sábado, 30 de julio de 2016

Mitos y realidades de una guerra anunciada

 80 años de la Guerra Civil. Refrescando la memoria 


El asesinato de José Calvo Sotelo fue esgrimido por los sublevados como la causa que les empujó a la rebelión. La documentación demuestran que el golpe de Estado había comenzado a planificarse meses antes


Los últimos estudios sobre la represión en ambas zonas establecen unos datos esclarecedores: 50.000 asesinados extrajudicialmente por el bando republicano y unos 150.000 por el bando franquista

* Carlos Hernández | eldiario.es 17.7.16


Ochenta años después del inicio del golpe de Estado que provocó la guerra, parte de la sociedad española sigue desconociendo la verdad de este negro pero crucial capítulo de nuestra historia. Durante cuatro décadas, la dictadura franquista se encargó de adulterar la realidad de lo ocurrido para satanizar a la República y glorificar el papel jugado por ellos mismos, los golpistas.
Los historiadores franquistas y sus herederos justifican la sublevación militar por la “insostenible” situación de caos, anticlericalismo y violencia que, según ellos, se sufrió durante el periodo republicano. Los hechos y los datos demuestran, sin embargo, que una buena parte de la derecha española juró acabar con la República el mismo día en que fue proclamada y comenzó a conspirar contra ella desde aquel 14 de abril de 1931. Las razones de esta animadversión se resumen en dos: poder y dinero.
El nuevo régimen amenazaba el histórico statu quo de los estamentos que habían dirigido nuestro país durante siglos: la oligarquía económica, los terratenientes, el Ejército y la Iglesia católica. La República se planteaba, entre otros objetivos, una ambiciosa reforma agraria que acabara con la situación de miseria que sufrían más de dos millones de jornaleros sin tierra; una reforma militar para democratizar el ejército y extirparle su ADN golpista; una reforma religiosa que terminara con los privilegios de la Iglesia y le arrebatara el control de la educación; una descentralización del poder que, según se decía en la Constitución de 1931, garantizaba la integridad del Estado “compatible con la Autonomía de los Municipios y las Regiones”.
A todo ello hay que sumar otra afrenta global contra el amo y señor de la España tradicional: el hombre. En solo dos años la República equiparó a la mujer en derechos y libertades concediéndole el derecho al voto antes que otras naciones europeas como Francia o Grecia.
La tormenta ideológica perfecta
La España de los años 30 reflejaba la tensa situación política que se vivía en toda Europa. El auge del fascismo coincidía con el extremismo revolucionario de los grupos anarquistas y de los movimientos comunistas que miraban con admiración hacia la Unión Soviética de Stalin. Las revueltas obreras y los actos de violencia eran frecuentes en todo el continente. En la España republicana hubo sucesos especialmente graves como la matanza de Casas Viejas o el levantamiento revolucionario de 1934.
Hechos que se saldaron con centenares de muertos y que fueron originados por la constante lucha entre quienes deseaban acelerar las reformas y aquellos que trataban de frenarlas a toda costa. La derecha que acabaría sublevándose contra la República contribuyó decisivamente a generar ese clima de tensión y violencia ejerciendo de pirómano para después presentarse como el bombero salvador. Sus líderes políticos trataron constantemente de minar la credibilidad del régimen; sus militares conspiraron en la sombra, protagonizaron varias intentonas golpistas y ejercieron la represión con especial virulencia, tal y como hizo el propio Franco para sofocar la revolución en Asturias; sus matones de la Falange sembraron el terror y provocaron la reacción violenta de sus adversarios; hasta sus terratenientes ejercieron de saboteadores profesionales dejando que sus latifundios quedaran inertes en lugar de permitir que fueran explotados por los hambrientos pero combativos jornaleros: “No queríais República, pues ahora comed República”, espetaban los grandes propietarios a los agricultores sin tierra.
