Ignacio Echevarría 30/11/2024
“Cabría recordar que fueron ciertas palabras, una serie de palabras recurrentes empleadas en forma consciente y abusiva, las que causaron esta situación de inevitabilidad de la guerra”, escribió Elias Canetti
Denzel Washington en un fotograma de 'Gladiator II' (Scott, 2024).En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
3.11.25
Arriba y abajo con la celebración de los cien años desde la publicación del Primer Manifiesto Surrealista. Entre tanta hagiografía de sus impulsores, no está de más recordar lo que escribía Hasan G. López Sanz en un libro altamente recomendable que leí en días pasados (Zoos humanos, “ethnic freaks” y exhibiciones etnológicas: una aproximación desde la antropología, la estética y la creación artística contemporánea, Valencia, Concreta, 2017): “A diferencia de los comunistas, los surrealistas elaboraron unas figuras poéticas del salvaje que les sirvieron para poner en duda la cultura occidental, su nacionalidad, sus escuelas, prisiones, guerras y, por qué no, sus exposiciones coloniales. Mitificando al salvaje se opusieron al colonialismo y, presuntamente, a todas sus expresiones. Pero la historia de los surrealistas es más compleja. Y el episodio de la Exposición Colonial de París [1931] lo pone en exergo. Como coleccionistas de arte, muchos de ellos tuvieron una estrecha relación con galeristas especializados en arte primitivo como Paul Guillaume, Charles Ratton o Pierre Loeb, quienes a su vez vendían obras de artistas surrealistas. El culto al objeto y su compra llevó a Paul Éluard, Louis Aragon, André Breton, Max Ernst y Joan Miró a viajar más allá de las fronteras francesas: Bélgica, Holanda, Alemania, etc. La cultura material de las sociedades primitivas se convirtió en sus manos en mercancía, sometiéndose a la lógica del mercado del arte tradicional. Los mismos surrealistas que declaraban públicamente estar al servicio de la revolución, por retomar el título de la famosa revista fundada por André Bretón en 1930, participaron activamente en un mercado que se nutría del expolio colonial. Llama la atención que la venta de la colección de Paul Éluard y André Breton se hiciese en julio de 1931, coincidiendo con la Exposición Colonial de París y en cierto modo aprovechando su impulso. Éluard y Breton eran conscientes de ello, como revela la correspondencia entre Paul Éluard y Gala, en la que el primero habla del beneficio que puede suponer la moda por lo colonial cuyo epicentro en ese momento se encuentra en París”.
05.11.24
Gabriel Leerman entrevista al actor norteamericano Jeff Bridges para La Vanguardia. “Pienso en la vejez como una especie de nueva adolescencia”, dice el titular. Intrigado por estas palabras, me meto en la entrevista para contextualizarlas. Leerman le dice a Bridges: “No parece que estar por cumplir los 75 en diciembre le haga perder algo de su aplomo...”. Bridges: “Soy un actor, todo pasa por montar un show. Lo bueno es que con John [Jonathan E. Steinberg, productor y guionista de la serie The Old Man, que protagoniza Bridges], que acaba de cumplir los 79, nos sentíamos lo suficientemente cómodos como para hablar de nuestras inseguridades. Si yo le contaba de mis achaques, él me decía que sabía de lo que le estaba hablando. Yo pienso en la vejez como una especie de nueva adolescencia y me la tomo con humor, porque aparecen un montón de cosas con las que no tenías que lidiar diez años atrás. Te salen extrañas variaciones de espinillas propias de esta edad”.
Qué hermoso es el espectáculo de una vejez bien soportada
Qué hermoso es el espectáculo de una vejez bien soportada, con ese humor que rezuman las palabras de Bridges. El mismo día que leo las palabras de Bridges me envía una amiga este vídeo realizado hace siete años, con motivo del 90 cumpleaños del venerable director de orquesta Herbert Blomsted, que el pasado mes de julio cumplió los 97 y sigue dirigiendo con mano maestra.
