lunes, 4 de noviembre de 2024

CTXT. No hay derechos culturales sin justicia social, de Santiago Eraso Beloki

Santiago Eraso Beloki 4/09/2024

 A propósito del acceso y democratización de la cultura

La biblioteca de Babel.


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Desde que a mediados de los años setenta fui responsable de la biblioteca pública municipal de mi pueblo, Tolosa, y unos años después primer director de la Casa de Cultura, hasta la reciente presentación del Plan de Derechos Culturales, promovido por el actual Ministerio de Cultura, la cuestión del acceso y democratización de la cultura es el tema y la preocupación más recurrente entre las personas que nos dedicamos a la gestión cultural.

Es cierto que se ha avanzado mucho en la ampliación de derechos, pero seguimos constatando que aún falta mucho por hacer. ¿Por qué, a pesar de todos los esfuerzos institucionales, planes estratégicos, congresos, laboratorios, etc., hay tanta gente que se queda al margen de lo que entendemos por cultura? ¿No será que cuando afirmamos el derecho a la cultura, con demasiada frecuencia, olvidamos enunciarlo junto a la exigencia de otras políticas económicas que amplíen la justicia social? ¿No será que seguimos pensando esos derechos como si el sistema cultural fuera autónomo e inmune a la economía capitalista en la que se inscribe y desdeñamos que reproduce los mismos mecanismos de desigualdad y genera las mismas lógicas de segregación y exclusión, incluidas las propiamente culturales?

Las instituciones culturales –sean las que sean en su extensa diversidad y condición económica– no son entidades separadas de la vida, más bien son campos dialécticos donde se dirimen formas opuestas de concebirla. Aunque cierto idealismo nos haga pensar lo contrario, no están aisladas de la realidad, de su dinamismo y composición social, sus problemas humanos, tensiones políticas y encrucijadas culturales. Si la pretensión es ensanchar los derechos culturales, abrir más las instituciones, hacerlas más permeables, escuchar mejor todo lo que las circunda, deberíamos aceptar, de partida, la condición expuesta de cualquier experiencia cultural y asumir que siempre están afectadas por el contexto social y económico en las que se inscriben para, de ese modo, poder aplicar políticas de redistribución más justas y equitativas.

Soy consciente de que ni el Ministerio de Cultura, ni los departamentos culturales de las comunidades autónomas o de los ayuntamientos, y mucho menos las instituciones culturales que de ellos dependen, tienen potestad para modificar el sistema económico y aplicar otras políticas de redistribución de las rentas del capital y del trabajo o derogar la ley de extranjería –por poner dos ejemplos de discriminación social. Sin embargo, sí tienen responsabilidad a la hora de exigir a los gobiernos correspondientes otras políticas que puedan atenuar las dificultades que numerosas personas tienen para participar o ser activas en la “vida cultural”, por lo menos como la entendemos desde las convenciones del sistema (dicho sea de paso, la diversidad de formas culturales existe más allá de las instituciones y se manifiestan a través de sus propias dinámicas, muchas veces alejadas o, al margen, de las propuestas hegemónicas).

Políticas que, como está tratando de implementar con muchas dificultades el actual Gobierno, impliquen contratos dignos y salarios justos, cumplimiento de las leyes vigentes sobre duración de las jornadas laborales, reducción del tiempo de trabajo, ampliación de rentas sociales (mejora de las pensiones y del ingreso mínimo vital o, yendo más allá, la puesta en marcha de la renta básica universal), para poder reducir la pobreza, mejorar las condiciones de vida y, de ese modo, ensanchar las potencias de la subjetividad creativa. Políticas económicas que, del mismo modo, acompañen a políticas fiscales que deberían favorecer a los más débiles de la cadena productiva y exigir más a los que más acumulan o concentran capital y recursos.

