Suena el timbre en el instituto Antonio Domínguez Ortiz de las Tres Mil Viviendas
de Sevilla. Apenas nadie espera en la puerta del centro. Algunos
alumnos, pocos y puntuales, atraviesan la verja de entrada, flanqueada
por muros altos y acabados en una alambrada de espinas. El resto irá
entrando a cuentagotas. Como zombies. Ya dentro, un profesor les da los buenos días
apostado en una segunda puerta de hierro forjado. Está de guardia,
evitando que quienes han entrado salgan para hacer pellas. Algo habitual
entre ellos. La bandera del pueblo gitano ondea junto a
la española, la andaluza, la europea y la sevillana sobre la entrada.
El 96% del alumnado es calé. Desde dentro se ve el exterior a través de
unas ventanas con barrotes gruesos. Todo tiene un aspecto carcelario, a
pesar de los murales multicolor hechos con cartulinas: puertas de acero
con pequeñas ventanas con cristales rotos, vigilancia intensiva en los
pasillos, cámaras de seguridad en las esquinas, patadas y puñetazos marcados en las puertezuelas de los despachos. Suenan portazos metálicos. Y gritos, muchos gritos.
“No nos queremos dar cuenta, pero esto es Vietnam”. Habla Carlos, profesor de Biología y uno de los miembros del Departamento de convivencia del centro, de los llamados de educación compensatoria o de difícil desempeño,
por la situación de marginalidad que lo rodea, por tener alumnado en
situación de desventaja social o procedente de minorías étnicas.
Carlos,
como el resto de sus compañeros, se pasea por los pasillos con un
llavero asido al cinturón. Todo está bajo llave. También el baño. Hoy le
toca estar de guardia, una labor por la que rotan los 33 docentes de este centro en el que estudian 277 alumnos.
De
repente, lo reclaman para que intervenga. Un alumno ha ido más allá.
Ambos se sientan frente a frente en una mesa. Ezequiel —pongamos que se
llama así— acumula seis partes en dos días. “Le has
dicho a tu profesora, y leo textualmente, ‘Pocos pelos, qué gorda estás,
que tiene una mierda de sueldo, que es una desgraciada en su vida…’
¿Sigo?”, reprende el responsable de convivencia. El sermón continúa pese
a los reproches y la defensa del zagal, un niño de apenas 12 años.
Tosco y con el verbo beligerante.
“Llegará el tiempo en el que yo me vaya
—recrimina el maestro— y tú te quedarás aquí. Entonces seréis tú y tus
primos, y todas las familias, los que tengáis que llevar el barrio para
adelante. Sin ayuda. Tú eliges. Puedes ser camello, chapero o
chatarrero. Pero también puedes ser lo que tú quieras ser. Estudiar y
trabajar en un taller, de camionero, hacer un ciclo superior… y tener
una vida mejor. Tú eliges”.
“¿DE QUÉ ME SIRVE EL TÍTULO?”
“¡¿De qué me
sirve el título en el mercadillo, maestro?!”. Y la conversación se da
por zanjada. Una de tantas. Así es el día a día en el Domínguez Ortiz de las Tres Mil.
El instituto, el más cercano a Las Vegas, la zona de mayor marginalidad del Polígono Sur de Sevilla, es “un gueto dentro de un gueto”. Así lo define el director del centro, Manuel Gotor,
próximo a jubilarse y con experiencia docente suficiente como para
comparar y hablar con autoridad. Físicamente recuerda a Manuel, el
flamenco que hizo dúo con Lole. Barba cana, larga y poblada, prominente
barriga y un tono de voz grave. Se hace respetar.
Todavía
recuerda el día que llegó a su despacho. Ahora dice que fue broma, pero
sucedió así. Un niño se paró en la puerta y desde allí le preguntó:
“¿Tú eres el nuevo director?”. “Sí, sí”, contestó Manuel. “Me hizo un gesto, como si me fuese a cortar el cuello. Y se fue. Sabía a donde venía, pero el gesto me llamó la atención. A pesar de ese inicio nunca sentí miedo”, subraya Gotor.
El profesorado que acaba impartiendo clase en centros como el Domínguez Ortiz es voluntario y participa en bolsas específicas para acceder a este tipo de plazas.
El principal motivo es la conciliación familiar, huyen de destinos
lejanos en la vasta geografía andaluza. Así llegaron muchos. También Celia, la profesora de Inglés.
Celia Méndez, de 39 años, ya había estado
en otros centros de educación compensatoria. Pero en el Domínguez Ortiz
es distinto a los demás. “No tiene nada que ver, estamos en un entorno
de exclusión social, económica, emotiva, afectiva, cultural, académica…
Es una doble exclusión, la de su etnia y la del barrio”, insiste la
enérgica maestra, que explica en clase el cómo usar el will y el won’t para conjugar el futuro en Inglés.