06.11.24
Fernando Aramburu abandona la columna que escribía semanalmente para El País y se despide de los lectores en estos términos: “He caído en la cuenta de que he perdido la fe en estas columnas que por gentileza de El País publico en un huequito de la contraportada. Como conté en privado a los responsables del periódico, la cesta está vacía y a mí me falta energía y estímulo para llenarla. Creo sinceramente que no tengo gran cosa que aportar”. Un gesto sin duda loable. Si cundiera el ejemplo y se dieran de baja del columnismo los opinadores que no tienen gran cosa que aportar, menuda limpieza. Bien, pues, por Aramburu, de quien no puedo menos que recordar la cómica relación que mantuvimos a distancia, hace ya cerca de quince años. La cosa fue así: tras mi salida de El País, llevaba yo más de cinco años sin colaborar en la prensa impresa cuando a mediados de 2009 me llamó Blanca Berasategui, de El Cultural, para proponerme una columna quincenal para una página en la que nos alternaríamos Fernando Aramburu y yo, una semana él y otra yo. Por entonces –importa hacerlo constar– yo no había leído nada de Aramburu, que estaba aún lejos de consagrarse con Patria y de cuyo libro de relatos Los peces de la amargura (2006) había oído decir buenas cosas. El plan era que cada columna recogiera alguna sugerencia o idea de la anterior, de modo que se estableciera una especie de diálogo indirecto. No se trataba propiamente de responder al otro, sino de trenzar las columnas muy libremente. Más o menos. La sección se tituló, proféticamente, “Gatos ensartados”, y rompió el fuego Aramburu con un texto sobre sus comienzos como poeta y un malentendido por su parte relativo a un premio al que se había presentado. El mío versó, más ampliamente, sobre los premios literarios en general, y al parecer no le gustó a mi compañero de columna, que lo tachó de “rapapolvo” y no perdió la ocasión de declarar que el asunto de los premios se la “refanfinflaba” (empleó este verbo, recuerdo). Yo repliqué diciendo que el hecho de que ciertas cuestiones nos la “refanfinflen” no siempre significa que sean irrelevantes ni nos sustrae de sus consecuencias. A partir de aquí la cosa fue subiendo de tono. Pronto se hizo patente que mi modo de pensar y de expresarme le cargaba de mala manera a Aramburu, cuya beatería y bobería no dejaban de asombrarme. (Lo considero desde entonces un paradigma del escritor bienpensante, que se caracteriza, antes que nada, por pensar bien de sí mismo.) El caso es que, apenas transcurridas diez semanas desde que la columna à deux comenzara a rodar, la cosa se estaba haciendo insostenible y Blanca Berasategui nos animó a ponerle fin, cosa que me correspondió hacer a mí con una columna final titulada, recuerdo, “Cuento de Navidad” (corría el mes de diciembre), y en la que me divertí escenificando un pesebre viviente interpretado por escritores españoles. La aventura duró apenas tres meses, doce semanas en total. La cosa crujió tanto que no pocos lectores pensaron que estaba preparada de antemano, que Aramburu y yo nos habíamos repartido los papeles de antagonistas. Pero no fue así. No he sido capaz de dar con los artículos en la red, así que no puedo enlazarlos. Pero siempre que recuerdo este episodio lo hago entre risas.
07.11.24
Desde la redacción de CTXT me rebotan la carta de un joven escritor que pide mi opinión acerca de si tiene o no sentido autoeditarse. Es una carta larga y digresiva, que leo con interés y simpatía. En un momento dado, su autor, después de preguntarse sobre el sentido o no de escribir, me dice: “Todo esto empezó con el genocidio. Pensaba: ‘Debería dejar de escribir por el genocidio’. No como protesta, porque no tengo nada con lo que amenazar, sino porque ante ello cualquier poema es papel mojado. Es que vaya puta cara, escribir un poema, si lo piensa bien. Incluso sobre el genocidio. (¿Especialmente sobre el genocidio?) ¿Se imagina? Es casi para darle una paliza al autor, a veces. Y luego, cuando alguien pare a Israel o hayan muerto todos los palestinos, volveré a escribir porque me hace feliz y no sé hacer otra cosa, pero dejará de tener sentido como no lo tiene ahora, porque será una literatura sin fe y los lectores serán los bebés de 0 años muertos. Balbuceos en una tierra muerta”. Este pasaje conmovedor me recuerda ese otro, que tantas veces recuerdo, de “La profesión de escritor”, el imponente discurso pronunciado por Elias Canetti en Múnich, en 1976, con motivo de haber sido nombrado doctor honoris causa por la Universidad Ludwig-Maximilian. Decía Canetti en esa ocasión: “Por casualidad encontré hace poco la siguiente nota suelta de un autor anónimo, cuyo nombre no puedo citar por el simple hecho de que nadie lo conoce. Lleva la fecha 23 de agosto de 1939, es decir, una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, y su texto es como sigue: ‘Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra’. ¡Qué absurdo!, nos decimos hoy en día, sabiendo lo que desde entonces ha ocurrido. […] La leí irritado y la copié con creciente indignación. He aquí, pensé, una muestra de lo que más me desagrada en la palabra escritor, una pretensión que se halla en flagrante contradicción con lo que un escritor podría hacer en el mejor de los casos, un ejemplo de esa fanfarronería que ha desacreditado tanto esta palabra y nos infunde recelo en cuanto alguien del gremio se da golpes de pecho y empieza a pregonar sus monumentales intenciones. Pero luego, en los días que siguieron, me di cuenta asombrado de que la frase se negaba a abandonarme y acudía a mi mente todo el tiempo, de que yo la cogía, la desmembraba, la arrojaba lejos y volvía a recogerla, como si sólo estuviera en mi poder hallarle algún sentido. Su manera de empezar era bastante extraña: ‘Ya no hay nada que hacer’, expresión de una derrota total y desesperada en un momento en que debían de iniciarse las victorias. Y puesto que todo está orientado en función de esa derrota, la frase prefigura el desconsuelo del final como algo inevitable. No obstante, la auténtica frase: ‘Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra’ contiene, examinada más de cerca, todo lo contrario de una fanfarronada, vale decir que es la confesión de un fracaso absoluto. Pero es todavía más la confesión de una responsabilidad, precisamente allí –y esto es lo sorprendente del caso– donde menos cabría hablar de responsabilidad en el sentido usual del término. En esta frase, alguien que piensa sinceramente lo que dice –pues lo dice en la intimidad–, se vuelve contra sí mismo. No fundamenta su pretensión: renuncia a ella. En su desesperación por lo que ha de llegar muy pronto se acusa a sí mismo, no a los verdaderos causantes, a quienes sin duda conoce perfectamente, pues de lo contrario pensaría de otro modo sobre el futuro. El origen de mi irritación inicial era, pues, uno solo: la idea de aquel individuo sobre lo que debía ser un escritor, y el hecho de que él mismo se considerara como tal hasta que el estallido de la guerra echó por tierra todos sus ideales. Y es justamente esta reivindicación irracional de una responsabilidad lo que me hace pensar y me seduce del caso. Cabría recordar aquí que también fueron ciertas palabras, una serie de palabras recurrentes empleadas en forma consciente y abusiva, las que causaron esa situación de inevitabilidad de la guerra. Si eso pueden provocar las palabras, ¿por qué no pueden impedir otro tanto? No es extraño que quien frecuenta las palabras más que otros también espere más de sus efectos que otra gente” (discurso recogido en La conciencia de las palabras, traducción de Juan José del Solar).
08.11.24
Riñe así Yahveh a Israel, y parece que fuera hoy, o al menos eso desearíamos algunos que no creemos en Yahveh: “Porque vuestro tumulto es mayor que el de las naciones que os rodean, porque no os habéis conducido según mis decretos ni habéis observado mis normas, y ni siquiera os habéis ajustado a las normas de las naciones que os rodean, por eso, también yo me declaro contra ti, ejecutaré mis juicios en medio de ti a los ojos de las naciones, y haré contigo lo que jamás he hecho y lo que no volveré a hacer jamás, a causa de todas tus abominaciones […] De la misma manera que tú has contaminado mi santuario con todos tus horrores y todas tus abominaciones, yo también te rechazaré a ti sin una mirada de piedad, tampoco yo perdonaré. […] Y haré de ti una ruina, un oprobio entre las naciones que te rodean, a los ojos de todos los transeúntes. Serás oprobio y blanco de insultos, ejemplo y asombro para las naciones que te rodean, cuando yo haga justicia de ti con cólera y furor, con furiosos escarmientos. Yo, Yahveh, he hablado” (Ezequiel 5:6-16).
