miércoles, 20 de septiembre de 2017

Los santos inocentes (1984): el desalmado rostro de una sociedad

A Valentina in memoriam, santo inocente
de quien nunca lograré desprenderme.
Y a Santiago, de quien tampoco quiero…

En 1984 se estrenó en España una de las películas más sorprendentes, cautivantes y reveladoras de cuantas se hayan proyectado posteriormente en Colombia, país en el cual fue conocida dos años después. Con motivo de un aniversario más de dicho acontecimiento audiovisual, a continuación se intentará desentrañar parte del espíritu de esta obra, dirigida por el español Mario Camus, cuya lucidez, humanismo y tratamiento de la parábola política, referida a un grupo de desheredados de la tierra, difícilmente encuentra un equivalente dentro del panorama cinematográfico contemporáneo; así como tampoco es fácil hallarlo dentro de la relación literatura y cine específicamente en cuanto tiene que ver con la libertad de adaptación, que llega hasta la transgresión, la capacidad para modificar personajes, hechos y situaciones y la destreza en el manejo del lenguaje: hecho que sorprendió positivamente al autor de la novela.
A través del lenguaje, Camus logró transformar el original literario en una pieza fílmica de alto vuelo poético, sin traicionar en ningún momento la idea central del argumento, objetivo de toda buena adaptación. De un denso contenido realista, inmerso en aguas o, peor, en el lodo de la política, sin caer, eso sí, en el manido recurso al mamertismo (el recurso al dogma y al sectarismo, sin atender a razones del interlocutor), calamidad de frecuente uso en ciertas latitudes. Latitudes en las que aún se piensa que cualquier expresión artística debe retribuir los favores políticos y que el cine debe llevar una fuerte carga ideologizante como en los casos del realismo socialista, con su culto a la personalidad, del tendencioso parnellismo, no macartismo, con su negación del ser, y, en el plano nacional, del otrora poderoso yugo peceemelista… del Partido Comunista Marxista Leninista, con su insatisfecho espíritu burgués, de descarado proselitismo. Y no, como tiene que ser para que la intolerancia sea minada, una ideología bien cimentada que, de ningún modo, representa una carga; una ideología sin tintes proselitistas cercana a las relativas verdades del arte y lejana de las absolutistas mentiras del poder: poder que encarnan hombres y mujeres informes y faltos de vida.
La obra del cineasta y guionista español Mario Camus, quien abandonó el derecho para ingresar en la Escuela Oficial de Cine, al diplomarse con la práctica El borracho (1963) se movió en adelante por un evidente e irrefrenable deseo de comunicación popular, bien sea dentro de obras de temática social, sencillas aunque bien contextualizadas (Los farsantes, 1963, su ópera-prima; del mismo año, Young Sánchez), comerciales mas no indignas ni que dejen de cuestionar, así se trate de un spaghetti western (La cólera del viento, 1970), relacionadas con piezas de clásicos como Calderón de la Barca y Lope de Vega (La leyenda del alcalde de Zalamea, 1972) o con la tragedia o el drama (Con el viento solano, 1965, Los pájaros de Baden-Baden, 1975, Los santos inocentes, 1984). Esta última, con base en la novela homónima de Miguel Delibes y con la cual Mario Camus (Santander, 20.IV.1935) se dio a conocer en América Latina de forma más amplia y de paso se mostró en la plenitud de sus conocimientos teóricos, técnicos y de realización, con una mayor dosis de riesgo, valor e imaginación. Sin conceder nada.
