miércoles, 1 de noviembre de 2023

CTXT. El poder del Estado-símbolo de Israel. de Karima Ziali

Karima Ziali 19/10/2023 

Israel se conforma sobre un sufrimiento histórico instalado con firmeza en el imaginario colectivo. También lo utiliza como medio de colonización, expansión y exterminio del gran Otro

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David Ben Gurión proclama el Estado de Israel en 1948. / Wikimedia Commons


Hace 23 años Mahmud Darwish concedía una entrevista en El País.  Luz Gómez recordaba al poeta una afirmación que David Grossman había hecho, en ese mismo medio unos días antes, sobre el Estado de Israel. Para Grossman, Israel como Estado era más que nada un símbolo y como tal no puede actuar como “Estado verdadero”. Tampoco le permite esa condición de símbolo llegar a acuerdos con Palestina. “¿No son demasiadas metáforas?” planteaba Gómez. La respuesta de Darwish es excepcional. “Ver al Estado de Israel como un símbolo –no sé de qué, la verdad– es intentar liberarle de su responsabilidad como Estado y de su sometimiento a la legalidad internacional. Un símbolo no está obligado a negociar ni a rendir cuentas. Pero un símbolo, y esto es definitivo, tampoco se arma con misiles, tanques y cabezas nucleares. (…) Los países necesitan símbolos, por supuesto. Pero transformar el Estado en el símbolo mismo no es más que una artimaña para presentarlo como un fenómeno ahistórico”. Es difícil no asumir la reflexión de Darwish como válida y legítima. Sin embargo, lo que trata de decir Grossman obedece a un principio de verdad indiscutible cuyas consecuencias (entre otras muchas) alcanzan la magnitud que estamos presenciando desde el 7 de octubre.

El Estado como símbolo es fruto de un imaginario colectivo, cuyo vínculo puede ser más o menos sólido en función de la fuerza que ejercen otros imaginarios sobre este. Para establecerse como símbolo, un Estado debe rebuscarse en la Historia, (re)construirse una narrativa, hallar una forma de representación genuina, revestirse del halo sagrado-místico que siempre puede poner en duda los relatos del Otro. Un Estado-símbolo es un edificio a veces frágil, pero que logra mantenerse en pie por las fuerzas y presiones que operan sobre él desde múltiples direcciones. Creo que Grossman acertó cuando definió al Estado de Israel como símbolo: su tenacidad le viene dada porque ha encontrado un espacio en el imaginario colectivo donde instalarse de forma firme e inquebrantable. Lo ha hecho como símbolo que obedece a un significado mayor, más elevado, transhumano. Israel, como Estado-símbolo, es origen y destino de la humanidad.

La teoría según la cual el origen de la humanidad debemos situarlo en el cuerno de África no opera con la fuerza categórica de los símbolos. No la tiene por mucho que los datos científicos hayan avalado esta tesis. Sin embargo, esto es lo que ha logrado adoptar Israel, interpretarse a sí mismo como Estado legítimo por su simbolismo de pueblo original de la humanidad. Esta legitimidad le viene dada por una historicidad que va desde el primer exilio forzado del Reino de Israel (hacia el siglo VIII a. C.), pasando por las múltiples persecuciones y expulsiones –que alcanzaron el punto álgido a finales del siglo XV–, hasta la Shoah que conmocionó por la brutal realidad que revelaba. En suma, Israel se conforma sobre la perpetuación de un dolor, un martirio, un sufrimiento histórico que se acepta como principio simbólico para definirse como Estado, reflejo coherente de un pueblo elegido, cuya prueba irrefutable de su elección reside en su persecución esencial. Esta trayectoria místico-divina del martirio se encuentra entre los fundamentos mismos de la existencia de Israel hoy día.

Esta experiencia mística a partir de la cual Israel se define como Estado-símbolo está muy cerca de lo que Mircea Eliade denominaba hierofanía: la manifestación de lo sagrado en el mundo. Sin embargo, esta lectura simbólica que podría ser –y de hecho lo es entre ciertos colectivos e individualidades– una forma de conmemorar la historia de un pueblo, ha logrado tejer la trama de una política expansionista y vengadora. El martirio histórico y místico-religioso ha actuado como punto de partida de una colonización que se ha reinterpretado como reinstauración de un Estado, y por ello como sello de una herida histórica. Pero el simbolismo del martirio es incompleto, e incluso fallido, si no existe una otredad enemiga, identificable y localizable. El Estado-símbolo para sobrevivir necesita de un oponente causal, un símbolo antitético al martirio, que le permita erigirse y actualizarse como símbolo de víctima histórica. En otras palabras, el Estado de Israel necesita más que nunca del odio de Palestina para su existencia. La diferencia radical se convierte en una necesidad ontológica: existir debido y gracias a la rabia y la desolación del Otro.

La cuestión no estriba en que un Estado se defina, se erija o incluso exista sobre cierta simbología, al fin y al cabo, los símbolos, como imágenes colectivas, aglutinan nuestro sentir y lo convierten en algo corpóreo y vivo. Más bien, lo que nos confronta con el Estado de Israel, tal y como observa Darwish, es el uso de esta simbología, es la forma de incorporar este imaginario colectivo para que pueda convertirse en medio de colonización, expansión y exterminio hacia el gran Otro.

Esto por supuesto no es exclusivo de Israel, a pesar de la sistematicidad con la que lleva a cabo sus acciones. Ante la fácil ecuación “Israel equivale al mal”, es indispensable que entendamos que los mecanismos simbólicos están al servicio de un proyecto mucho más amplio donde las categorías de bien y mal difícilmente funcionan. Y las movilizaciones públicas de estos días son una prueba de esto. Un caso complejo es el de Marruecos, con una población que me atrevería a decir que es, sin fisuras, pro-Palestina en su gran mayoría. En la última manifestación en Rabat se ha quemado una bandera israelí. Todo un ejemplo de cómo a través de los actos simbólicos somos capaces de exorcizar nuestros sentimientos de dolor. La bandera, es decir, Israel, es quemada hasta su desaparición. El deseo hecho fuego. El Estado hecho cenizas. 

Esta nitidez con la que se lee la bondad de unos y la maldad de otros, la claridad con la que la población es capaz de verificar su posicionamiento simbólico y tácito, difícilmente puede extrapolarse al propio relato simbólico que en Marruecos se ha hecho sobre el Sáhara. Aquí no hay espacio para la incoherencia, sino la utilidad que tiene el relato simbólico para unos y no para otros. Que el presidente de China haya tildado de atrocidad lo que está ocurriendo en Palestina y haya solicitado a Israel el cese de la violencia, no significa que vaya a reconsiderar si la persecución y los asesinatos sistemáticos de la población uigur debe ser definida como genocidio (...)

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