9.11.24
Leo en el blog personal de Rafael Poch: “El izquierdista ucraniano Maxim Goldarb firma esta carta abierta a la Internacional Socialista en nombre de la izquierda ucraniana. Por petición de Goldarb la web alemana NachDenkSeiten la ha publicado. En ella se hace un llamamiento al regreso a los ideales socialistas y socialdemócratas de grandes políticos como Olof Palme y Willy Brandt. El autor se muestra desconcertado por la falta de apoyo a las organizaciones y activistas de izquierda del país, azotadas por el terror y las represalias del gobierno ucraniano, y menciona varios casos de detenciones, torturas y asesinatos de políticos, activistas y periodistas ucranianos de izquierdas en los años transcurridos desde 2022”.
10.11.24
Estupendo titular el de la entrevista que en El País hace Andrea Aguilar a la poeta y novelista canadiense Anne Michaels, candidata al premio Booker por su novela El abrazo: “Necesitamos entender que la esperanza es resistencia”.
12.11.24
¡El Premio Cervantes ha distinguido a Álvaro Pombo! ¡Por fin! ¡Ya era hora! Qué buena noticia.
13.11.24
Visito en la Fundación Miró de Barcelona la exposición Miró-Matisse. Más allá de las imágenes, comisariada por Rémi Labrusse. Una expo de pequeño formato que se propone “mostrar las relaciones profundas, duraderas y constructivas entre ambos artistas, sus concepciones del arte y sus obras”. Nunca pierdo la oportunidad de contemplar obras de Matisse. Es uno de los escasos artistas de renombre que pertenecen al “linaje de la alegría”, como me da por llamar al constituido por aquellos que aciertan a irradiar esta emoción en el conjunto de su obra. Artistas como Brueghel el Viejo, Fans Hals, Jean Arp, Alexander Calder… Joan Miró también, a menudo, y desde luego Matisse, de quien suelen recordarse estas palabras: “Sueño con un arte de equilibrio, de tranquilidad, sin tema que inquiete o preocupe, algo así como un lenitivo, un calmante cerebral parecido a un buen sillón”. Una declaración en las antípodas, se diría, de lo que tiendo a pensar más a menudo, de aquello que decía Kafka de lo que tenían que ser los libros: el hacha que rompe el mar helado dentro de nosotros. Pero es que el arte, como la literatura, cumple distintas funciones, y no seré yo quien le afee a Matisse ese ideal. Lo dijo Roque Dalton en un brindis famoso: “La alegría es también revolucionaria, camaradas, / como el trabajo y la paz”.
15.11.24
El amor es algo precioso es como tener algo más bonito y secreto. Algo bonito es el amor.
El odio es algo sin cariño algo oscuro y sin coro de música. La música es amor.
(Redacción escolar de una alumna de nueve años de un colegio público de Madrid.)
17.11.24
“Badalona tendrá el árbol de Navidad más alto de España, de casi 43 metros de altura”. Así lo anuncia el alcalde de la ciudad, Xavier García Albiol, “el político más alto de España” (más de dos metros). Sí, sí, el mismo que, sea Navidad o no, gusta de despacharse con declaraciones de corte abiertamente racista (aquí y aquí). En la misma entrevista en la que deja este titular tan excitante, García Albiol promete además que en 2025 Badalona instalará, con licitación previa, 400 cámaras de seguridad con inteligencia artificial incorporada en los 34 barrios de la ciudad, además de incorporar nuevos agentes para la Guardia Urbana. Bien por los badaloneses, que ya no tendrán que temer que, concluida la cabalgata, el rey Baltasar y sus pajes se escapen, ocupen ilegalmente viviendas y se pongan a hacer las tropelías a las que esa gentuza es tan aficionada.
