sábado, 9 de julio de 2016

Variaciones postelectorales, de Jorge Lago

Un análisis agudo de las elecciones y los resultados de Podemos
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Pertinente artículo de Jorge Lago
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No hay radicalidad alguna en un discurso sin práctica real, otra cosa es cuán radicales puedan ser las transformaciones. Ahora toca ganar las instituciones, esa es hoy la mayor radicalidad en nuestra mano. JORGE LAGO - 6 DE JULIO DE 2016
Son muchos y valiosos los análisis y valoraciones que se han publicado sobre el resultado de Unidos Podemos este 26J, aunque son menos los que interpretan lo sucedido con vistas a anticipar lo que viene. A continuación intentaré valorar algunas de las interpretaciones dadas para, desde un análisis crítico, estar en mejores condiciones para fundamentar el futuro político que nos falta: 
Una primera valoración volcada estos días afirma que, a pesar de todo, se trata de un resultado histórico que sería mezquino o caprichoso despreciar: 'nunca un tercer partido habría obtenido un resultado de esta magnitud'. No hay lugar, aseguran por tanto, para el pesimismo. No comparemos, nos dicen, lo real con lo que pudo ser: 71 diputados y 5 millones de votos es más de lo que nunca tuvimos. Es esta una valoración cierta, pero lo es si el referente desde el que se valora es el del pasado (esa historia a la que habría que remitirse) y el de un nosotros restringido (los que se sitúan a la izquierda del PSOE desde que arranca esa historia). Basta, sin embargo, con cambiar el tiempo (de la historia al presente) y el sujeto (ese nosotros ya no referido a la izquierda del PSOE sino a una identidad política nueva), para que la valoración deje de ser evidente y compartida. Claro que en términos históricos es un resultado impresionante, pero las derrotas del pasado pueden ocultar fácilmente las posibilidades del presente: se podía (¡y se debía!) tener más apoyo y más voto, y hacer por tanto más historia. El problema es que no conviene hacerse trampas al solitario: sabemos que podíamos más (no solo lo decían las encuestas, lo dicen los resultados municipales de Madrid, Barcelona, Coruña o Cádiz; lo dicen nuestras apuestas previas y nuestros cálculos). Si nos pensamos desde el pasado, no solo nos conformamos con el presente, sino que nos definimos y nombramos desde lo que fue: somos esos que veníamos de derrotas mayores. El problema es que muchos impugnamos esa identidad, aunque mantengamos intacta la memoria y la lealtad a quienes nos precedieron, incluso cuando esos que nos precedieron fuéramos nosotros mismos hace décadas. Pero la identidad de Podemos, y su marco de referencia, no era ese pasado, sino precisamente su superación o desborde, la apertura a una identidad nueva desde la que no caben lecturas retrospectivas ni complacientes. Si somos la posibilidad de una España nueva, el resultado no es bueno por mucho que sea histórico.
'Los que se han quedado en casa en lugar de ir a votar(nos) veían con simpatía a Unidos Podemos, sí, pero también con desconfianza en tanto que opción real de gobierno'. Si bien creo que esta valoración es acertada, y algo de esto mismo dije aquí, tiene a mi juicio que complejizarse y completarse para alumbrar el futuro que nos toca recorrer. En primer lugar, ha de ser complementada por una diferencia: no desconfía igual y por las mismas razones parte del votante que se ha abstenido viniendo de votar tradicionalmente a IU, que el que viene de la abstención o del voto al bipartidismo y sus variantes. El primero es, quizá, un voto destituyente y, por tanto, refractario a cualquier forma de poder institucional real. Quizá solo vota si la opción elegida no puede ganar. Los segundos habrían dejado de votar por las mismas pero opuestas razones: podíamos ganar y esto generaba si no miedo, al menos desconfianza. Es claro que la estrategia del miedo tan bien orquestada por Rajoy no afecta directamente a los primeros, pero quizá sí a los segundos.
Se abren así varias preguntas, una de ellas dirigida a otra interpretación actual de los resultados del 26J y la campaña electoral: la desmovilización de los movilizados. Pero, a tenor de lo dicho, ¿cómo se debería haber movilizado a los primeros (a ese voto destituyente) sin desmovilizar aún más a los segundos (elector desconfiado)? Cuando se apela a la desmovilización posible de un electorado afín, se tiende a olvidar que ese electorado está lejos de ser unitario, que hay abstenciones y abstenciones. Es bien posible, pues, que lo que movilice a unos desmovilice a otros, y aquí es donde las sumas pueden restar o multiplicar, y el análisis se vuelve necesariamente complejo. Si junto a la desmovilización de los movilizados ha vencido también la desconfianza de sectores importantes afectados por una modulación suave del miedo, no solo no caben lecturas lineales de lo que se tendría que haber hecho, sino que conviene entender la complejidad del trabajo político futuro y la apuesta dual que necesariamente dibuja: batalla cultural hacia afuera para convencer no solo de la deseabilidad del cambio, sino de su posibilidad real a manos de Podemos; batalla de ideas hacia dentro en pos de la desfechitización de un pensamiento de izquierdas que quizá tiende a privilegiar su identidad más o menos pura en detrimento de la construcción, contradictoria y sin duda manchada con lo que existe, de un sujeto político plural pero mayoritario y con capacidad real de gobierno. Claro que hay una contradicción entre el deseo y lo posible, pero desde luego no se resuelve dejando inmaculados ambos espacios: el de un deseo que no negocia con una realidad que, al cabo, queda intacta por falta de poder real.
Ese trabajo con una izquierda radical pasa también por poner en cuestión adjetivaciones habituales pero vacías, me parece, de sentido. Como las de moderación y radicalidadempleadas con distintos fines en no pocos análisis del 26J. Y lanzo una pregunta: ¿es más radical apelar a la salida de la OTAN o del Euro sin capacidad política para realizarlas (puro deseo), o tiene bastante mayor radicalidad intentar articular una mayoría electoral y política capaz no solo de ganar unas elecciones, sino de cuestionar desde las instituciones el sentido común de una sociedad en torno a cuestiones como, justamente, el Euro o la OTAN? Dicho de forma aún más clara: ¿es más radical defender un conjunto más o menos compacto de ideas sin capacidad alguna de llevarlas a la práctica, o llevar, todo lo lejos que un momento histórico permite, un conjunto de transformaciones sociales, económicas y políticas? ¿Denunciar desde el Facebook o la militancia más o menos minoritaria las contradicciones del capitalismo o afrontar esas contradicciones desde los límites innegables de las instituciones occidentales? Adelanto mi respuesta: no hay radicalidad alguna en un discurso sin práctica real. Otra cosa es, claro, cuánto de radicales puedan ser las transformaciones que desde las instituciones puedan llevarse a cabo hoy. Pero la respuesta a esa pregunta no es intelectual, es práctica: para averiguarla toca ganar esas instituciones, esa es hoy la mayor radicalidad a nuestra mano.

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