”, la crisis de Podemos se puede desarrollar, en el medio plazo, dentro de un horizonte bastante más sombrío: ¿ruptura?, ¿involución?, ¿descomposición? Según esta vía, la crisis de Madrid sería sólo el primer aviso de una tormenta mayor que llevaría a la fractura de otros consejos autonómicos y municipales, y progresivamente también de los grupos parlamentarios. El partido podría quedar dividido en dos, tres o más fracciones: algunas acabarían por disolverse como satelitales del PSOE (atentos, de nuevo, a Carmena y Ahora Madrid) y otras terminarían por dar lugar a la recomposición de un “partido de la izquierda” hecho seguramente de los mismos materiales que antes formaban IU y que ya están sólidamente instalados dentro Podemos. Puede que a muchos les parezca que “muerto el perro se acabó la rabia”, el problema es que probablemente en el desmoronamiento de Podemos se pierda toda oportunidad de tener un ariete institucional en condiciones.
El tercer escenario es el más complejo, pero es el único que ofrece algunas garantías —tampoco muchas, la verdad— de recuperar Podemos como una herramienta de fase. Se trata, como no podía ser de otra manera, de ir hacia una nueva constituyente del partido. La dificultad reside en ser capaces de aplicar una suerte de ingeniería inversa: darle la vuelta a la organización para convertirla en un instrumento de movilización y de activación política, capaz de cooperar con una miríada de movimientos e iniciativas no necesariamente incluidos en la formación. ¿Es posible esta refundación? ¿Se le puede dar la vuelta a Vistalegre? ¿Puede Podemos dejar de ser un partido? Sólo dos elementos trabajan en contra de la hipótesis de una refundación. Pero son los dos fuerzas constitutivas de la formación: su dirección y su burocracia política.
Hay en Podemos una constante que se mantiene desde el principio, la debilidad de su élite. Esta debilidad puede parecer una paradoja en un partido que ha tenido por bandera la verticalidad y la concentración de poderes en el “comando mediático”. No obstante, si se invierten los términos se obtiene un resultado más adecuado: el modelo organizativo es consecuencia de la debilidad de su dirección, no al revés. Hace cuatro años prácticamente nadie conocía a ninguna de las figuras salientes de la nueva política. Todas ellas cabalgan una ola (abierta por el 15M) que les empuja y eleva, pero que obviamente no controlan. En la amenaza de dimisión de Pablo Iglesias en Vistalegre (caso de que no se votasen sus documentos), en el modelo de organización de secretarías generales y consejos, en las listas plancha, en la negativa a ir a unas primarias conjuntas en los procesos de confluencia (tipo Ahora en Común) antes del 20D, en toda la breve historia del partido, se muestra el mismo síntoma: el miedo de la dirección a medirse con cualquier otra élite alternativa. Y desde luego, si lo que se trataba de evitar era el problema del fraccionalismo y de las luchas intestinas que generan las divisiones entre distintas élites, no se lo pierdan, porque entre los poquitos que forman la dirección siquiera han conseguido salvar un mínimo de coordinación y coherencia.
Hay quien pensará que el remedio a esta situación puede consistir en un intercambio de cromos. Sustituyamos a Pablo por Ada (o incluso por “Tere”), con la coartada de toda una serie de razones de efectismo mediático: feminidad, talante, sensibilidad, etc. Es dudoso, sin embargo, que estos intercambios de figurones supongan gran cosa, al menos si no se modifica radicalmente el modelo de camarillas y de debilidad organizativa que ha dominado la fase, incluidas las experiencias municipalistas. La cuestión no está en la figuras mediáticas sino en los poderes que concentran, y que son a su vez la imagen invertida de la desmembración, de la falta de autonomía y también de inteligencia y consistencia —es necesario reconocerlo— de aquello que sucede por abajo.
La segunda cuestión es, por eso, más grave. La refundación tiene una inevitable condición de partida: requiere barrer por completo e inventar de nuevo la estructura orgánica del partido. Actualmente, Podemos está formado por un “cuerpo” —el término es preciso— compuesto por varios centenares de liberados, a los que hay que añadir un par de millares de cargos electos y sus equipos de asesores. No es poca cosa. Se trata de una fuerza material, y lo que es peor, de una fuerza que tiene una consistencia granítica que se refuerza a cada paso con esa sustancia innegociable que constituyen los salarios y las expectativas profesionales.