Entretanto realizó Muere una mujer (1964) y filmes de encargo, como los musicales Cuando tú no estás (1966), Al ponerse el sol (1967) y Digan lo que digan (1968), para el cantante Raphael, y Esa mujer (1969), para Sara Montiel. Su estilo se definió con Fortunata y Jacinta (1979), sobre la obra de Pérez Galdós, una serie televisiva que supuso su consagración como adaptador de textos literarios. Dentro de este campo realizó con gran éxito La colmena (1982), Oso de Oro en Berlín; Los santos inocentes(1984), por la que los actores Alfredo Landa y Paco Rabal fueron premiados ex aequo en Cannes por la mejor interpretación y el filme recibió el Premio Especial del Jurado ecuménico; y La casa de Bernarda Alba (1987), adaptación del drama de García Lorca. En otras obras su enfoque social tiene un tono más intimista, como en Sombras en una batalla (1993), con Carmen Maura, una veterinaria, y Joaquim de Almeida, su compañero, sobre el terrorismo de ETA, que fue promocionada bajo el lema “el olvido es la única venganza y el único perdón” o Amor propio (1994), que con cada vez mayor certeza y complejidad describen la historia de un regreso. Otras películas suyas: La vieja música (1985), La rusa (1987), sobre la obra de J. L. Cebrián, Después del sueño (1991), Adosados (1996), El color de las nubes (1997), La ciudad de los prodigios(1999), que participó en Mar del Plata ese año, y La playa de los galgos (2002), de nuevo abordando la temática etarra, esta vez con un panadero que busca a su hermano. En 2011, recibió un Goya de Honor por la Academia de Cine Español.
Los santos inocentes es una muestra de cine depurado, libre de manierismos, carga ideologizante y lastres literarios, entendidos estos como yugos retóricos que hubieran podido incidir en la calidad plástica del filme. Partiendo de una novela de “ciento sesenta y seis páginas de letra grande y abierta”, según Miguel Delibes (1920-2010), el cineasta Mario Camus escribió un guión fiel y, no obstante, libre, junto a Antonio Larreta y a Manuel Matji, en el que se eliminaron personajes y escenas que restaban fluidez al relato y cuya asunción hubiera representado un enriquecimiento vital, quizás, pero también, lo que hubiera sido grave, un desequilibrio de la puesta en escena, tanto como un peligroso incremento en la duración del filme: preciso, hasta en su extensión.
Así, Rogelio, el otro hermano de Nieves y de Quirce, no encuentra sitio en el filme, como tampoco lo va a tener Ireneo, el hermano muerto de Azarías y de Régula. Otro episodio que se suprimió en la adaptación y que en el texto tiene su importancia, dada la tradición católica y ante todo el prurito cristiano del general Francisco Franco (1936/75), periodo dentro del que se ubica la historia, fue el del deseo de Nieves por hacer su Primera Comunión: su inclusión, si no inoportuna, pues iría en contravía del nuevo carácter que el cineasta le imprimió al personaje, al menos hubiera forzado a agregar una secuencia con su correspondiente extensión. A estos hechos hay que sumar la capacidad de Camus para aportar sus propias ideas, con el fin de hacer una auténtica re-creación de la obra primigenia: enriquecer el discurso cinematográfico y no, como podría pensarse, traicionar el sentido del referente literario, aunque de hecho, se reitera, llegue a la transgresión; aquí, sin carga peyorativa alguna, toda vez que habla de la habilidad del cineasta para obviar, con inteligencia y sin temor, situaciones que hubieran podido resultar bochornosas para el espectador contemporáneo, entrado ya en un avanzado estadio de laicismo, dadas las lastimosas evidencias y resultados de un credo impuesto, durante más de 40 años, a sangre y fuego, y sin más derecho a la tierra que la que miles de españoles llevaron en las uñas mientras huían de España durante la Guerra Civil (1936-39) hacia distintos puntos de la geografía europea. Situación aberrante, sellada luego con un inaudito e inexplicable Pacto de Silencio entre España y Francia.
En octubre de 2013, los responsables de la asociación Jueces para la democracia criticó al Ejecutivo español, por incumplir la Ley de Memoria Histórica y recordaron que España, con más de 114.000 desaparecidos durante la Guerra Civil es “el segundo país del mundo, tras Camboya, con mayor número de personas víctimas de desapariciones forzadas cuyos restos no han sido recuperados ni identificados” […] “No podemos compartir de ningún el modo el discurso de que la recuperación de la memoria democrática suponga reabrir heridas. Resulta inadmisible que un Estado democrático siga negando a toda la sociedad el derecho a conocer el pasado y la necesidad de establecer un plan de administración programado, sistemático y financiado públicamente que permita con agilidad la localización y la sepultura digna de todas aquellas personas que fueron asesinadas con ocasión del golpe militar de 1936 y la posterior represión franquista”, dice el comunicado. (Natalia Junquera, El País, 9.X.13).
