Otto creó hace siete años 'Calzado Limonada' para dar una 
oportunidad a los chicos de uno de los barrios más peligrosos de 
Guatemala
"A los que vienen aquí las maras los respetan. Saben que están intentando rehacer su vida"
Las cifras de asesinatos se han disparado en Centroamérica: 14.870 en 2016
  
    Pablo L. Orosa 
  
  
    
    
      28/02/2017 - http://www.eldiario.es/desalambre/taller-maras-pandilleros-Guatemala-rehacen_0_617338446.html
"A los que vienen aquí las maras los respetan. Saben que están intentando rehacer su vida"
Las cifras de asesinatos se han disparado en Centroamérica: 14.870 en 2016
 
    
En un barrio en guerra, cuando no 
mueres, matas. Por eso, Christian, el joven que inventó una tregua en La
 Limonada, una de las comunidades más peligrosas de Guatemala, lleva a 
la virgen en el pecho y una bala en su espalda. Síntesis vital: plomo y 
perdón.
Hace siete años, la lucha entre la maras lo 
ató para siempre a una silla de ruedas. "Aquella bala tenía nombre". 
Christian García entendió que entre el cielo y el infierno había una 
salida: evitar que más nombres como el suyo engordasen la lista negra de
 las pandillas.
  
 En toda la mañana no se ha escuchado ni un balazo y en el barrio andan 
preocupados. Lo habitual en este horizonte de callejuelas herrumbrosas 
es que las semanas se cuenten por balaceras. La pasada hubo tres. Y dos 
muertos. Uno de ellos, Josué, de 15 años, era amigo de Christian. 
   "Aquí sabemos que en cualquier momento puede pasar algo",  avisa un muchacho  a
 la entrada de La Limonada. Aunque no es El Gallito ni la zona 18, sigue
 siendo una de las barriadas más peligrosas de la capital de Guatemala. 
Una favela dividida en dos: la mitad pertenece al Barrio 18. La otra 
mitad, a la Mara Salvatrucha.
  
 A esta hora, tras el almuerzo, La Limonada parece un lugar tranquilo. 
Un grupo de chiquillos corretea por la rampa recién asfaltada mientras 
sus hermanas mayores palmean las últimas tortillas  –el plato de maíz típico del país–  de
 la plancha. Por el cerro, sus madres, o las de otros como ellos, 
remontan la montaña que las separa de su jornada en el servicio 
doméstico de algún barrio adinerado. En Cayalá o en la zona 10.
Aunque apenas un paseo de veinte minutos aleja la barriada del centro 
histórico, la ciudad vive de espaldas a ellos. "Por aquí no vienen los 
presidentes", ni el que está en prisión por corrupción ni el que tiene a
 su hijo y a su hermano investigados, bromea uno de los vecinos con una 
sonrisa tan seria que se vuelve contagiosa.
 
    
  
 Aquí, entre los techos de chapa, las paredes marcadas y esa tormenta 
oscura que asoma al otro lado de la ladera, "la vida no es fácil" para 
ninguno de los 60.000. Solo hay una escuela con capacidad para menos de 
cien alumnos y, si se ponen enfermos, los vecinos tienen que salir del 
barrio en busca de atención médica, porque ni siquiera la tienen 
garantizada. 
"Cuando ocurrió lo
 de Christian", recuerda su madre hablando sin hablar de aquel día en el
 que una bala le atravesó la espalda, "no lo querían atender porque 
tenía tatuajes. '¡Que se muera!', decían".
  
 Adentro tampoco hay trabajo y deben mentir sobre su lugar de residencia
 para conseguirlo fuera. Nadie contrata a los chicos de La Limonada. 
Como tampoco a los del Gallito ni a los del asentamiento del basurero. 
"La falta de oportunidades de los padres es la causa por la que las 
familias no puedan acceder al sistema de educación, salud y 
alimentación. Entonces los muchachos se ven obligados a delinquir", 
explica la trabajadora social Madely Amézquita. 
  