La burocracia política es un tipo de cracia muy distinto de la burocracia legal weberiana. Sin necesidad de remitirse a Weber, esta última se caracteriza por el celo en la autonomía de su propio estatuto, su cualificación profesional y el cumplimiento profesional de las normas legales sin cuestionar su contenido. La burocracia de partido es completamente distinta. Su fuerza y función no está en el poder legal, sino en la lealtad ideológica y material a la dirección política y en su capacidad para representar el movimiento ideológico-político que sostiene al partido.
Se puede decir que la burocracia política es el resultado de una doble degeneración. Su origen lejano está en una figura arquetípica del movimiento obrero, y luego de los movimientos sociales, el organizador activista. Este es un militante vocacional y entregado, que normalmente destaca por sus capacidades de composición de una comunidad en lucha. Cuando el organizador es cooptado (o se organiza) en las estructuras de partido pasa a ser un “cuadro”. Y en tanto “encuadrado” tiene que mediar entre los requerimientos concretos de la comunidad o colectivo en conflicto y las orientaciones estratégicas del partido.
El paso siguiente implica, sin embargo, una mayor separación de la comunidad de lucha para convertirse en una figura “orgánica”. El burócrata de partido es remunerado con los recursos que este obtiene de sus afiliados, o más recientemente a través de las subvenciones y cargos que resultan de la transformación de los partidos en prolongaciones del Estado. A diferencia de la burocracia funcionarial, el burócrata de partido no requiere de más aptitudes que la lealtad al líder o sublíder del cual depende, su celo es puramente ideológico y se resuelve completamente en el trabajo para el “partido” o la “fracción del partido”. Por ello, sus rasgos característicos son el cinismo, del que sabe que lo que cuenta no son los “principios” sino la lealtad al cuerpo o líder al que se está asociado, y el oportunismo, del que está dispuesto a todo para aumentar el poder de su fracción. Evidentemente es completamente ajeno a esta figura la posibilidad de tener un pensamiento —y mucho menos una acción— propia y autónoma.
Un ejemplo de hasta que punto se ha interiorizado el vicio burocrático en la organización es que la parte mayor de la discusión sobre los ceses ha tenido que ver con las condiciones supuestas que debían reunir los cargos de secretario general y secretario de organización. Una discusión a la que ha seguido una ola de alegría por el nombramiento del “más aperturista y movimentista” Echenique para este último cargo. Sobra decir que apenas ha habido cuestionamiento de la propia condición de las figuras orgánicas, por no decir reflexión alguna sobre las dinámicas emergentes y de autoorganización que se dieron en el primer Podemos (Círculos y coordinadoras) y que no dependían del buen hacer de ninguna cadena de mando —todo lo más de su ausencia—.
Al fin y al cabo, el repertorio de culturas organizativas disponibles en Podemos se agota básicamente en dos opciones: la tradición carrillista pasada por la turmix del eurocomunismo y luego de IU, y el populismo de nueva planta, sostenido en la inflación discursiva y la rigidez del liderazgo carismático. Las dos son extremadamente propensas a alimentar sin contrapesos la burocracia política, hasta el punto de ser incapaces de producir otro modelo organizativo que guarde algo de autonomía para la inteligencia política y cierta conexión e hibridación con lo que sucede más allá de los muros del partido. Cualquier intento de refundación de Podemos tendrá que innovar en términos políticos y recuperar tradiciones organizativas (antiburocráticas, asamblearias, horizontales, a-orgánicas) de los movimientos y el 15M.
Podemos atraviesa días difíciles, realmente difíciles. Pasado el fogonazo mediático, las alternativas que aquí se han esbozado irán definiendo sus perfiles con toda su crudeza. Si Podemos no quiere quebrar o convertirse en una nueva e impotente IU, tendrá que pensar en su refundación y apostarlo todo a una nueva ola de movimiento. La tarea es heroica para los elementos que dentro del partido trabajan en esa dirección.
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