Entonces, a la historia primitiva de Los santos inocentes, tal vez por una interior e imperiosa necesidad de equilibrio, Camus le insertó otra historia de su propia invención: la de Quirce y Nieves redimidos, una réplica a la manifiesta sumisión de Paco El Bajo y de Régula: el primero, con su inocultable comportamiento perruno y la segunda con su recurrencia al vicio verbal-actuante a mandar que pa’eso estamos. Con aquella historia de redención que simboliza la urgencia de justicia y ecuanimidad que tiene el ser humano, el director de La colmena, basada en la obra homónima de Camilo José Cela, el Nobel que nunca debió ser, demostró que, operando sobre una obra literaria de regular extensión, el tema no obliga en exceso al cineasta; al contrario, lo deja en libertad y le permite quitar o añadir de acuerdo con su capacidad de creación e incluso de transgresión: no existen obras sagradas dentro de la literatura que no se puedan adaptar… pues eso no habla de la dificultad del referente sino de la incapacidad del adaptador. Hecho que, por contraste, demuestran adaptaciones como la de La muerte en Venecia, por Luchino Visconti, sobre la obra original de Thomas Mann; la de El lugar sin límites, por Arturo Ripstein, basado en la novela homónima de José Donoso; la de El tambor de hojalata, por Volker Schlöndorff, según la novela de Günter Grass.
Los santos inocentes, la novela, está ambientada en terrenos de un cortijo de Extremadura, en la década de 1960. La familia campesina conformada por Paco y Régula y sus hijos Nieves, Quirce, Rogelio y Charito, La Niña Chica, viven en una humilde casa de barro al servicio de los señores del cortijo trabajando, obedeciendo y recibiendo humillaciones sin rechistar, a riesgo de ser echados sin atenuantes. Su única esperanza es que sus hijos estudien para que puedan abandonar la triste vida que llevan. Charito padece parálisis cerebral y permanece recluida en una cuna. Un día, tras ser expulsado de un cortijo vecino, a la familia se suma el hermano de Régula, Azarías, alegórico nombre que en hebreo significa “fuerza de Dios”. Pero, él sólo usa la suya. Tiene cierto retraso mental y a la vez una conducta instintiva y mecánica. Sus únicas preocupaciones son atender a La Niña Chica y cuidar de su Milana bonita, una grajilla que, a través de la historia, deviene fundamental en la construcción del clímax ulterior. Sin embargo, lo más importante, es que mantiene una vital relación con la Naturaleza, es un marginado involuntario, siente una bondad natural hacia los seres que lo rodean.
Los santos inocentes, la película, narra la historia de una familia campesina española que, tal como ocurre aún, vive subordinada a la clase que domina la tierra, usufructúa los recursos y maneja a su antojo el destino de sus integrantes Paco El Bajo, Régula, el hermano de ésta, Azarías, Quirce y Nieves, hijos de los dos primeros… sin contar el de su tullida hermanita, la ya citada Charito, especie de alegoría de la tragedia que a dicha familia le toca soportar, suerte de metáfora del estatismo existencial que rodea sus vidas, de la incomunicación imperante entre sus miembros y que, a manera de llamado de atención, sólo se ve alterada por los esporádicos y desgarradores lamentos de aquella chiquilla, de aquel santo inocente, que no obedecen propiamente a un caprichoso llamado de atención sino a la imperiosa necesidad de restablecer el equilibrio vital por medio de la justicia poética: una metáfora para contrarrestar los efectos nocivos de la ignominia humana. Para que, por fin, haya una sociedad más justa, menos desigual.