 Eso lo saben las maras, expertas en ejercer todos los papeles: son a la
 vez la familia que protege, los amigos que entienden y el Estado que 
provee. "A los chicos les dan un porcentaje de las extorsiones. Así los 
captan", resume David.
La tregua de don Otto
  
 "Qué tranquilo se ve ahora" el barrio, vocifera Otto García, "don 
Otto", como todos le llaman aquí, desde su atalaya, un pequeño estudio 
de veinte metros cuadrados en el que se cosen zapatos y almas. "Pero no 
te fíes, de repente se empiezan a escuchar las sirenas de las 
ambulancias".
  
 Desde los años 90, cuando miles de centroamericanos comenzaron a ser 
deportados desde Estados Unidos, el fenómeno de las maras no ha dejado 
de crecer en el Triángulo Norte. Las pandillas se hicieron con el 
monopolio de la violencia que abandonaban el Ejército y la guerrilla 
tras décadas de conflicto armado interno y convirtieron su mandato en un
 reinado de la extorsión. Hasta las prostitutas tienen que pagar hoy el 
impuesto. 
  
 Pese a los esfuerzos policiales, cada semana son más los chicos que se 
unen a estos grupos. Solo en El Salvador –donde el Gobierno del 
excomandante guerrillero Salvador Sánchez Cerén mantiene desde 2015 una 
guerra declarada contra el movimiento pandillero que se ha cobrado la 
vida de más de 5.000 personas en el último año–, se estiman en más de 
60.000 los miembros del Barrio 18 y la MS-13.
Cifras propias de países en guerra
  
 Las cifras de asesinatos están disparadas en la región. 14.870 en 2016.
 En El Salvador, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes es de
 81,7; en Honduras de 58 y en Guatemala, de 27,3. Números de países en 
guerra. 
   Y esto podría ser solo la víspera de lo que está por venir. Si la Administración de Trump  ejecuta su controvertida política migratoria  
 , el Triángulo Norte se convertirá en una bomba de relojería: llegará 
una nueva remesa de jóvenes desarraigados en un territorio donde las 
cifras de pobreza rondan entre el 30% y el 60%. El caldo de cultivo 
perfecto para que las pandillas encuentren en los barrios marginales un 
nuevo caladero de chicos dispuestos a seguir librando la batalla a tres:
 entre ellos y contra el Estado.
  
 En La Limonada saben lo que duelen las luchas fratricidas. Aquí, en la 
barriada de los cielos oscuros y las coladas de colores, vivir significa
 matar para seguir viviendo. "La vida está empeorando por la violencia",
 asegura David, quien ya, rondando los 50, ha visto demasiados muertos 
como para seguir sonriendo. De uno y otro bando. Números y Letras.
   A diferencia de otras barriadas, convertidas en bastión de la 18 o de  la Salvatrucha,
 La Limonada es un territorio en disputa: hay huellas de balas y 
pintadas en las paredes. Cada esquina es un punto de no retorno. "Hay 
una fuerte rivalidad  –entre las pandillas – y la gente es la que paga las consecuencias". 
  
 A él le pasó hace siete años. Por aquel tiempo, Christian frecuentaba a
 los muchachos de la mara. Igual que lo había hecho su padre. Igual que 
lo hacían todos sus amigos. Un día, quizá el más inesperado de los días,
 le alcanzó el tiroteo. 
"Yo me lo busqué", sentencia desde el sofá acharolado que es hoy su ventana al mundo. "Esa bala tenía nombre",    añade don Otto.
  
 A Christian la bala le quebró la espalda. Ya nunca más podría caminar. 
Pero al menos estaba vivo. El médico que lo atendió dijo que no duraría 
más tres días, pero Don Otto, que como todos los que viven sobreviviendo
 no entiende de resignaciones, se lo llevó a casa. "Con los cuidados de 
la familia y la ayuda de Dios se salvó". Una retahíla de vírgenes con 
mantos marrones, azules y dorados y de peluches también marrones, azules
 y dorados atestiguan las plegarias de aquellos días.
 
