SANTIAGO ALBA RICO
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Hace un año y medio escribía acerca de Mabrouk Soultani, un joven pastor tunecino de la aldea de Dauar Slatniya, a los pies del monte Mghilla, entre Kasserine y Sidi Bouzid, la doble cuna de la revolución de 2011 que derrocó a Ben Ali. El 14 de noviembre de 2015 Mabrouk, en efecto, fue asesinado por el grupo terrorista Okba Ibn Neefa (adscrito a AQMI) y su cabeza entregada a Chukri, primo de la víctima, quien la transportó montaña abajo, a modo de mochila, hasta la casa de la familia. Todos los tunecinos quedaron estremecidos ante esta historia y -enseguida- ante las declaraciones en televisión de otro de los primos, Nassim, que reveló el abismo de pobreza en que vive una buena parte de la población y la doble exposición de los jóvenes a la monstruosa gorgona del Terrorismo: expuestos porque puede comprarlos, expuestos porque puede matarlos. “¿Somos tunecinos? Nuestro único vínculo con el Estado tunecino es el carnet de identidad (bitaqat-etarif) y el cable de la luz”, decía Nassim. “Bitaqat etarif” no suena bien en Túnez y menos en los oídos de los más jóvenes: no suena a ciudadanía, derechos políticos y sociales o pertenencia identitaria nacional. Suena a amenaza policial. Suena -pues muchos ni siquiera lo tienen- a existencia culpable y clandestina, a presunción de delito, a persecución implacable de la pobreza y la marginalidad. El Estado siempre ausente, el Estado que no construye ni escuelas ni hospitales, el Estado que no da nada -a veces ni luz eléctrica- comparece de pronto y exige: bitaqat-etarif, con agresiva sospecha, inmediatamente antes de un grito, un golpe o una detención arbitraria. En Túnez “bitaqat-etarif” es una declaración de guerra a la juventud, sobre todo a los jóvenes que viven en los barrios periféricos de la capital o en las regiones abandonadas del centro-oeste y del sur del país.
El 17 de noviembre de 2015, tras las declaraciones de Nassim Soultani en televisión, el presidente Caid Essebsi lo recibió en el palacio de Cartago junto a su primo Khalifa Soultani, hermano de la víctima, y les prometió “protección”. Pues bien, hace tres días, el 2 de junio de 2017, Khalifa Soultani fue secuestrado por la misma katiba que decapitó a Chukri; y ayer el ejército descubrió su cuerpo degollado no muy lejos de donde mataron a su hermano pequeño hace dieciocho meses. Durante estos dieciocho meses la vida de Nassim y de Khalifa, así como la de los jóvenes de la región, no había cambiado: pobreza, marginación, paro endémico y la larga sombra de una “lucha contra el terrorismo” que, en lugar de protegerlos, los convertía en permanentes sospechosos: ¡bitaqat-etarif! El asesinato de Khalifa ilumina todos los fracasos de la transición democrática tunecina, amenazada menos por el yihadismo que por las políticas económicas y sociales del gobierno, prolongación de las de la dictadura, basadas en la privatización, el endeudamiento y la inversión exterior, con su estela inevitable -como en la dictadura- de corrupción sistémica. El último informe de Crisis Group, fimado por Michaël Ayari, cuestionable en sus propuestas, describe nítidamente esta “democratización” de la corrupción como consecuencia de la incorporación a la batalla económica subterránea de nuevas élites empresariales .