De ahí la atmósfera del filme, en bruma, frío y silencio, que se percibe especialmente cuando la familia se encuentra en la raya, otro símbolo utilizado para determinar las diferencias de clase entre súbditos y patrones, es decir, la sempiterna lucha de clases. Diferencias que los segundos les seguirán haciendo notar a los primeros cuando en un gesto de engañosa nobleza (que más bien representa un insoportable complejo de culpa y una urgente necesidad de expiación), don Pedro le diga a Paco El Bajo que “ya es hora” de que junto a su familia pase a vivir en El Cortijo, lo que en realidad significa fuera de él y así lo señala un portón. En ese espacio de opresión, apenas Quirce y Nieves abrigan el sueño de liberación (el que no puede excluir a Azarías y su coprológica rebeldía pues él encarna la esencia liberadora, actitud que parece desprenderse naturalmente de su nombre), aprendiendo a leer y a escribir y buscándose su propio empleo, lejos de un espacio patronal en el que apenas caben la renuncia y la obediencia, la resignación y el silencio, características de la servidumbre.
A dicha servidumbre Camus contrapone una aristocrática familia española de clara tendencia franquista compuesta básicamente por la señora Marquesa, Myriam (la hija sensible), el mayordomo don Pedro (el cornudo), su casta esposa Purita y el señorito Iván (emblema de la ignominia), quien a hurtadillas o de frente corteja a la anterior. La historia de aquella familia campesina que se debate entre la opresión, la crueldad y la perversión de éstos últimos no encuentra fácilmente, en la historia del cine, un equivalente ni en la ternura mostrada por la primera, ni en la violencia ejercida por los segundos, si se exceptúan los filmes sobre el esclavismo como Mandinga; el racismo, Mississippi en llamas; o la explotación del hombre, De ratones o de hombres, pésimamente retitulada La fuerza bruta. Campesinos y neo-feudalistas representados por personajes penetrantes tanto en su lealtad y solidaridad (recuérdese la resistencia de Régula a que Azarías sea llevado a un centro benéfico), como en su infidelidad e indiferencia: aquí cabe citar el triángulo (no precisamente) amoroso, don Pedro-Purita-señorito Iván, así como la actitud de éste ante los accidentes de Paco El Bajo.
En este punto hay que advertir que aunque el tema o la idea básica de Los santos inocentes sea la explotación del hombre, dicho tema no determina el valor ético del filme pues este es consecuencia lógica de la honesta mirada que Camus lanzó sobre la humanidad de los protagonistas sin hacer juicios de valor, igual que de la soberbia actuación de ellos como de la verosímil recreación de hechos y situaciones, como hasta ahora sólo se había hecho, entre otros pocos filmes, en ese otro fresco bucólico en movimiento llamado El árbol de los zuecos y, más recientemente, en El poblado de cartón, ambos del italiano Ermanno Olmi, o en aquella hermosa parábola sobre a quién pertenece la tierra, titulada El campo, del irlandés Jim Sheridan o en aquella poderosa síntesis sobre la metáfora de las estrellas-hombres conocida como La historia sencilla, del gringo David Lynch, hasta ese momento un retorcido cineasta: una prueba más… y no cualquiera sobre cómo el arte no obedece a intenciones o que entre más escondidas estén mejor será el resultado, y cómo el tema manda sobre el artista y no al revés.
Gracias a tales aspectos, el filme de Camus permitió corroborar que los terratenientes o explotadores no son fantasmas del pasado, que el feudalismo no se acabó en la Edad Media y que, por el contrario, aún es posible asistir a execrables faenas de crueldad humana. No en vano, decía Nietzsche: “La crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad”. A lo que se podría agregar: también, uno de los más recientes. Una de esas execrables faenas en la que si no fuera por el tacto, la mesura y la compasión (padecer con…) que Camus muestra en la narración, aquella atmósfera dominada por la melancolía, la sordidez y las privaciones, resultaría insoportable para el espectador: aunque para no pocos sigue resultando insoportable, quizás por la demasiada verdad que habita el filme, más de la que la gente es capaz de aguantar. Atmósfera que, dicho sea de paso, no es lenta sino grave y ya se sabe que a vuelo de pájaro sólo puede ser abordado lo superfluo; al respecto, decía Schiller: “Hay que detenerse en las cosas con amor”. Y eso hacen Camus y Burmann, el hombre de la cámara, a lo largo del metraje. Descrito desde la perspectiva de cada uno de los miembros de aquel núcleo (con excepción de Régula, personaje estático y no dinámico como los otros y a la que le está dado estar en el centro del hogar, el fogón de la cocina, que tiene una mirada endógena, no exógena como el resto de narradores… y, desde luego, de la niña tullida: un grito sordo de protesta contra la iniquidad del mundo) sobre el que se cierne la injusticia del señorito Iván y de su cíclica ascendencia, Los santos inocentes tiene la forma de la parábola política exenta de vicios panfletarios, el aspecto de la denuncia sin velos maniqueístas y el rostro de la verdad desnuda al margen de posibles manipulaciones.