21.11.24
Entre los buenos libros que llevo leídos en el transcurso de este año se cuenta En ningún lugar. En parte alguna (1979), de Christa Wolf. En castellano lo editó la barcelonesa editorial Laia hace ya mucho, en 1984, en una esforzada traducción de Marisa Presas que recuperó en 2021 la efímera pero muy meritoria editorial Lasmigastambiénsonpan. Antes que ella, la había repescado Seix Barral en 1992. Se comprende esta insistencia, a través de los años, en poner en circulación un libro realmente precioso, que ronda –en forma ensayística primero, y luego en forma de nouvelle– una figura casi secreta del romanticismo alemán: Karoline von Günderrode (1780-1806). Una figura que Christa Wolf contribuyó a “rescatar”, como suele decirse. Karoline von Günderrode, cuya personalidad recuerda la de autores como Hölderlin y Kleist, se suicidó a los veintiséis años de edad, y su vida intensa y desdichada sirve a Wolf para sondear las paradojas de un momento histórico en el que una serie de mujeres emergieron simultáneamente del anonimato: “La época y sus lemas de ‘libertad’ y ‘personalidad’ había prendido también en las mujeres, pero las convenciones les hacían prácticamente imposible avanzar un solo paso hacia su independencia […] Puede verse en los círculos de amigos de aquella época las primeras organizaciones en las que las mujeres actúan en un plano de igualdad. Pocos años más tarde, en las ciudades grandes, especialmente en Berlín, se convertirán en fundadoras y centros de estos círculos: los salones. El tono y el intimismo de sus mutuas confesiones, la dirección de sus intereses, los temas sobre los que intercambian sus puntos de vista, las nuevas formas de vida y de pensar que tratan de encontrar, pueden considerarse como un intento, quizá inconsciente, de introducir elementos femeninos en una cultura estructurada sobre el patriarcado. Estas jóvenes, las primeras intelectuales femeninas, vive en los inicios de la industrial, la visión del trabajo y de la entronización de la ratio como una violación de su naturaleza”. La vibrante y pionera incursión de Wolf en la figura de Von Günderrode se matiza maravillosamente en el relato que da título a su libro y que narra un encuentro hipotético, en una reunión social, de Karoline y Heinrich von Kleist. Cerca de medio siglo después de haber sido publicado originalmente, asombran la vigencia y la belleza de este soberbio y conciso artefacto, que es a la vez un ensayo biográfico, un poema narrativo y una emocionante e inteligentísima proyección del periodo posrevolucionario (me refiero a la Revolución de 1789) en nuestro presente.
No diré que me escandaliza pero sí me alarma el mensaje soterradamente trumpista de Gladiator II
22.11.24
Usando como coartada a una de mis sobrinas, fui ayer noche a ver Gladiator II, a qué ocultarlo. Tan mala como era de esperar, y además interminable, pero qué quieren, la vi sin disgusto (soy muy transigente una vez metido en una sala de cine), a ratos divertido con los estupendos anacronismos, como ese bar romano en que los personajes conspiran, con pequeñas mesitas, un jarroncito con flores y botellines de vino; o como ese periódico en semipapel, Roma, que lee en latín un senador mientras desayuna. Eso sí: no diré que me escandaliza pero sí me alarma el mensaje soterradamente trumpista de la película. “Fuerza y honor”, reza el lema de los gladiadores. Y los personajes no dejan de invocar “el sueño de Roma” que al parecer acariciaba Marco Aurelio. Una Roma, como los Estados Unidos que promete Trump, renacida de sus corruptelas y despilfarros, libre de nuevo, poderosa de nuevo, regenerada por un héroe desentendido de las élites políticas, que vence en desventaja al malo malísimo que se le opone, que por si fuera poco es negro.
23.11.24
Manuel Vicent publica en El País una columna dedicada sobre todo a evocar “una merienda con Benet, Jesús Aguirre y García Hortelano” (así se titula la columna) en el Madrid de los 70, cabe deducir. Como todas las que protagoniza Juan García Hortelano, la anécdota está llena de gracia. Pero Vicent la prologa con un extraño rebote de amarga suspicacia. Dice así: “Ignoro si entre escritores, poetas y artistas puede darse una verdadera amistad. Unos y otros dicen admirarse en las dedicatorias, se funden con abrazos en los encuentros literarios, pero el ego del artista tiene un caparazón muy compacto que apenas deja un resquicio por el que pueda colarse alguien capaz de disputar, ignorar o no compartir por entero su trabajo. Aquella dorada pandilla de la gauche divine, amamantada en los peluches de Boccaccio de Barcelona, años cincuenta, formada por escritores, poetas, intelectuales y artistas, se divertían juntos, bebían juntos, compartían éxitos, se entrecruzaban amores, pero siempre me he preguntado si bajo las risas, juergas, viajes y mutuos elogios con un gin-tonic en la mano correría el áspid de la envidia y del resentimiento y no eran tan felices como trataban de demostrar”. ¿Y por qué demonios le da a Vicent por preguntarse tal cosa? ¿Por qué poner en duda esa aspiración a la felicidad y esa amistad que documentan de manera emocionante y contundente tantos poemas y testimonios? ¿Por qué no admitir que, por transitoria que sea, por muy expuesta que estuviera a las inclemencias del tiempo, esa felicidad y esa amistad no fue una pose de escaparte? Extraña que Vicent no crea en la amistad entre escritores, poetas y artistas cuando tanto la literatura como el arte han solido crecer a su amparo. Serán los demonios de la vejez.
