domingo, 25 de marzo de 2018

Nacionalismos: nuevos tiempos, viejos odios

Tras la sacudida del 'brexit', el conflicto catalán ha hecho que se enciendan todas las alarmas. La globalización y la economía alimentan los nacionalismos.
John Carlin: «La sociedad siente que las identidades se diluyen en un mar de McDonald’s, Google y Netflix»
Sami Naïr: «Alemania no practicaba una política tan nacionalista desde Schröder»

El historiador británico Edward Gibbon decía que los dioses de la antigua Roma eran válidos para la sociedad plebeya, falsos para los filósofos y útiles para los políticos. La función identitaria, en aquel momento, no la ejercían las fronteras, sino la religión, tal y como recoge el historiador José Álvarez Junco en un su reciente ensayo Dioses útiles (Galaxia Gutenberg). Su exposición trata el fenómeno separatista a partir de una premisa: las identidades colectivas ya no se alimentan de grupos unidos por una misma religión, sino del concepto de nación. Y, en muchas ocasiones, al igual que los pretores recurrían a los dioses, el poder político instrumentaliza esos sentimientos. «Hay una idea romántica de que el sentimiento nacionalista parte de las personas de un pueblo que aspira a ser liberado», opina Isaac Salama, abogado del Estado que ha formado parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y continúa: «La primera regla de oro es que las naciones no son una creación espontánea, sino que se crean desde arriba, por los poderes nacionalistas, y evolucionan hacia abajo. Nunca al revés».
El nacionalismo radical rebrota con fuerza en el mundo, especialmente en Europa. El apoyo masivo a Marie Le Pen en Francia, las autocracias separatistas de facto en Polonia y Hungría o el triunfo del brexit en Reino Unido son solo algunos ejemplos. El movimiento separatista en Cataluña, al margen del orden establecido, es el hecho más reciente y sonado de un impulso, el secesionista, que cala con fuerza inusitada en la última década. «La globalización es la gran alimentadora de los nacionalismos», opina el periodista John Carlin, columnista en The New York Times, The Guardian y La Vanguardia, entre otros muchos periódicos. Lo explica: «Se ha implantado en amplios sectores de la sociedad la sensación de que las identidades se diluyen en un mar de McDonald’s, Google, Netflix… Muchos movimientos secesionistas son una medida desesperada para mantener lo propio en medio de este panorama. Hay un factor de identidad cultural muy fuerte; no siempre hay que buscar motivos estrictamente económicos y territoriales». El jurista Antonio Garrigues Walker apoya esta tesis: «En el mundo actual, hay un rechazo a la globalización, porque se parte de la base de que no es controlada. La identidad cultural es compleja y difícil, pero el temor a perderla es un elemento en común». Y se pregunta: «¿Cuáles son los límites de la identidad cultural? No la puedes negar en términos macrosociológicos. Ser escandinavo no es lo mismo que ser latino. Tiene que ver con costumbres, con climas… Lo mismo dentro de cada país: todos tienen un norte y un sur. Los nacionalismos muchas veces se alimentan desde el poder político por miedo al peligro, a veces real, de perder esa identidad, y se materializan como un esfuerzo por recuperarla».
Muchos expertos consultados opinan que el nacionalismo no debe estudiarse de forma aislada, porque muchas veces se contrapone a otro. Es el caso del pensador y ensayista Daniel Innerarity, número dos del partido navarro Geroa Bai al Congreso. A su juicio, «el ejemplo de España es claro: hay nacionalismos periféricos, pero también de Estado. Lo importante es saber si hay moderación recíproca que permita el diálogo y el acuerdo, porque el nacionalismo moderado no solo es factible, sino que es el que más éxito ha tenido en la protección y el aumento del autogobierno y en la cohesión social».
Muy alejado de la defensa de las tesis nacionalistas, el filósofo y consejero editorial de Ethic Fernando Savater diferencia el nacionalismo del separatismo. «El separatismo no es una opinión política o un ensueño romántico, como puede ser el nacionalismo, sino una agresión deliberada, calculada y coordinada contra las instituciones democráticamente vigentes y contra los ciudadanos que las sienten como suyas». Lo sostiene alguien que fue preso político durante el franquismo y que, años más tarde, vio cómo ETA asesinaba a amigos y compañeros de viaje.
Aunque existe la percepción de que es una realidad hoy agudizada, los nacionalismos surgieron casi al mismo tiempo que las civilizaciones. «Los primeros imperios de hace miles de años, como Egipto, consolidaban su poder a base de mover antagonismos hacia los vecinos, lo que creaba una identidad más fuerte. Vas a la carga contra el vecino, y lo conquistas», opina Carlin. «Una de las críticas comunes a Marx es que, una vez que acabas con la propiedad privada y todo el mundo vive en igualdad, niegas ese otro fenómeno, el nacionalismo, el sentimiento de identidad colectiva, que tiene que ver con la tribu». El periodista inglés se refiere a un fenómeno cercano: «El brexit se analiza casi siempre desde un punto de vista económico, situando a Reino Unido como un país insolidario que no quiere colaborar más con Europa, con el convencimiento (erróneo) de que tendrá mayor riqueza como nación individual. Eso es algo que vendieron los favorables al brexit, pero no hay que descuidar la identidad cultural, que es lo que realmente propicia estos movimientos. El sentimiento de pertenencia a un lugar es algo que tiene mucha fuerza. Sin él, no fructificaría ningún movimiento secesionista».