ESTRECHO VÍNCULO ENTRE PROFESORES Y ALUMNOS
Y,
de momento, el suyo, su futuro, pasa por seguir en las Tres Mil.
“Adquieres un compromiso con el centro, con los compañeros y, sobre
todo, con el alumnado”, subraya. De hecho, las tasas de absentismo
laboral entre los docentes apenas roza el 4%, mucho menos que en otro tipo de centros.
“Me
vine cargada de miedos, clichés, prejuicios, estereotipos… —enumera— de
todo lo que se habla de las Tres Mil. Y, sí, eso es parte del barrio,
pero el Polígono Sur es mucho más que eso”.
Más de 50.000 habitantes conviven en el Polígono Sur, una zona residencial creada en el año 1977 y compuesta por seis barrios. De ellos, el más conocido es las Tres Mil Viviendas, donde la tasa de desempleo se dispara hasta el 80% y se registra un analfabetismo en adultos del 26%, según datos del Comisionado del Polígono Sur de la Junta de Andalucía. Este organismo estima que unas 280 personas del barrio sólo comen una vez al día.
La zona más conflictiva de las Tres Mil se conoce como Las Vegas, donde la droga controla los edificios de hasta ocho pisos.
Ahí viven familias y niños, de los que el 12% están sin escolarizar.
Junto a las Tres Mil también están Los Verdes, una zona de viviendas
donde se realojó en 2004 a familias chabolistas con problemas de
convivencia. Es otro punto caliente en la venta de drogas. Allí murió en
2013 una niña de siete años por una bala perdida en un intercambio de
disparos entre dos familias del barrio.
LA VIOLENCIA DEL BARRIO SE TRASPASA LAS AULAS
“En las Tres Mil se mueve mucha droga y los clanes familiares se trasladan a los niños”, confirma Carlos, uno de los componentes del Departamento de convivencia. Recuerda un día en el que la cosa acabó a puñetazos y con los extintores volando.
“No miden las consecuencias de sus actos”, explica a EL ESPAÑOL. Esa
vez, los implicados terminaron llamando a sus familias, que llegaron al
centro con los ánimos caldeados. “Lo pasamos muy mal”, confirma.
“Aquí, cualquier profesor puede ver en un único
curso todo el abanico de problemas y complicaciones que te podrías
encontrar en otros centros en toda tu vida laboral. En cualquier sitio
hay niños disruptivos, pero aquí…”, defiende Carlos, que maneja a los
zagales resuelto y con la confianza de seis años de experiencia en el
Domínguez Ortiz.
“No sé si somos de otra pasta —puntualiza Celia—, pero te tienes que hacer de otra pasta”.
“Para esto no te preparas, porque esto no te lo esperas”, sigue Carlos.
“Me gusta verle las caras a los profesores que llegan nuevos, se pasan
los cuatro primeros meses con cara de asombro. Hasta que te
acostumbras”, bromea el maestro.
Su compañera María José Parejo
es más benévola: “No se puede juzgar a un profesor por su primer año,
porque lo pasas mal”. “El centro genera mucha tensión, que no conviene
llevarse a casa —relata la profesora de Matemáticas—, por eso la labor
de apoyo entre los propios docentes es imprescindible. A mí me gusta
escucharlos, soy un poco su sostén y me encargo de que tengamos
respiros, porque sin ellos sería muy difícil sobrellevar el día a día”.
Carlos explica cómo ha aprendido a leer el lenguaje no verbal para saber si le van a pegar o es una más de tantas bravatas. Son habituales las amenazas de muerte. “Me han llegado a decir que me entre un mal cáncer”,
refiere. Desde el coche llegó a ver cómo un alumno se le acercaba con
una piedra en la mano. “Creía que me rompía la luna, pero ahí ¿qué
haces? Pues te pones las manos detrás y esperas a que pase la tormenta.
Hay que tener muy claro que tienes el control, que eres el adulto”,
explica.
“HICIERON EL AMAGO DE MASTURBARSE DELANTE DE UNA PROFESORA”
Y si eres profesora, mucho peor. “Son muy machistas, tanto ellos como ellas”, confirma Carlos, que sigue enumerando comportamientos "disruptivos",
como los llaman los docentes del centro. “Les faltan al respeto, a su
autoridad, le insultan… Y este año hemos tenido a unos niños que
hicieron el amago de masturbarse delante de una profesora”. Y fueron
expulsados.
