Un blog que nace ante el intento por parte de algunos medios de desprestigiar el movimiento 15M ubicándolo en el marco anarcoperroflauta exclusivamente, ignorando a los miles de ciudadanos que toman las calles pidiendo libertad y justicia
martes, 2 de enero de 2018
Déjense de hostias: El enemigo se llama capitalismo salvaje, de Pedro Luis Angosto
Estaba
escribiendo un atículo similar y mira por dónde, Pedro Luis Angosto, ya
lo ha hecho y mucho mejor que yo. No te lo pierdas!
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Por primera vez en siglo y medio, capitalismo no tiene enemigos de
consideración y ha emprendido su marcha triunfal. Nada importa que la
mayoría de la población mundial viva en condiciones incompatibles con
los más elementales Derechos Humanos
Marx y Engels describieron a la perfección los modos de producción
que habían existido hasta su tiempo, creando un modelo de análisis del
pasado y de la realidad que, pese a lo que digan los complacientes,
sigue siendo válido para la mayoría de las disciplinas relacionadas con
las ciencias sociales. Sin embargo, fallaron en sus predicciones ya que
el modo de producción socialista todavía no ha llegado ni, de momento,
se le espera. De un modo u otro, todos los modos de producción conocidos
hasta hoy por el hombre, son la variante de uno solo, el capitalismo,
sistema que tras la caída de la URSS y el debilitamiento de los partidos
y sindicatos de clase, lejos de debilitarse, está recuperando la salud
perdida tras el final de la Segunda Guerra Mundial. El objetivo del
capitalismo, por mucho que hayan insistido sus turiferarios desde Adam
Smith a Milton Friedman, no es el bienestar de los individuos dentro de
una sociedad equilibrada, sino la maximización del beneficio por parte
de unos pocos a costa no sólo de explotar a la mayoría, sino de
destrozar la Naturaleza. Ningún código moral ni ético rige en su
desenvolvimiento, ninguna norma legal puede cercenar su desarrollo,
ningún drama humano disminuirlo. Sin embargo hay cosas que desde la
noche de los tiempos han molestado sobremanera a ese modo de producción
que hoy, desmadrado, amenaza no sólo la vida digna de los hombres, sino
también la supervivencia de millones de especies y del propio medio que
nos alimenta y sostiene: La democracia, el sufragio universal consciente
y la unión de los hombres por encima de familias, países y continentes
en defensa del derecho de todos a la felicidad.
Por primera vez en siglo y medio, capitalismo no tiene enemigos de
consideración y ha emprendido su marcha triunfal. Nada importa que la
mayoría de la población mundial viva en condiciones incompatibles con
los más elementales Derechos Humanos, nada que esos derechos que tanto
costaron conseguir, estén desapareciendo a velocidad de vértigo en
aquellos países que se los arrebataron a fuerza de luchar contra la
represión, nada que la guerra contra el pobre o el diferente siga
costando cada año la vida de millones de personas, nada que el Planeta
esté soportando un estrés de tal calibre que hasta el clima y la
vegetación hayan cambiado sus reglas de forma drástica y nada favorable
para la vida, el capitalismo, en su grado más alto conocido de
desarrollo, cumple a la perfección con sus objetivos, que no son otros
que la conquista del poder global por una minoría que acumula riquezas
sin parar, incluso en tiempos de crisis, a costa del sufrimiento y la
necesidad de la inmensa mayoría.