El asesinato de Khalifa, que desnuda el desprecio del Estado por los más jóvenes y los más pobres, coincide con una nueva oleada de protestas sociales en el sur del país. Desde el pasado mes de abril las familias de la provincia de Tataouine, a más de 500 km de la capital, mantienen un pulso con las autoridades. Exigen que la compañía canadiense Winstar readmita a 24 obreros despedidos, que el 20% de los ingresos del petróleo extraído en la región se dedique al desarrollo local y que se dé trabajo a los miles de jóvenes desempleados de la provincia. Las protestas, extendidas a Kebili y otras zonas colindantes, alcanzaron su máxima tensión días antes del comienzo del mes de Ramadán, el 20 de mayo, con el asalto a las sedes de la policía y del gobierno en la capital provincial, la interrupción del bombeo de petróleo en el campo de El Kamour y la muerte de un joven manifestante, Anouar, atropellado por un vehículo policial. La reacción del gobierno ha sido la de combinar promesas imposibles de cumplir -que en todo caso han logrado dividir a los protestatarios- con la criminalización del movimiento, al que se ha acusado de “hacer el juego a Daesh” y de recibir financiación del contrabando. No es imposible que, en esta sorda guerra económica entre corruptos enfrentados, los “nuevos empresarios” estén tratando de manipular las protestas, que en todo caso, como insiste el intelectual disidente Sadri Khiari, mantienen toda su legitimidad y justificación: Tataouine (situación extrapolable a otras regiones) tiene un 51% de desempleo, carece de hospitales, de industria local, de tren, de carreteras y, por supuesto, de cines, teatros o centros culturales. ¿La solución? El presidente de la república, el nonagenario bourguibista Caid Essebsi, anunció el 10 de mayo nuevas medidas para garantizar el “normal funcionamiento” de los centros de producción, cuya protección ha sido encomendada al ejército.
El asesinato de Khalifa, abandonado a su suerte por el Estado que le prometió protección, coincide también con la nueva tentativa del gobierno de hacer pasar en el parlamento la así llamada Ley de Reconciliación, orientada a amnistiar a los corruptos del régimen de Ben Alí y entorpecer la justicia transicional, cuyo gestor constitucional, la Instancia Verdad y Dignidad, sigue reuniendo y publicitando, contra viento y marea, testimonios de violaciones de derechos humanos bajo los regímenes dictatoriales de Ben Ali y Bourguiba. La citada ley ha sido bloqueada dos veces por la acción de la sociedad civil, cristalizada en el poderoso movimiento Manich Msamah (Sin Perdón), independiente de los partidos y consciente de la relación que existe entre democracia, transparencia, memoria histórica, justicia penal e igualdad social. Sus últimas convocatorias contra el proyecto de ley y en solidaridad con los habitantes rebeldes de Tataouine han reunido a miles de tunecinos en la avenida Bourguiba de la capital. La combinación de tensión social, crisis económica (con un dinar en caída libre frente al euro), corrupción y emergencia anti-terrorista en un contexto regional catastrófico, fragiliza como nunca el ya frágil proceso de transición; y anuncia una explosión que -si no es ya demasiado tarde- sólo podría detenerse aplicando realmente la Constitución de 2014 para democratizar las instituciones y proteger socialmente a los más débiles, como lo era Khalifa Soultani, tratado como un terrorista por el Estado y asesinado finalmente por los mismos terroristas que asesinaron a su hermano.
El asesinato de Khalifa, que desnuda las vergüenzas del gobierno multipartidista de Youssef Chahed (cuyos dos pivotes son el partido derechista Nidé Tunis y el partido derechista Ennahda, cómplices rivales), coincide también con el Ramadán, período en el que tradicionalmente se establece una tregua tácita en todos los frentes. Todos descansan, salvo los terroristas, los corruptos y la policía, que ha dejado que maten a Khalifa en Mghilla pero que ha detenido a cuatro jóvenes en Bizerta por violar el ayuno en público y a dos artistas en Sfax por llevar una botella de alcohol -además, al parecer, vacía- en su coche. “Atentado al pudor” en un país que no da a sus chicos ni trabajo ni hospitales ni protección contra sus asesinos; y que sigue aplicando del modo más arbitrario, amparándose en el Estado de Emergencia, las leyes del ancien régime.