Muchos alumnos del Domínguez Ortiz acuden obligados a la escuela para que sus familias puedan cobrar el salario social, que entre los requisitos incluye la escolarización de los menores. En España, la educación es obligatoria hasta los 16 años. Y en el centro recuerdan que ha habido casos en los que ha actuado la Fiscalía para retirar la custodia a sus padres.
El
absentismo del instituto ronda el 20% de media. “Pero hay días en los
que supera el 50%”, confirma el director. Lo que supone un grave
problema para el profesorado, obligado a cumplir con una programación
didáctica.
“Esa es la principal diferencia entre nuestro centro y otros normalizados”, asegura el profesor de Inglés, Antonio Rafael Morales, con 33 años de experiencia a sus espaldas.
“Aquí es muy difícil alcanzar los objetivos académicos porque se impone
la cultura de un barrio marginal, donde la escuela no se ve como algo
provechoso”, explica Morales, también responsable de la biblioteca.
“Inculcarle
el valor de los estudios a estos alumnos y a sus familias es muy
difícil. Eso ya viene dado en un centro normalizado, pero aquí hay que
convencerlos. Porque ellos ven que su futuro no pasa por la escuela. Y
esa labor es realmente agotadora, pero también muy satisfactoria cuando
vivimos los éxitos, que no son comparables a los de otros centros, y nos
generan una satisfacción enorme”, radiografía Morales con una verborrea
aliviadora.
Sólo el 18% del alumno de Primero de ESO acaba 4º sin haber repetido ningún curso. A la universidad apenas llega nadie. Los profesores apuntan un nombre, Nino, que sí acabó la carrera de Magisterio. En tres años ninguno de los egresados ha aprobado la Selectividad. Este año se presentan cinco. “Y estamos con las carnes abiertas”, narra el director.
LA ESPERANZA DEL DOMÍNGUEZ ORTIZ
Los cinco son Virginia, Juan Carlos, David, Josué y Alba. Sus edades oscilan entre los 18 y los 23 años.
Quieren ser maestros, criminólogos, expertos en aeronáutica,
psicólogos. Todos han repetido alguna vez. Y han superado las
tentaciones del barrio, un agujero negro que consume las ganas de hincar
los codos.
“Los chavales vienen asalvajados de la calle, y con la expectativa de querer vender droga, de ser narcotraficantes”, explica Virginia, una de las últimas alumnas en salir del centro, que este lunes se enfrenta a las pruebas de la Selectividad.
“Lo que se ve en el barrio es que el que tiene dinero y vive bien es el
que trafica con droga —sigue—; y los profesores tratan de cambiarle la
mentalidad a un niño que está viendo como sus amigos tienen una moto con
doce años y un montón de cosas que él no tiene por no vender droga”.
“Y para eso hay que estar muy preparado”, replica Alba. “Los profesores le echan dos huevos”, apunta Josué, que explica a EL ESPAÑOL que ellos son un ejemplo para el resto de alumnos. También para el barrio.
A
ninguno de los cinco les cabe duda. Si logran pasar el filtro de la
Selectividad será por el constante apoyo de sus profesores. “Te llaman,
te buscan, te incitan…”, explica David. “Te apoyan hasta en tus
problemas de familia”, apostilla Virginia. “Son un pilar fundamental”,
apunta Alba. “Y eso que hemos visto de todo: humillaciones, insultos,
varias agresiones. Hasta como tiraban a una profesora por la escalera”,
recuerda Virgina.
“Este trabajo quema, es agotador, te
exige mucho y los chavales se merecen que lo demos todo”, insiste el
director. “No le recomiendo a nadie que esté en este centro más de ocho
años. Es muy duro, pero engancha”, concluye. Él se jubilará en apenas un
año. Y dejará a sus compañeros en la brega de cada día.
“No
me planteo irme”, advierte Celia. “Aquí aprendo mucho, de los alumnos y
del resto de mis compañeros”. Tanto que junto con otros docentes ya
prepara su participación en el primer Congreso Internacional de
Innovación y Tendencias Educativas INNTED 2017, que pretende convertirse en un espacio de encuentro, reflexión e intercambio en torno a la innovación y la mejora educativa.
Son las tres de la tarde. Para Celia, Manuel, María José, Carlos, Antonio o Luis, el jefe de Estudios, llega el final de la jornada laboral.
Sus rostros contrastan con los que tenían a primera hora. Pero en ellos
se ve cierta sensación de satisfacción. De haber superado otro día más.
“No
sé qué haré —zanja Luis— cuando me vuelva a mi centro, totalmente
normalizado. Quizás me aburra, pero seguro que después de mi paso por el
Domínguez Ortiz seré un maestro mucho mejor”.
OTRA COSA: Poema: Dolor, de Alfonsina Storni
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