Javier López Alós 15/08/2025
Doctor en Filosofía. Su último libro publicado, con Vicent Botella, es Por qué pensamos lo que pensamos (Arpa).
A medida que el exterminio va teniendo lugar a los ojos del mundo entero con tal nitidez que solo desde la mala fe puede negarse, se vuelve cada vez más habitual en los análisis de políticos y comentaristas una advertencia: en el futuro nos preguntaremos cómo fue posible, cómo toleramos que todo esto sucediera ante nuestros ojos y no hiciéramos nada para detenerlo. A mi modo de ver, se trata de un planteamiento equivocado, cuando no, en su diferimiento a un momento en el que, consumado el genocidio, en efecto, ya no quede sino lamentarse. En el mejor de los casos, se asume una posición de impotencia como algo definitivo ante lo que solo cabe el gesto moral. Por noble que este pueda ser y por obvia que resulte la dimensión moral de esta masacre, si no reconocemos la naturaleza política (por tanto, también económica) de lo que está aconteciendo en Palestina, no saldremos del círculo de las buenas palabras en el que llevamos tanto tiempo dando vueltas y más vueltas.
No. Precisamente por lo que estamos viendo y por cómo lo estamos viendo, a diario desde hace cerca ya de dos años, a menudo mediante imágenes provistas por los propios perpetradores, acaso en el futuro no lleguemos a preguntarnos nada. La normalización del exterminio de aquello tenido como sobrante, molesto y pertinazmente heterogéneo, puede ahorrarnos muchas preguntas. O aún peor, en un estado de barbarie tecnificada, naturalizados estos ajustes demográficos, inducirnos otros: ¿pero cómo fue posible que en algún momento de la historia estas actuaciones se calificaran como criminales?, ¿es que hubo alguna vez otra forma de hacer las cosas? Concluir que la historia humana se reduce a una sucesión de episodios infames equivale a resignarnos a que lo normal sea el abuso y el oprobio, o sea, a dejarse abusar y aceptar el oprobio. Por eso la memoria a evocar, ahora y en el futuro, no puede ser solo la injusticia y el horror, sino también la de las propuestas y tentativas virtuosas.
Contra el tópico de conocer la historia para no repetirla, el panorama que el Estado de Israel está abriendo es el de un ejemplo palmario de lo que, en opinión de muchos de quienes gozan del monstruoso poder de eliminarnos por millones, puede y debe hacerse como solución (final) a un problema. No importa su origen ni sus consecuencias, siendo además algunas de estas, como la muerte y la devastación, el resultado declarado de sus acciones. Por si fuese poco, con indisimulada avaricia, se presume sin ambages de la rentabilidad financiera de las operaciones: el genocidio como nicho de mercado. En correspondencia, el apoyo, la inhibición, la complicidad o la inacción más o menos grandilocuente, pero siempre milimétricamente calculada, como imperativo de mercado. En última instancia, la naturalización del genocidio es la consecuencia lógica de la naturalización del capitalismo. Del mismo modo que cuesta ya imaginar un mundo donde la desigualdad extrema, la explotación por derecho, la concentración de poder y riqueza cada vez en menos manos, la desposesión acelerada de derechos y bienes de la inmensa mayoría de la población mundial o el sacrificio de la salud y el medioambiente en las sagradas aras del beneficio, también la guerra, la destrucción y la muerte de quienes sobren (o cuya supresión constituya un buen negocio) adopta ya el aspecto de lo irreversible. Pero no lo es. Ni política ni moralmente podemos permitirnos esa conclusión. Como en Gaza, como en nuestras costas, como en tantos lugares en el mundo –nunca ha podido apreciarse con tal claridad– es cuestión de vida o muerte.
No esperemos al futuro para dirimir responsabilidades, ni tampoco para dar respuestas ni exigir medidas que vayan más allá de un humanitarismo cosmético. A estas alturas, la cuestión palestina, el asesinato programado, proclamado y retransmitido de, si las circunstancias lo aconsejan, hasta dos millones de personas, debiera considerarse ya como la línea divisoria de cualquier opción política. Es su carácter sistémico (y no solo sistemático) lo que obliga a posicionarse: ¿se puede estar a favor de algo así?, ¿se puede contemporizar?, ¿se puede continuar el comercio (de armas) con el Estado de Israel?, ¿qué nos dicen las distintas respuestas acerca de nuestros actores políticos? Estas son preguntas para hoy, no para mañana. De su resolución depende buena parte de la suerte del pueblo palestino, pero también de la nuestra. Si las postergamos remitiéndonos a qué dirán las próximas generaciones de nosotros, la contestación que tal vez nos encontremos no puede ser más simple: nada, porque para entonces ya nada importará y la mera supervivencia será lo único a lo que la mayoría de la gente le quepa aspirar.
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