La izquierda por su parte se desangraba fruto de sus peleas internas y se debatía entre la lealtad al nuevo régimen y el deseo de sobrepasarlo, instaurando sistemas revolucionarios inspirados en ideales libertarios o comunistas. Numerosos anarquistas, socialistas y comunistas no veían la República como un fin, sino como un instrumento provisional para conseguir objetivos políticos más ambiciosos.
Los preparativos y el detonante
El asesinato de José Calvo Sotelo fue esgrimido por los sublevados como la causa que les empujó a la rebelión. La documentación hallada y el testimonio de numerosos protagonistas demuestran que el golpe de Estado había comenzado a planificarse meses antes de la violenta muerte del político monárquico. De hecho, el propio Calvo Sotelo y Gil Robles, líder de la mayoría parlamentaria de derechas, participaban activamente en la conspiración para recuperar por la fuerza el poder que habían perdido en las urnas.
Tras años de preparativos e intentonas fallidas, el detonante final no fue otro que el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.
Un golpe de Estado “rápido y limpio”
El capitán de aviación Virgilio Leret fue, probablemente, la primera víctima de la rebelión militar. El 17 de julio trató de hacer frente en Melilla a la sublevación que se había iniciado en Canarias y en las colonias del norte de África. Leret fue capturado y fusilado esa misma noche por los rebeldes. Al día siguiente la rebelión se extendió a la Península.
El golpe de Estado estaba liderado por un grupo de generales encabezados por José Sanjurjo y contaba con el apoyo de los partidos de la derecha parlamentaria, sectores monárquicos, financieros y empresariales, movimientos fascistas como la Falange y el respaldo directo de Hitler y Mussolini. Los rebeldes planeaban hacerse con el control del país en poco más de 72 horas. No contaban con que una parte del Ejército iba a mantener su juramento de lealtad al Gobierno legítimo de la República, ni preveía que los obreros y agricultores iban a lanzarse a las calles de ciudades y pueblos para defender la democracia con las armas en la mano.
“Cueste lo que cueste”
Tras la oportuna muerte de Sanjurjo en un accidente de aviación el 20 de julio, Franco comenzó a perfilarse como líder de los rebeldes. A esas alturas ya no había dudas de que el golpe había fracasado y que el nuevo escenario era una guerra de dimensiones catastróficas. Un panorama que no desanimaba al nuevo jefe de los sublevados.
El 27 de julio el corresponsal británico del News Chronicle, Jay Allen, relataba su entrevista con Franco en Tetuán: “A mi pregunta ¿ahora que el golpe ha fracasado en sus objetivos, por cuánto tiempo seguirá la matanza?”, contestó tranquilamente: “No habrá compromiso ni tregua, seguiré preparando mi avance hacia Madrid. Avanzaré —gritó—, tomaré la capital. Salvaré España del marxismo, cueste lo que cueste” (…). “¿Eso significa que tendrá que matar a la mitad de España?”. El general Franco sacudió la cabeza con sonrisa escéptica, pero dijo: “Repito, cueste lo que cueste”.
La decisiva “no intervención”
“Las democracias europeas dejaron caer la República. Por un lado creían que así apaciguarían a Hitler; pero por otro le tenían más miedo a la revolución social republicana que a un posible gobierno autoritario y fascista. Por eso el pacto de no intervención fue, en realidad, una intervención en toda regla para facilitar la victoria de Franco”.
Así de contundente se muestra el hispanista de la Universidad de Pau, Jean Ortiz. Los hechos le dan la razón. Además de la ayuda prestada en la preparación del golpe de Estado, Alemania e Italia comenzaron a enviar aviones, material de guerra y asesores militares al bando franquista desde el inicio del golpe. Francia y el Reino Unido contestaron promoviendo un acuerdo de “no intervención” que acabó convirtiéndose en una farsa. 27 naciones europeas se sumaron a él, entre ellos Italia, Alemania y Portugal que no dejaron de violarlo sistemática y descaradamente durante los tres años que duró la guerra.
