Por Alejandra Jacinto Abogada del Centro de Asesoría y Estudios Sociales, CAES + Ex Candidata a la presidencia de la CAM por Podemos
22/07/2025
La reciente inhabilitación del jefe de Disciplina Urbanística del Ayuntamiento de Madrid, condenado por ordenar el derribo ilegal de una vivienda habitada en la Cañada Real, no es un hecho aislado. Es, más bien, el síntoma más visible de una política sistemática de desalojo forzoso encubierto y especulación urbanística, disfrazada de ordenamiento legal bajo: la excusa de la necesaria recuperación del espacio público que, sin embargo, pretende servirse en bandeja de los intereses urbanísticos proyectados en la zona.
Una mujer camina por la Cañada Real. Imagen de archivo.Durante años, el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid han impulsado una ofensiva urbanística contra sectores vulnerables, especialmente en Cañada Real, un territorio olvidado cuando se trataba de garantizar derechos, pero muy presente cuando asoman intereses inmobiliarios. Las demoliciones, como la que acaba de ser declarada ilegal por la Justicia, han sido instrumentos de presión, ejecutados sin garantías jurídicas y, en muchos casos, con alevosía institucional. A los derribos ilegales, muchas veces invisibles e invisibilizados, ejecutados durante esta última década, hay que sumarle el premeditado corte de suministro eléctrico hace cinco años con el único fin de hacer inhabitable determinados sectores de Cañada Real. Acoso inmobiliario de manual por el que han sido condenadas todas las Administraciones Públicas por parte del Consejo de Europa y que, sin embargo, persisten con contumacia en seguir ejecutando.
Durante años, la criminalización de la población, el racismo institucional que ha provocado episodios de violencia como los ocurridos en Torre Pacheco, la aporofobia y la ausencia de empatía han vertebrado la mayoría de discursos institucionales y de los medios de comunicación, tratando de convencer a la opinión pública de que se trata de recuperar "espacios degradados". Pero los hechos son tercos. No se está regenerando nada: se está expulsando a la población más vulnerable de la región para allanar el terreno a futuros proyectos urbanísticos, muchos de ellos ligados a recalificaciones, nuevos desarrollos o zonas logísticas. En el epicentro de este tablero no hay justicia urbana: hay negocio.
El silencio del alcalde José Luis Martínez-Almeida y de su equipo ante esta condena resulta tan elocuente como preocupante. El de la Comunidad de Madrid, cooperadora necesaria de la prevaricación cometida, previsible. No se ha asumido ninguna responsabilidad política, y la línea oficial sigue siendo la de la negación, la fragmentación del relato y la criminalización del barrio. ¿Cómo explicar, si no, que una vivienda habitada desde hace casi dos décadas haya sido demolida en 24 horas, sin orden judicial, con informes falsos, y sin esperar a resolver los recursos legales?
La connivencia con la especulación es escandalosa. En lugar de garantizar derechos básicos —como el acceso a la vivienda, a la electricidad o al agua—, se castiga a quienes han construido una vida en los márgenes del sistema precisamente porque el sistema no les da cabida. Y mientras tanto, la maquinaria urbanística del capital avanza, a menudo bajo acuerdos público-privados que apenas se fiscalizan o incluso comprando leyes y reglamentos, como acabamos de conocer a raíz del caso Montoro.
En este caso, la Justicia ha hablado, y aunque llega tarde y apenas repara el daño, lanza un contundente mensaje: se acabó la impunidad. El hecho de ser migrante y pobre ha dejado de significar que puedan atropellar tus derechos y demoler tu casa sin orden judicial, excavadora mediante. Del juicio se me repite una imagen, la de dos altos cargos encorbatados del Partido Popular vertiendo una serie de falsedades e incongruencias manifiestas con el fin de tapar sus vergüenzas frente a la de un humilde trabajador magrebí en chanclas, rebosante de dignidad, capaz de plantar cara a ese modus operandi. Ganaron las chanclas a las corbatas y eso es una victoria popular y de clase que se saborea con mucho gusto, sobre todo en los tiempos que corren.
Lo que ocurre en la Cañada Real no es un conflicto puntual: es una guerra por el modelo de ciudad. Por el modelo que apuesta por las viviendas turísticas frente a los vecinos, el de los take away frente a los negocios de toda la vida, el de la uberización frente a los derechos laborales y sindicales, el que representa un urbanismo depredador insostenible en términos socioambientales y dependiente, para todo, del vehículo privado frente a la cooperación y la comunidad. Es la disputa del modelo lo que está en juego. Las ciudades, los barrios para quienes los habitan, o la ciudad al servicio de aquellos que pueden pagarla y comprarla.
Los derribos en la Cañada, al igual que el corte de suministro, no son errores técnicos: son decisiones políticas al servicio de una visión excluyente y mercantilizada del territorio. Y mientras no se revise de raíz esa lógica, no habrá justicia, solo cemento, aunque hoy con una dosis menos de impunidad.
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