Con frecuencia nos horrorizamos al ver las imágenes que sin querer o
queriendo nos muestran los medios de comunicación. Decimos que es
injusto, que es una salvajada, que algo no funciona. Y no es verdad, ni
nuestro estupor ni la ineficiencia de un sistema que se basa en la
explotación del hombre por el hombre, la injusticia, el saqueo y el
agio. Cuando vemos a cientos de miles de personas que abandonan sus
casas bombardeadas y se atreven a cruzar el Mediterráneo o el río Grande
desesperados por la infelicidad, sólo estamos comprobando la diabólica
dinámica de un sistema para el que –como decía Orson Welles a Joseph
Cotten en lo alto de la noria del Prater- los hombres son como hormigas;
cuando vemos que el tratamiento para enfermedades como la hepatitis C,
la esclerosis o el cáncer rebasa con mucho lo que una persona puede
ganar trabajando de sol a sol toda su vida, sólo nos cercioramos –o
debiéramos- de que ni la enfermedad ni el dolor insoportable están al
margen de la codicia insaciable de los devoradores de hombres; cuando
intentamos librarnos de una compañía telefónica, eléctrica o gasista
–perdón por el ejemplo que podría ser menudo ante los otros, pero que
por su cotidianidad no lo es- que abusa y nos contesta un robot
musicalizado que nos envía una y otra vez al infierno como si hubiésemos
sido condenados como Sísifo a estar permanentemente atados a ellas,
sólo sufrimos las inclemencias de un sistema que se ha cimentado sobre
el privilegio; cuando observamos desde las entrañas de nuestra casa,
pegados al televisor monocorde y desinformador, que los bancos causantes
de la crisis han recibido miles de millones de dólares y euros mientras
que sus víctimas son expulsadas de las casas que fueron pagando
mientras tenían trabajo, cuando nos enteramos de que el veinte por
ciento de los niños de países como España, incluso Cataluña, pasan
hambre o malnutrición, cuando se desecha a los hombres por ser jóvenes e
inexperto o por tener más de cincuenta años y una dilatada experiencia,
cuando padecemos la insoportable gravedad idiotizante que a diario
emiten, como droga de imposible metabolización, todos los canales de
televisión, cuando sufrimos la privatización de la Escuela, el Hospital,
la Pensión o el Agua, cuando oímos hablar a Mariano Rajoy, sólo
constatamos que nuestro silencio complaciente es el mayor y mejor aliado
de un modo de producción que a largo plazo condena al hombre a la
extinción y a corto a la desgracia.
Desde la caída de la URSS –sobre el papel había alguien a quien
temer-, el aburguesamiento de partidos, sindicatos e individuos y la
aparición de la globalización, países, regiones y personas creyeron que
sólo las salidas singulares eran eficaces para conseguir un mínimo de
felicidad y bienestar. Los países ricos reclamaron para sí su riqueza
negándose a compartir un mínimo de ella con aquellos otros que por su
situación geográfica, su historia o su suerte no lograban escapar de la
pobreza; por su lado, los territorios más prósperos dentro de un mismo
Estado, exigieron su emancipación de todos aquellos que no habían
logrado el éxito y gozaban de las ventajas de la miseria, y los
individuos triunfadores o asimilados, demandaron la supresión de la
prorporcionalidad y progresividad del IRPF, porque lo que yo gano es
para mí, porque yo lo valgo, porque yo no mantengo a vagos. Ante ese
panorama, el capitalismo, que nunca gustó de uniones de intereses por
abajo, se frotó las manos y se dispuso a pisar el acelerador de la
desigualdad en ese inmenso reino de taifas en que se ha convertido,
también por abajo, la aldea global.
La tendencia a la igualdad -que no quiere decir que todos ganemos lo
mismo ni que haya que vestir del mismo modo, ni mucho menos, pero sí que
gocemos de iguales Derechos- crea a la larga Estados e individuos
solidarios, tolerantes y benéficos; por el contrario, las salidas
individuales llevan a la desigualdad, que es el caldo de cultivo más
propicio al desarrollo exacerbado del capitalismo. Hoy, cuando las
uniones por abajo han sido dinamitadas, cuando algunos mueren de éxito y
otros de puta necesidad, cuando aceptamos como normales, la
explotación, la miseria, el dolor y la represión siempre que afecten a
otros, cuando callamos ante la injusticia, cuando nos negamos a ir del
brazo con el otro, cuando pensamos que cabe la posibilidad de
convertirnos en suizos sin saber que Suiza sólo hay una, no más somos
una pieza más en el engranaje destructivo que alimenta a nuestro peor
enemigo: El capitalismo salvaje.
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