Diego E. Barros 9/11/2024
En este primer cuarto del XXI, una nueva época necesitada de grandes relatos, estamos ávidos de volver a creer en algo, aunque esta nueva utopía tenga mucho de distópica
Ilustración de Patrick Henry pronunciando su gran discurso sobre los derechos de las colonias ante la Asamblea de Virginia, convocada en Richmond, el 23 de marzo de 1775. / Library of CongressEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El 23 de marzo de 1775, durante la Segunda Convención de Virginia, Patrick Henry pronunció su célebre “Give me liberty or give me death”. La aristocracia terrateniente y esclavista virginiana certificaba –el voto de Henry desniveló la balanza– con esas palabras, convertidas casi de inmediato en mito fundacional de la República, el germen de una rebelión que acabaría por cristalizar en una nueva nación. A mediados de 2008, el artista gráfico Shepard Fairey estilizaba un retrato del entonces candidato a la presidencia por el Partido Demócrata, Barack Hussein Obama siguiendo la técnica de esténcil en tonos sólidos de rojo, blanco (en realidad beige) y azul (en tonos pastel y oscuro). Bajo la imagen de Obama aparecían las palabras hope (esperanza), progress (progreso), o change (cambio), entre otras. A lomos de estas palabras, los demócratas fueron capaces de crear una narrativa que arrastró una ola de votantes a las urnas convencidos del ‘yes we can’. No solo era posible otra América, sino que esta era ya real, decían. Irónicamente, el tan cacareado eslogan ni siquiera era original puesto que los estrategas demócratas simplemente lo rescataron de la lucha sindical encabezada durante los años sesenta por el United Farm Workers (UFW), el sindicato agrario fundado y liderado por dos mejicanos americanos, César Chávez y Dolores Huerta; y un filipino americano, Larry Itliong.
La que probablemente fue la presidencia más elitista en términos puramente intelectuales y más neoliberal en su desarrollo político cimentó su arrolladora victoria de 2008 en el magnetismo de un candidato, un aroma a lucha sindical, y, sobre todo, un relato de carácter mítico y autocomplaciente.
Han pasado cuatro años de interludio presidencial del demócrata Joe Biden. Una multitud de tamaño continental teñirá de rojo la explanada del Capitolio de Washington, y esta vez sin la necesidad de llamamientos a colgar de una soga a los que entre sus paredes votan los designios del país. Donald J. Trump se convertirá en el 47o presidente de Estados Unidos. Se trata de un extraordinario retorno de un presidente, el número 45, que durante los últimos 1.460 días se ha negado de manera rotunda, y mentirosa, a aceptar la derrota de 2020. Un presidente que incitó a un golpe de Estado que los americanos, tan acostumbrados a organizarlos fuera de sus fronteras, todavía discuten si fue tal. Que ha sido condenado por acoso sexual entre otros cargos (tiene causas pendientes que ahora ya van camino del archivo). Y que ha sobrevivido al menos a dos intentos de asesinato.
Hay una América que sigue en estado de shock y la humana búsqueda de culpables: ‘Fuck your Cinco de Mayo!’ ‘Ojalá que Gaza quede reducida a un agujero en el desierto!’, se pudo leer estos días en algunas cuentas de X donde la irracionalidad campa a sus anchas y en todo el espectro político. Hay también una América que se debate entre la felicidad, la expectación por el qué será y la piedra de afilar cuchillos. Esta es una América mayoritaria hoy, de más de 73,4 millones de votantes (apenas un millón menos que en 2020) que se decidieron por las promesas y, sobre todo, por el relato construido por el movimiento MAGA en torno a un histriónico personaje que es, a su manera, todo carisma. Hacía dos décadas que el (ex)Partido Republicano no se hacía con el voto popular. El último en conseguirlo fue George W. Bush, reelegido en 2004, en mitad del fervor belicista en el que mutó el trauma del 11 de Septiembre.
A falta de que se certifiquen los resultados definitivos, Trump dispondrá en su vuelta a la Casa Blanca de un poder absoluto. Mayoría en el Senado (52-48) y, todo hace indicar, en la Cámara de Representantes (211, está a 7). Supermayoría de protección y buldócer en el Tribunal Supremo (6-3), además de una mayoría de jueces conservadores en otras escalas de la judicatura. Y con algo mucho más importante: libre del lastre institucional que arrastraba hace ocho años. Esos trumpistas de primera hora que coparon su primera administración y que hoy lo han abandonado. Ese unicornio blanco que llaman el “republicano moderado” que no pasó del 5% del votante republicano, un 6% hace 4 años. El Partido Republicano, insisto, es historia. El partido tradicional, conservador en lo social y neoliberal en lo económico, ha sido subyugado y abducido por una coalición heterogénea y extrema que denominamos –así lo hizo el propio Trump en su discurso de aceptación– “movimiento MAGA”. Lo componen ahora una amalgama de familias que van desde la tradicional burguesía provincial a fundamentalistas religiosos, pasando por nativistas, supremacistas blancos más o menos radicales en sus formas y códigos, y elementos conspiranoicos de diversa índole. A ellos se le ha unido un último grupo, los technobros de Elon Musk y Thiel como cabezas más visibles (en menor media, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg o Tim Cook) junto a gurús de las finanzas digitales como Marc Andreessen, Ben Horowitz o Tyler Winklevoss, entre otros. Todos ellos comparten una visión destructiva del Estado y ven la política como extensión de sus fantasías escapistas, hipercapitalistas y libertarias. Tienen además una comprensión del poder estrictamente autoritaria y premoderna en su esencia: si nosotros somos los mejores (la época neoliberal así nos lo ha dicho y hecho creer), dadnos el poder de una vez.