En ella, a veces el espectador parece recibir las impresiones de la cámara en forma de sensaciones, producidas por luz y sombras, imagen y sonido. Impresiones y sensaciones que parecen, a su vez, desprenderse naturalmente de cada intérprete, escena, secuencia o situación, en especial cuando mediante el recurso del flash back, se cuentan las peripecias de Paco El Bajo y de Azarías, encarnados de manera indeleble por Alfredo Landa (1933-2013) y Francisco Rabal (1926-2001), respectivamente. Rabal, fallecido poco después de filmar ese prodigio de filme sobre la luz y las sombras, privilegio, en este caso, del pintor Francisco de Goya… titulado Goya en Burdeos (1999) y dirigido por Carlos Saura. Paco El Bajo, las proyecta a través de una sorprendente y al parecer hereditaria debilidad, de una eficaz pero lamentable sumisión que pareciera esconder una posible vocación por el maltrato: conviene recordar su desconcertante olfato canino, el que lo convierte casi en un perro que habla y que le permite saber cuándo se acerca Azarías, dónde cayó una paloma, cuándo viene el señorito Iván o cuándo hará buen o mal tiempo. Azarías, quien en sí mismo es un símbolo, las envía en forma de metáforas de defensa, burla y, sobre todo, rebeldía (actitud que se relaciona con la de Quirce y la de Nieves): entonces, orina en sus manos para que “no sangrienten [sic] durante el día” y con ellas mismas despluma a las pitorras, cuenta (mal) las mazorcas y las habichuelas (“1, 2, 3… 8, 12, 43, 44…”) y arrastra a la señorita Myriam hacia los objetos de su amor, a la vez de su desgracia; adicionalmente, defeca en cualquier parte (de la casa señorial) como el animalito que con tanto esmero cuida y del que con tanto dolor tiene que desprenderse, por la deshumanización y el egoísmo del señorito Iván, aquél defensor a ultranza del conservadurismo y de la reacción, de las jerarquías y de las estructuras de poder (y de joder). Aunque, en realidad, Paco y Azarías se encuentran en las antípodas respecto a la arrogancia inexcusable que debe enfrentar el primero y a la insumisión liberadora que decide encarnar el segundo en su trato hacia el señorito y hacia el resto de la camada conservadora y clerófila que representa su familia.