24.11.24
Menuda sarta de lugares comunes que hilvanó ayer Javier Cercas en su discurso de recepción en la Real Academia Española. No vale la pena enumerarlos, ni siquiera sumarísimamente. Pero no quiero dejar de reparar en algo que no es la primera vez que llama mi atención a propósito de Cercas. Tiene que ver con su resentida percepción de la crítica. Decía Cercas en su discurso: “Si uno es aficionado a recorrer las revistas y suplementos literarios actuales, fácilmente puede tener la impresión de que, al menos para una parte de la crítica, la buena literatura atiende a ser, con escasas excepciones, una literatura minoritaria, secreta, casi de catacumbas, y que la literatura que goza de lectores numerosos está incapacitada para ser buena literatura”. Y a continuación sacaba a colación unas palabras del crítico y escritor argentino Daniel Tabarovsky que ya fueron objeto de una ofendida refutación, por parte del mismo Cercas, en una vieja columna de El País Semanal. Remito a esa lamentable columna (del año 2021, pero refrita con ocasión del discurso en la RAE) a quien tenga curiosidad por saber qué opina Cercas de la crítica. Y le invito a leerla teniendo muy presente que cuando la escribió no hacía dos años que había obtenido el Premio Planeta. Comprenderá mejor, así, la violencia con que se expresa Cercas (quien no sé qué revistas y suplementos literarios lee, al parecer poblados de comentaristas muy exigentes, que no les pasan una a tipos como Pérez Reverte o el mismo Cercas), y la que emplea para arremeter contra Tabarovsky por haber dicho –vale que con puntas provocadoras– algo tan plausible como que el éxito mainstream en la industria literaria casi siempre implica “alguna forma de derrota artística”. Repárese en cómo los términos empleados por Tabarovsky –mainstream e “industria literaria”– aluden a las condiciones de nuestro presente, no a la época de Homero ni a la de Cervantes. Se entiende por mainstream lo que constituye una ‘tendencia, moda o gusto dominante seguido por la sociedad’. Si uno lo piensa dos veces, no cuesta mucho convenir que no pocas obras maestras de la literatura, leídas hoy por muchos, se abrieron paso muy lentamente en el favor del público, y que así fue por cuanto conquistaban nuevos territorios de expresión y de sentido que en su momento fueron recibidos con indiferencia o estupor, dado que subvertían o dilataban los códigos de las retóricas y del pensamiento dominantes, generando extrañeza, escándalo, incomprensión o rechazo. Con todas las excepciones que se quiera, el éxito unánime de un libro en el momento mismo de su publicación suele ser indicador de su sintonía con esas retóricas y pensamiento dominantes, lo cual no pocas veces obedece a una acrítica aceptación de los mismos. Es en este sentido en que cabe pensar que la obra literaria con ambición de conquista sale “derrotada” cuando se impone sin resistencia, por cuanto ello suele implicar falta de riesgo, de aventura, de visión y de audacia. Por supuesto que ningún escritor está obligado a asumir tales pretensiones para su obra. Pero la susceptibilidad de Cercas parece indicar cierta incomodidad por no hacerlo, da igual que luego el éxito mismo sirva de lenitivo a su malestar. Salvo contadas excepciones –Mendoza, por ejemplo–, los escritores de postín que han consentido presentarse al Planeta para ganarlo (siempre con todas las garantías, en connivencia con un tinglado corrupto) llevan mal el papelón que les corresponde desempeñar y se amparan en un populismo de saldo que los invita a hablar compulsivamente del plebiscito de los lectores (a quienes atribuyen, cómo no, “la última palabra”), de la reconfortante ampliación de su público, de la alegría de sentirse tan querido y apreciado. A veces da un poco de apuro. Y de pena también.