Son muchas las preguntas que se hacen estos días y que buscan alcanzar una respuesta a por qué nos encontramos ante lo previsible (ahí estaban las señales por mucho que nos aferráramos, especialmente la última semana, a cualquier clavo ardiendo) y, a la vez, impensable. Es probable que no haya una única respuesta sino muchas. Que todas tengan un similar grado de validez, argumentos suficientes sobre el que ser construidas. Andan afanados los gurús de los datos (yo no lo soy, lo mío es el relato) en desguazar, voto a voto, condado a condado, unos resultados que permitan a los estrategas demócratas y a su legión de desesperanzados más fieles trazar un camino a seguir durante los próximos años.
Me inclino a pensar que la respuesta no la tienen los 73 millones de votantes de Trump, ni siquiera los 69 millones de personas que sí votaron por Kamala Harris, sino los 12 millones que hace cuatro años sí salieron en masa a votar por Joe Biden, y que esta semana decidieron quedarse en casa.
Igual que tras Obama, el Partido Republicano mutó en MAGA, es hora de que el Partido Demócrata vuelva a su esencia expansiva: a la promesa de la gran sociedad rooseveltiana (FDR), cuya política haría estremecerse a muchos de los que hoy pululan por los salones de la dirigencia demócrata.
Toda campaña política gira en torno a dos ideas fuerza: el miedo o la esperanza. De nuevo, América regresando al vientre original, ese en el que nacen los grandes relatos que parieron los padres fundadores de una nación que se sustenta, como ninguna otra, en el mito. Todo mito necesita ser reinventado cada cierto tiempo. Lo hizo Obama que, tras el trauma del 11S, nos convenció de la existencia de una América posrracial, posobrera y posrrural que reinaba sobre las cenizas del mundo salido del final de la Guerra Fría. Por fin la promesa –la tierra prometida, la ciudad sobre la colina– a hombros de sus libres y valientes se había hecho realidad. Del sueño nos despertamos abruptamente, primero sufriendo las consecuencias de una crisis económica brutal, luego, como siempre, a fuerza de una violencia que acabó trayendo de vuelta el fantasma (otro fantasma en una época de ídems, que diría Derrida) de los años sesenta. MAGA se ha pasado los últimos ocho años tratando de reconstruir su particular versión del mito. A la contra. Mientras, el Partido Demócrata ha perdido toda la capacidad para enfrentarse a una realidad cimentada hoy en emociones digitales más que en la factualidad de los grandes números. Por supuesto que la élite demócrata entiende América, el problema es que esta América, de clase obrera, en ocasiones zafia, a veces con salarios de champán, pero gustos de cerveza (aunque mayoritariamente no), no solo no acaba de gustarle, sino que no pierde ocasión para despreciarla.
Y luego está el mito. La primera vez que mi padre, de clase obrera española, puso un pie en Estados Unidos quedó impresionado. Atravesando las calles de Chicago –verdadera capital de América, según Norman Mailer frente a un Nueva York global–, jubilado de la construcción de grandes infraestructuras, se preguntaba dónde estaba ese Estados Unidos grandioso que él había visto por la televisión y en el que había creído toda su vida. Su desengaño fue el de un niño al que le cuentan, la mañana después que, en realidad, los reyes son los padres. La mayoría de los electores MAGA creen que los mejores días del imperio han quedado atrás.
El siglo XIX se inauguró en la estela de la gran narrativa civilizatoria: la construcción de los estados-nación modernos. El siglo XX lo hizo como campo de batalla de otras grandes narrativas: nazismo, fascismo y comunismo (hermano totalitario de un socialismo de naturaleza emancipadora) tenían en común su carácter utópico. Los tres modelos, con sus particularidades, ofrecían una utopía, algo en lo que creer, un estadio nuevo civilizatorio que se construía sobre las ruinas de un mundo a la deriva, tras el infierno de las trincheras y el espejismo desenfrenado que, una década más tarde, acabaría por arrojarse desde un rascacielos de Nueva York. Como sabemos, también sobre millones de muertos a una escala industrial. Eran visiones utópicas pero también con un alto grado de sentido comunitario. En este primer cuarto del XXI, una nueva época necesitada de grandes relatos, estamos ávidos de volver a creer en algo aunque esta nueva utopía tenga mucho de distópica. De lo que estoy seguro es de que la principal consecuencia neoliberal ha sido la ruptura absoluta de cualquier sentimiento de comunidad. Vivimos alienados y los vínculos comunales de antaño se han trasladado a la pantalla. MAGA ha sido capaz de crear una comunidad de fieles que no se conocen pero que se reconocen en una pluralidad de símbolos y lenguajes, casi todos ellos determinados por una intensa percepción de abandono. (...)
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