La (des)unión Europea
Europa es un proyecto supranacional y supraestatal. Un proyecto que tiende a liberar de cargas a sus Estados miembros: no hay fronteras y usan una moneda común. Pero, en algunos casos, estas medidas no logran el efecto cohesionador buscado, sino justo el contrario: alimentan a los nacionalismos que pugnan por desligarse del continente. «Es una reacción a los procesos de construcción de identidades globales», explica el politólogo y filósofo Sami Naïr. «En Europa, los Estados nación han perdido el control de su presupuesto, de su moneda, de la circulación de las mercancías en cada país, el control de la deuda… Todos estos grandes procesos que dominaban antes, ahora están en crisis. Y, frente a eso, asistimos al retorno de los nacionalismos. Sería un error no entender que hay también un nacionalismo suave, diferente al de, por ejemplo, Donald Trump, que podríamos denominar nacionalismo neurótico: busca aislarse de la comunidad internacional. En nuestro continente, vemos el retorno de Alemania a una gran política nacionalista. Desde Schröder, no habían vuelto de esta manera tan decidida a la defensa de sus intereses nacionales».
Naïr se refiere, entre otras, a las políticas para gestionar la crisis de los refugiados; la canciller Angela Merkel ha tenido que cortar el grifo, ante las quejas de un sector importante de la sociedad germana. «Algunos comportamientos recientes de la Unión Europea no han sido muy ejemplares para gran parte de la población: la gestión de la crisis de los países del sur, imponiéndoles medidas de austeridad radical para obligarlos a devolver la deuda; o su actitud insolidaria frente a los refugiados…», reflexiona Isaac Salama. El jurista considera que esto es un caldo de cultivo para los nacionalismos aupados por el populismo: «Las últimas guerras mundiales fueron provocadas por nacionalismos. Después de la segunda, creímos que estaba en retroceso, y la creación de la Unión Europea fue un antídoto para evitar más movimientos de fronteras. Y ahora asistimos a un retorno de los nacionalismos, con la novedad de que van especialmente ligados al populismo».
El filósofo Jürgen Habermas promulgó hace cuatro décadas el patriotismo constitucional: se apoya en una identificación de carácter reflexivo, no con una tradición cultural determinada, sino con contenidos universales recogidos por el orden normativo sancionado por la constitución: los derechos humanos y los principios fundamentales del Estado democrático de derecho. El objeto de adhesión, por tanto, no sería el país que a uno le ha tocado en suerte, sino aquel que reúne los requisitos de civilidad exigidos por el constitucionalismo democrático; solo de este modo cabe sentirse legítimamente orgulloso de pertenecer a un país. Es un concepto claramente universalista, por lo que este patriotismo se contrapone al nacionalismo de base étnica y cultural. Por el momento, no está en la agenda de ningún país. Salama advierte: «La democracia representativa está en crisis, y nos inclinamos hacia una democracia directa, en la cual el pueblo no solo intervenga puntualmente en la designación de sus representantes, sino que se le tenga más en cuenta en todo tipo de decisiones. Pero hablamos de pueblos aún inmaduros para tratar esas cuestiones, y ahí aparecen los populismos y las ansias secesionistas o aislacionistas».
La directora de la publicación Política Exterior, Aurea Moltó, disiente en este aspecto: «Hay que tener cuidado con hablar de reivindicaciones territoriales y de identidad, y de movimientos de extrema derecha como los de Hungría y otros países del Este de Europa. No son lo mismo. Hungría sigue recibiendo fondos financieros muy importantes, aunque no esté acatando decisiones europeas. ¿Lo que está pasando allí es responsabilidad de Europa? No, el país está siendo sancionado por no cumplir acuerdos que firmó, y por saltarse normativas comunitarias. El hecho de que suceda esto tiene que ver con nuestra propia historia, con la forma en que se fundaron los Estados actuales. Europa es un proyecto basado en la solidaridad: Andalucía, Extremadura, Castilla La-Mancha… siguen recibiendo fondos europeos, y los han recibido en el pasado para su desarrollo. Muchos critican las troikas y la gestión de la Unión Europea de la crisis griega o portuguesa, pero es un hecho que hoy ninguno de los dos ha quebrado, siguen en el euro y, en el caso de Portugal, está saliendo de la crisis a marchas forzadas».
ethic.es

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