26.11.24
Este reportaje de Greenpeace viene muy a pelo en pleno Black Friday (qué rabia me produce escribir esta mierda de etiqueta) y con las rebajas de enero a la vista: “Dado que no existe infraestructura para eliminar estas enormes cantidades de residuos textiles y los vertederos oficiales están desbordados, los residuos se arrojan en cualquier parte. A veces se vierten a lo largo de los ríos o en las inmediaciones de las poblaciones, son utilizados como combustible o, simplemente, quemados a cielo abierto. Esto tiene un gran impacto en la salud de las personas que viven cerca y en el medio natural. Los tejidos sintéticos pueden tardar decenas de años en biodegradarse. Además, muchas prendas contienen productos químicos peligrosos que se utilizan durante el proceso de producción que pueden afectar gravemente al medioambiente. En definitiva: producimos demasiada ropa y generamos un problema que, en buena medida, pagan las personas más vulnerables y el planeta”.
29.11.24
Creo no haber dicho aún que tengo siete hermanas. Siete, sí. Eran otros tiempos. Dos de ellas hace ya treinta años que viajaron a Cusco durante el verano para colaborar en una ONG. Aunque fueron allí para desempeñar tareas más bien técnicas (en calidad de asesora informática una y de fotógrafa otra), no pudieron menos que observar la miseria omnipresente, y en particular el gran número de niños en situación de desprotección familiar –de abandono, se decía antes– que permanecían días y hasta semanas hacinados en una “Comisaría de Familia” a la espera de ser reubicados. Es imposible hacerse una idea de lo que era Cusco hace treinta años, en contraste con lo que es hoy. Pero conste que, en determinados niveles, la miseria sigue siendo la misma o más. El caso es que, impactadas por lo que vieron (no sólo la miseria, también a tantas personas dedicadas a ayudar a quienes más lo necesitaban), mis hermanas decidieron regresar a Cusco y abrir allí un centro de acogida temporal para esos niños –tantos como pudieran– a los que, mientras no se resolvía su situación, ellas se dedicarían a cuidar y a educar. Nació así Amantaní, una asociación sin ánimo de lucro que opera gracias a los donativos de una red de familiares, amigos y varias empresas colaboradoras que han tenido conocimiento de su existencia y de su labor. Una labor discreta pero impresionante, créanme, y cuyo peso viene recayendo casi enteramente, desde entonces, sobre mis dos hermanas. Con el tiempo, y dada la dificultad de reubicar a todos los niños acogidos, Amantaní creó unas “casas familiares” que albergan cada una nueve o diez niños, niñas y adolescentes al cuidado de tutoras en el rol de madres sustitutas. En esas casas se aspira a darles un trato individualizado en un entorno familiar. Por si fuera poco, Amantaní brinda apoyo a los niños y niñas que sí han conseguido volver con sus familias, a veces en entornos muy problemáticos. Y todo esto con muy pocos recursos, dado que el Estado, que carece de suficientes centros de acogida oficiales para atender a las necesidades de tantos niños como hay en situación de desprotección familiar, sigue desentendiéndose de ayudar a la financiación de los centros particulares. Desde sus comienzos, Amantaní ha albergado a más de mil setecientos menores, no sin atravesar muchas dificultades, como ahora mismo, en que apenas consiguen cubrir sus gastos mínimos. Mis hermanas tienen la esperanza de lograrlo estas Navidades, y así prolongar el milagro de, durante un año más, brindar una atención todo lo integral posible a la infancia más vulnerable. Si usted, lector, ha llegado hasta aquí, considere por favor la posibilidad de ayudar. Es la primera vez que hago un llamamiento público de este tipo. Lo hago desde una revista que resiste a fuerza de suscripciones y donativos espontáneos que ayudan a perseverar en su tarea informativa, abiertamente comprometida con la justicia social. Los objetivos de Amantaní no compiten con los de CTXT, al contrario. Amantaní, por cierto, es el nombre de una isla circular que se encuentra en el lago Titicaca, a casi cuatro mil metros de altura. Una pequeña isla de campesinos que viven organizados en un sistema mancomunado. También el centro de acogida creado por mis hermanas es una pequeña isla, entre otras. Una isla de amor y de esperanza, en su caso. Es por Navidad que suele cantarse aquello de “paz en la Tierra a los hombres y mujeres de buena voluntad”. Pues eso.
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