El asesinato en Túnez de Khalifa Soultani dieciocho meses después del de su hermano, coincide también con el último atentado del ISIS en Europa. A este respecto, conviene que recordemos tres cosas. La primera es que, al revés y del derecho, cada atentado contra civiles inocentes en Europa coincide con un atentado contra civiles inocentes en otros lugares del mundo, y ello en una proporción de 1 a 10 (el 85% del total musulmanes). La segunda es que la franquicia ISIS no debe hacernos olvidar las dinámicas sociales propias de cada país: entre los asesinos de Londres y los asesinos de Khalifa Soultani no hay más relación que la vaga invocación de un islam que ni unos ni otros conocen; el terrorismo en Europa es sobre todo un “asunto interno europeo”, como lo demuestra, además de la nacionalidad de sus ejecutores, su intención de alterar las campañas y los resultados electorales.
La tercera es que, si no somos capaces de vivir como propios los muertos de otros países, si insistimos en convertir neuróticamente Europa en el centro y objetivo exclusivo de -dice un analista- “una intifada islamista”, si nos sentimos sólo víctimas y víctimas además de una agresión exterior -de naturaleza casi extraterrestre- Europa seguirá respondiendo a los atentados yihadistas como los yihadistas quieren. La lógica según la cual -en palabras de Theresa May– “hay demasiada tolerancia con el extremismo” es la que ha justificado y sigue justificando el apoyo de Europa a todas las dictaduras, las cuales se han justificado a sí mismas con ese mismo argumento justificando a su vez, en cadena fatal e irreversible, las respuestas yihadistas. El peligro es que el “extremismo” convierta a los europeos al “extremismo” -falsa identidad contra falsa identidad en una guerra al mismo tiempo civil y mundial- con la colaboración de políticas penales, securitarias, mediáticas, migratorias e internacionales que, encogiendo aún más los límites de la democracia y el Estado de Derecho en todo el mundo, no dejan otra alternativa que escoger -en el “centro”- entre democracia o seguridad y -en la “periferia”- entre ser tratado como un terrorista o ser matado por un terrorista.
Con “centro” y “periferia”, por supuesto, no señalo distancias geográficas sino sociales, económicas y culturales. Lo cierto es que estas disyuntivas, en el “centro” y en la “periferia”, no son asimilables. La primera es falsa. Ningún gobierno puede garantizar en el “centro” que un loco, en nombre del islam o del pastafarismo, no se va a hacer estallar en una guardería o en un concierto; y cualquiera que lo prometa miente. Precisamente por eso, lo único que podemos hacer -en el “centro”- es defender la democracia y el Estado de Derecho, amenazados tanto por los yihadistas como por las medidas que se toman contra ellos; y defender, contra nuestros políticos y nuestros tertulianos, nuestro derecho a experimentar como propios todos los muertos.
En cuanto a los habitantes de la “periferia”, tanto la interna como la internacional, podemos hacer mucho más: podemos evitar tratarlos como a terroristas, podemos proteger sus cuerpos y sus derechos, podemos vincularlos al contrato común a través de algo más que un cable de la luz y un carnet de identidad (¡bitaqat etarif!) que es la marca de una culpa y no de una ciudadanía. Porque, no lo olvidemos, los Khalifa Soultani de este mundo -en Londres, París o Túnez- pueden también escoger una “tercera vía” -la más fácil- entre ser tratados como terroristas o ser matados por un terrorista. Los terroristas lo saben bien: saben que los Khalifa Soultani de este mundo aún podrían hacerse realmente terroristas.
Todos deberíamos llorar a Khalifa Soultani como a un mártir, sí, a igual título que a las víctimas de Londres o de Manchester, pero además deberíamos homenajearlo como a un héroe. El pastor abandonado por el Estado no se dejó ni tentar ni intimidar por el Terrorismo.
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ADEMÁS: Fran Cenamor · 06/07/2017 alasbarricadas.org
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