    
  
 Le queda de entonces doce llagas que le laceran el habla, una gorra de 
los New York Yankees y la pasión por los tatuajes. Hace unos años, con 
una rasuradora, una batería, un botón de camisa, un lapicero y las 
cuerdas de una guitarra construyó su propia máquina para tatuar. Aún la 
guarda en un cajón de su improvisado despacho, junto al microondas y las
 tazas de café. "En el futuro le gustaría tener su propio estudio de 
tatuaje", apunta don Otto.
"A los que vienen aquí los respetan"
  
 Hace tiempo que don Otto ha aprendido a entender los silencios de 
Christian. Es su propia tregua. "Queremos evitar que otros niños sufran 
lo que él ha sufrido". Por eso crearon hace siete años una fábrica de 
calzado,  Calzado Limonada, para dar una oportunidad a los chicos del barrio. Si creen en el futuro, quizá dejen de odiar el presente.
   Por el taller de don Otto  –apenas
 dos estancias de paredes desnudas en las que huele a pegamento, el 
mismo que muchos de los chicos acaban esnifando junto al 
riachuelo nauseabundo que atraviesa el barrio –, han pasado decenas de jóvenes. Algunos salen adelante, otros, como Josué, vuelven a las redes de las pandillas. Y casi todos acaban muertos.
Es cosa suya, aclara el patriarca de los García, "a los que vienen aquí
 los respetan. Saben que están intentando rehacer su vida". Es la tregua
 de los zapatos: a los chicos de don Otto no los tientan las maras.
  
 Aquí la jornada empieza a las nueve, pero todos, el diseñador, el 
aprendiz, los de la horma y los hijos de don Otto, están en casa media 
hora antes, para el desayuno. Allí, en las tres alturas atestadas de 
santos y colchones húmedos, duermen nueve y comen quince.
  
 Al mes sacan alrededor de 400 pares. Hubert, el diseñador que aprendió 
de la necesidad, dibuja las colecciones. Las corta y las envía a los de 
la horma. Eso es tarea de don Otto y de los chicos. A Christian y a 
Jorge, otro de los García, les queda comprobar que todo esté bien. El 
control de calidad. Hoy mismo tienen entrega, 376 pares para la compañía
 estadounidense Root Collective. Pero ya está casi todo listo, anoche 
terminaron de trabajar de madrugada. Afuera se escucha el eco de las 
balas perdidas.
  
 A don Otto, que en esta vida ha sido árbitro, imitador íntimo de el 
Buki y superviviente, hubo un día que se le volvió a partir el alma. 
Hacía poco que había pegado los trozos que le quebraron cuando 
dispararon a Christian. 
  
 Iba por la calle, por una de esas calles tatuadas de La Limonada, 
cuando se cruzó con tres hermanos. Era la hora del almuerzo y el mayor 
llevaba un mendrugo de pan para comer. "Lo repartió, un pedazo para cada
 uno, pero luego el mediano se le acercó: 'Me va a dar hambre', le dijo.
 Así que el mayor tomó su parte y la partió en dos". A don Otto no se le
 va esa escena de la cabeza. Los niños, en la Guatemala del siglo XXI, 
siguen pasando hambre.
  
 Con el dinero que consigue del calzado, don Otto organiza cada jueves 
un comedor social. 35 comidas, 20 niños y 15 adultos. "No tenemos para 
más", confiesa. En cada celebración especial, como en fin de año, 
"armamos una gran fiesta". Payasos, música y fuegos artificiales. Lo que
 sea necesario para que por una noche el hambre no le robe los sueños a 
los niños de La Limonada.
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OTRA COSA: Matanza en Yemen con armas españolas
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