Me refiero a políticas que defiendan a los sectores más frágiles y desprotegidos del tejido social y creativo. Políticas que incentiven más las iniciativas pequeñas y distribuidas en el territorio, con el apoyo a asociaciones, cooperativas, colectivos o pequeñas empresas, eventos y festivales, etc. y menos a los macro eventos centralizados. Alguna vez he comentado que más valen diez mil actividades para cien o mil personas que cien macro eventos para cien mil.

Por tanto, el derecho a la cultura no debería enunciarse únicamente desde el giro lingüístico de los cuidados, tan nombrados y, paradójicamente, tan maltratados; o desde del discurso ambientalista o el decolonial que, muy a menudo, terminan siendo modas formales despolitizadas, novedades políticamente correctas que se convierten en obsoletas antes de que afecten a las estructuras funcionales de las instituciones, sino desde la intención de trabajar con un compartido sentido ecológico y una justa economía de medios, mejor distribuida en relación con los presupuestos, las necesidades de personal y con adaptación saludable a calendarios sostenibles. Es decir, a través del equilibrio sensato entre temporalidades laborales y programaciones asumibles, desde la acción, sí, pero con prudencia y capacidad para confrontar este tiempo de excesos actual, de productivismo acelerado que está generando en el mundo tanta precariedad, ansiedad, medicalización e inseguridad social.

Sabemos que además de la capacidad económica, de la disponibilidad de tiempo o de una actitud proactiva, hay más barreras de las que pensamos para acceder a las instituciones y, muchas más, para involucrarse en ellas y participar en su constitución. Entre ellas, como se menciona en La cultura no es una autopista. Los museos podrían ser jardines. Toma de decisiones y distribución en el ámbito de la producción artística y cultural –recopilación de textos coordinada por Lucía Egaña Rojas y Giuliana Racco–, se podrían citar el tipo de programación, la “calidad artística”, las políticas institucionales sobre integración, capacitismo, inclusión/exclusión y diversidad o las que tienen que ver con las condiciones sociales y laborales de trabajadores y usuarios, la aplicación de determinadas normativas restrictivas de acceso, la falta de trasparencia en la gestión de recursos, los excesos de los procedimientos administrativos, etc. En la medida que sus márgenes de maniobra lo permitiesen, las instituciones públicas, en lugar de ser continuadoras de las macropolíticas segregadoras, deberían actuar como modelos ejemplarizantes de otros modos de hacer.

Asumir una condición política democrática, social, feminista, ecologista, decolonial y antirracista, más allá de gestos estéticos, supone tomarse en serio las complejas formas de coexistencia entre lo geofísico (el cambio climático), lo económico (la distribución justa de las rentas del capital y el trabajo), lo cultural (la diversidad y la pluralidad democrática), a la vez que confrontamos con otras políticas las formas de producción depredadoras que, al servirse de nuestras vidas para explotarlas y acumular riqueza, ha generado el capitalismo.

Por otro lado, parafraseando a Laura Quintana en Espacios afectivos. Instituciones, conflicto, emancipación, para imaginar procesos de transformación también es importante saber desde dónde, con quién se habla; y desde esa condición escuchar a la comunidad social hablante en la que se inscribe para fomentar la participación, y sobre todo ser consciente de las formas de poder y los mecanismos de control institucional que se ejerce y que por tanto determinan y condicionan los saberes, los discursos y los regímenes sensoriales que produce.

Más allá de desarrollar herramientas para extender los derechos culturales de la forma más democrática posible –dice Quintana–, el trabajo de mediación conlleva dejarnos interpelar mucho más por voces, visiones, lógicas sociales y prácticas culturales que han sido marginalizadas, incluso despreciadas, por las formas dominantes de producción de conocimiento; dejarnos alterar por vidas, experiencias, lenguajes, narrativas que nos abran posibilidades sensibles aún no materializadas, aunque sean intempestivas y nos revuelvan las cómodas convenciones que, casi siempre, descartan la emergencia de lo impensado, de lo que puede surgir justamente como inédito o que está orgullosamente presente, pero que el paternalismo (patriotismo) cultural o ciertas concepciones de la identidad patrimonial eluden.

