sábado, 3 de febrero de 2024

Ruanda. CTXT. Genocidio. Por Diego Gómez Pickering

 3/1/24

  El silencio resulta igual de mortífero que el desplazamiento forzado de millones de personas, los disparos indiscriminados contra civiles y los bombardeos sobre hospitales, lugares de culto y escuelas  

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Voluntarios de la Cruz Roja ruandesa asisten a los desplazados durante el genocidio de Ruanda en 1994. / Cruz Roja (vía Wikimedia Commons)



La semana de Pascua de 1994, la vida de Alice Nsabimana dio un giro de 180 grados, al igual que la de su hermano Maurice y la de sus otros cuatro nanos, la de su madre, la de sus tíos, primos, vecinos, amigos y abuelos. Un cambio radical que con la misma violencia trastocó la vida de Eddie, Agathe, Patrick, Fred, Claudine, Yvonne y sus respectivas familias, la vida de cientos de miles de ruandeses, hutus y tutsis, quienes entre abril y julio de aquel año atestiguaron en primera persona el significado de la palabra genocidio.

Este año se cumplen tres décadas del derribo del avión presidencial que transportaba al entonces mandatario de Ruanda, Juvénal Habyarimana, a su contraparte burundesa, Cyprien Ntaryamira, y a sus respectivas comitivas, incluido Déogratias Nsabimana, padre de Alice. El atentado que cercenó de golpe las vidas de la clase gobernante de la antigua colonia belga constituyó el punto de inflexión en la guerra civil ruandesa y la debacle moral de la montañosa nación de África del Este, del continente y del resto del mundo, con el asesinato premeditado y sistemático de cerca de un millón de personas, en su mayoría pertenecientes a la etnia tutsi. Un genocidio en las postrimerías del siglo veinte. Un crimen imperdonable que se juró, como otras veces antes, no repetir, y que, sin embargo, en vísperas del segundo cuarto del siglo veintiuno, se hace más presente que nunca.

El término acuñado por el abogado polaco de ascendencia judía Raphael Lemkin apareció por primera vez en el libro de su autoría El dominio del Eje en la Europa ocupada, publicado en 1944. Tiene dos raíces etimológicas –génos, del griego estirpe, y cide, del latín matar– y de acuerdo con la definición de la Real Academia Española constituye “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Sus sinónimos son etnocidio, holocausto, pogromo, matanza y masacre, entre otros. Una palabra que, en lugar de relegarse, como debiera, a la descripción de capítulos añejos de la historia, se utiliza, en este 2024 en ciernes, para describir situaciones demasiado cercanas y presentes.

A finales de diciembre, la denuncia del Gobierno sudafricano contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia por presuntamente contravenir sus obligaciones como Estado firmante de la Convención para la prevención y sanación del delito de genocidio, a raíz de sus acciones militares contra la población palestina de Gaza, trajo de nuevo, y con razón, al debate público el término concebido por Lemkin ochenta años atrás para describir lo indecible. El curso legal que dé el máximo tribunal de Naciones Unidas, con sede en La Haya, a la demanda de Pretoria contra Tel Aviv, inyecta contradictoriamente vida a un término que sirve para retratar la muerte.

Cuando Alice, Maurice, sus cuatro hermanos, su madre, sus abuelos, primos, tíos, vecinos y amigos lograron escapar del genocidio en Ruanda, lo hicieron a pie, de manera furtiva, a los países vecinos y luego allende las fronteras del continente. Al igual que Eddie, Agathe, Patrick, Fred, Claudine, Yvonne y los familiares que con ellos sobrevivieron a la masacre que anegó de sangre las bucólicas colinas de su país natal. Todos ellos y las decenas de miles de ruandeses, hutus y tutsis, que aún conforman la engrosada diáspora ruandesa en América del Norte, Europa y Oceanía. Han pasado treinta años de aquel exilio involuntario que les salvó la vida, pero, como reconoce Alice, aquella experiencia dantesca la siguen recordando como si fuera ayer.

¿Quiénes cometen realmente los crímenes que claman al cielo, los crímenes contra la humanidad? ¿A quiénes debemos denominar genocidas, exterminadores, lapidarios? A quienes instruyen desde la seguridad de sus escritorios gubernamentales el desplazamiento forzado de millones de personas, a quienes ordenan disparar indiscriminadamente contra civiles y bombardear de forma artera hospitales, lugares de culto y escuelas o a quienes frente a ese cúmulo de horrores guardan un silencio que es igual de mortífero que todo aquello.

Lo que sucedió en Ruanda hace tres décadas y lo que ocurre estos días en Palestina son situaciones tan distintas y disímiles que cualquier punto de comparación entre una y otra constituiría, desde mi punto de vista, un craso error. Geográfica, cultural, política y socialmente hablamos de dos situaciones diametralmente opuestas y que, sin embargo, guardan una dolosa coincidencia: el ensordecedor silencio de la comunidad internacional.


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