Una familia neo-feudal que ejerce la opresión sobre los que considera sus súbditos, con una naturalidad que aterraría hasta al más bellaco en la que durante cuarenta años fue la nación más atrasada de Europa occidental: un lugar donde campearon a sus anchas el caciquismo, la miseria, el analfabetismo pero no como lastres sino como sucedáneo de lo deseable, de buenas costumbres, en fin, de lo aceptable: lo que jamás se debe cuestionar o si no de inmediato caen los falsificadores de las evidencias para aplicar Justicia, la que vive en un piso adonde la Ley no llega, porque entretanto ha quedado exhausta de contar cadáveres. Una familia conservadora, monarquista, ultra católica, que para ciertos sectores de la derecha y de la extrema derecha, decididos siempre a trasmutar en virtudes las evidencias de la corrupción, no refleja otra cosa que el patético sentir de una mayoría alienada por las recias y castrenses voces de quienes siempre vieron a su país como una hacienda: según datos del documental Morir en Madrid, de Frédéric Rossif, en 1936, es decir, a comienzos de la Guerra Civil, que no se extendió sino para la historia oficial hasta 1939, en España sólo “veinte mil personas eran dueñas de la tierra y había provincias enteras en manos de un solo hombre”. Y eso que no eran sino, más o menos, 501.000 kilómetros cuadrados, “casi como Francia”, en los que quedaron tendidos entre 150 y 200 mil cuerpos de diversos orígenes: españoles, catalanes, vascos, africanos, entre los cuales no pocos “musulmanes” de los 40 mil que pelearon por una guerra ajena, italianos, alemanes, rusos, ingleses e irlandeses, entre ellos, claro, los de las Brigadas Internacionales a los que Dolores Ibárruri, La Pasionaria, les dio las gracias por su participación, como después lo hará George Orwell con Homenaje a Catalunya y Ken Loach con su filme Tierra y Libertad, en el que dejó claro que el enemigo de un grupo político, los anarquistas, casi siempre está por dentro: el POUM o Partido Obrero de Unificación Marxista, trotskista, cuyo más enconado rival era el leninista PSUC o Partido Socialista Unificado de Cataluña. Una familia, en últimas, anclada en la abyección, el vicio, la aberración, que sus aberrados, viciosos y abyectos dirigentes, encabezados por el generalísimo Francisco Franco y por el falangista José Antonio Primo de Rivera, les ayudaron a cimentar sin mucho alarde pero, también, sin el menor cargo de conciencia ni de responsabilidad con la historia.
En conclusión, de no mediar la lucidez, el gusto y la estética de Camus, Los santos inocentes hubiera podido caer en la red de lo que algunos señoritos de la crítica posmoderna llamarían “cine desalmado”… sin detenerse a pensar que desalmado no es el cine ni quienes lo hacen sino el universo a partir del cual se han re-creado filmes como Cabo de miedo, Petróleo sangriento, No es país para viejos y, por supuesto, Los santos inocentes, uno de los episodios de la historia del cine más tiernos y a la vez descarnados y hasta, ¡por qué no!, desalmados: adjetivo que apunta a quienes ejercen la violencia, no a quienes no les queda otro remedio que padecerla. Desalmados como el señorito Iván, aquél tirano que al final encuentra lo que con tanto ahínco inconsciente había buscado, a manos de aquél otro presunto desalmado, Azarías, quien, pese a ser “corto de entendederas” para cierto tipo de cacería, representa el paradigma de la lucidez en medio de tanto odio ciego injustificado e indiferenciado, pero que pasa por un simple y natural comportamiento ancestral, y quien es tan inocente como Paco El Bajo y su familia de toda la violencia física y moral que sus amos les imponen con los guantes de seda de la hipocresía… para tranquilidad de la conforme sociedad restante. Como inocentes son muchos de los lectores de aquellos críticos que escriben desde cómodas poltronas, ajenos a la crueldad, la ignominia y la deshumanización de una sociedad tan próxima como la descrita por Camus en Los santos inocentes. Sociedad de la que dichos críticos no se han percatado quizás porque la espuma en la que se hunden, para estar cómodos, les viene ocultando desde hace tiempo su desalmado rostro…
FICHA TÉCNICA: 
Título original: Los santos inocentes. País: España. Año: 1984; Color; 107 min. G: Mario Camus, Antonio Larreta, Manuel Matji. D: Mario Camus. F: Hans Burmann. Mús.: Antón García Abril. I: Paco El Bajo (Alfredo Landa); Régula (Terele Pávez); Azarías (Francisco Paco Rabal); señorito Iván (Juan Diego); Purita (Ágata Lys); don Pedro (Agustín González). P: Julián Mateos, en colaboración con TVE. Distribución local: Cine Colombia.
Nota:  El ensayo sobre Los santos inocentes corresponde al segundo capítulo del libro Cine & Literatura: el matrimonio de la posible convivencia (U. Los Libertadores, 2104, Bogotá).

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. 


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