Jazmín Beirak, actual directora general de Derechos Culturales, ha afirmado en reiteradas ocasiones, por ejemplo en su libro Cultura ingobernable, que uno de los grandes retos de la política cultural es cambiar la perspectiva y los objetivos para hacer partícipe a la ciudadanía de las actuaciones que les interpelan directamente. Existe –dice– una brecha entre las personas que conforman el mundo de la cultura y quienes no, una sensación de que los asuntos de la cultura solo tienen que ver con quienes trabajan directamente en él. En ese sentido, Beriak cree que el problema de fondo es cómo se entiende la cultura en la sociedad, ya que habitualmente no se la considera igual de importante que la sanidad, la educación o el trabajo. Desde mi punto de vista, la transversalidad social de la que tantas veces habla la directora de Derechos Culturales solo se podrá conseguir si, para empezar, frenamos entre todas la tendencia a la privatización de los sectores públicos que son los que garantizan la distribución de la justicia social y posibilitan el desarrollo de la sensibilidad individual y las prácticas colectivas en comunidades, sean las que sean y estén donde estén.

Sigo convencido de que aún podemos optar por políticas que incentiven procesos participativos continuos de formación o entretenimiento a lo largo de toda la vida. Mediaciones afectivas capaces de integrar la creciente diversidad ciudadana, de clase, de cultura, de religión, de género, de lengua, entendiéndola como una oportunidad y no como una amenaza. Sigo pensando, a pesar de ser un pesimista con esperanza como dice Terry Eagleton, que podemos llevar a cabo esa labor desde la raíz y no meramente de manera formal o estética, como es habitual. Un modelo de política cultural, heredero de esa idea ilustrada de la cultura como derecho, pero revisitado desde una concepción radical como lo plantea Marina Garcés en Nueva ilustración radical, donde nos indica que al mismo tiempo deberíamos activar nuestra moderación del deseo porque imaginar es asimismo poder hacer presente lo ausente, lo que ya ha sido (con cuidar mucho más lo que ya existe, bastante habríamos avanzado), lo que no ha podido ser, lo que podría ser de otro modo o lo que quizá algún día será. No hay imaginación –añade Garcés– sin educación, sin trabajo y sin relación con los lenguajes, las imágenes, las percepciones y los límites culturales de cada época y contexto social; transformar escuchando, pero hacerlo con sentido común para poder detenerse en el momento justo porque si no ponemos límites a la producción en esta fábrica global de la innovación en la que pretenden embarcarnos los delirios camino de Marte, la creatividad y la imaginación crítica quedan bloqueadas por la ansiedad programática.

Remedios Zafra, a la que precisamente estos días han homenajeado en su pueblo natal Zuheros, poniéndole su nombre a la Casa de la Cultura, al final de su libro El bucle invisible, habla también de imaginar las necesidades de un futuro, pero interrumpiendo el bucle que nos ata a las formas de vida mediadas por el capitalismo veloz en el que vivimos, unas mucho peor que otras. Descuidar el futuro, es descuidar el nosotros, dice. Y si estamos hablando de imaginación del trabajo futuro no es posible separarlo del contexto socioeconómico. Ante el bucle que anticipa al del sur como emigrante, al del distrito periférico como pobre, al enfermo como inútil, a la mujer solo como madre o al inconforme como infeliz, precisamos –subraya– más reflexión pausada, más investigación y ciencia, siempre educación y cultura; más pausa para comprendernos y menos poderes económicos sobrepuestos al poder ciudadano. O como nos dice en su último libro El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática “[…] desde al amor que nos llevó a nuestros trabajos (investigar, crear, escribir, enseñar, etc.) y la necesidad de salvarlos”. ¡Qué así sea!

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