Ya los corresponsales extranjeros que cubrieron el conflicto bélico coincidieron en señalar en sus crónicas que Franco jamás habría podido ganar la guerra sin el respaldo militar de Hitler y Mussolini. Enfrente, la única ayuda exterior que recibió la República fue la de miles de voluntarios poco preparados que formaron las Brigadas Internacionales y el apoyo más sustancial, pero infinitamente menor que el que aportaron Alemania e Italia al bando franquista, que le brindó la Unión Soviética.
Víctimas de guerra y de la represión
Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre las víctimas que provocó la guerra. La cifra que más puede acercarse a la realidad es la que aportan investigadores como Paul Preston: 300.000 muertos en los frentes de batalla y 200.000 víctimas de la represión en ambos bandos. Preston no se atreve a aventurar una cifra de civiles fallecidos en bombardeos y combates.
Los últimos estudios sobre la represión en ambas zonas establecen unos datos esclarecedores: 50.000 asesinados extrajudicialmente por el bando republicano y unos 150.000 por el bando franquista. La represión en la zona republicana se produjo mayoritariamente durante 1936, provocada por el caos inicial generado por el golpe, por la entrega de armas a la población civil y, por extensión, a grupos extremistas y por la ausencia de un mando único capaz de hacer cumplir la ley.
Fue en estos meses cuando también se produjo la mayor parte de los asesinatos de religiosos y de la destrucción de templos como injustificable respuesta al inmediato apoyo que la Iglesia brindó a los sublevados. Esta situación fue poco a poco controlada y las autoridades republicanas no solo lucharon contra cualquier exceso cometido por sus tropas, sino que llegaron a juzgar a algunos de los responsables de los mismos.
Por contra, el bando franquista utilizó el terror como arma de guerra. El asesinato, la violación de mujeres, las torturas eran parte de la estrategia diseñada por sus líderes para eliminar y, de paso, doblegar al enemigo. Los alcaldes, concejales, diputados, maestros y militantes de las organizaciones republicanas eran sistemáticamente exterminados en las poblaciones conquistadas. No se trataba de una política secreta, los generales rebeldes alardeaban públicamente de ella.
Existen decenas de ejemplos pero citaremos solo dos de los más significativos. El general Mola, pocos días después del inicio del golpe, afirmaba: “Hay que sembrar el terror… hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros. Nada de cobardías. Si vacilamos un momento y no procedemos con la máxima energía, no ganamos la partida”. Su colega, el general Queipo de Llano, se hizo célebre por sus arengas desde radio Sevilla en las que animaba a sus tropas a asesinar a los republicanos y violar a sus mujeres: “Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres… y de paso también a sus mujeres. Esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen”
Un extraño final
La caída de Cataluña en enero de 1939 supuso el principio del fin para la República. Medio millón de hombres, mujeres y niños cruzaron la frontera hacia Francia huyendo del avance franquista en los primeros días del mes de febrero.
Muchos de los combatientes deseaban embarcarse inmediatamente rumbo hacia Valencia para seguir defendiendo “su” República que aún controlaba un tercio de la Península incluyendo Madrid; las autoridades francesas les desarmaron y les impidieron retornar a España.
Aunque se encontraba en una situación desesperada, el presidente Negrín apostaba por resistir unos meses más; confiaba en que el estallido de la ya inevitable guerra mundial hiciera salir de su falsa neutralidad a las democracias europeas. Su ensoñación terminó en los primeros días de marzo cuando sus hasta entonces compañeros de trinchera se sublevaron contra él. El coronel Casado, con el apoyo de todas las organizaciones republicanas salvo el PCE y un sector del PSOE, ejecutó un golpe de Estado que derribó el Gobierno de Negrín.
Creían que una rendición pactada les permitiría eludir las represalias de los vencedores. Se equivocaron: las tropas franquistas ocuparon Madrid y el resto del territorio republicano sin apenas resistencia e impusieron un régimen de represión y terror que se prolongaría durante casi 40 años.
* Carlos Hernández es autor de Los últimos españoles de Mauthausen de Ediciones B. 

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