Samuel Romero / Activista ecologista y vecino de ALDAIA
Yayo Herrero 5/12/2024
Samuel Romero. / Fotografía cedida por el entrevistadoLos momentos previos a esta DANA pasarán a la historia como un ejemplo de desidia criminal, y la gestión posterior fue también lamentable. No olvidar y estar al lado de las personas y territorios requiere hacer un seguimiento de lo que está sucediendo ahora, y lo queremos hacer a través de los ojos y la experiencia de quienes lo viven cotidianamente.
Volvemos a hablar, por ello, con Samuel Romero, que realiza un balance y valoración de este último mes desde la zona cero.
¿Cómo ha evolucionado la situación?
Evoluciona de una forma tremendamente lenta. A un ritmo que, a todas luces, parece incompatible con vidas dignas. Todavía hay garajes inundados, calles llenas de barro, coches destrozados, aceras impracticables y casas sin esperanzas de mejora. La sensación es de olvido. Un olvido áspero como el barro seco que pisamos y respiramos cada día.
Estamos comprobando que vivimos en un sistema nada resiliente, donde el nivel de respuesta y recuperación queda siempre condicionado al pulmón económico de cada empresa y familia. Los cuidados, la salud mental, la respuesta a las necesidades de nuestros hijos e hijas y nuestras personas más dependientes han quedado en un segundo plano. Aquello que no se circunscribe a la monetización de la supuesta recuperación se ignora. Corremos el riesgo de normalizar nuevas realidades que suponen un enorme retroceso en nuestra calidad de vida.
¿Qué valoración te merecen en el plano general las medidas aprobadas?
Pues que, más allá de la valoración económica, se olvidan de la dureza de lo vivido. Estamos asistiendo una vez más al parcheado de situaciones catastróficas. El nivel de respuesta se centra en lo económico, que por supuesto es necesario para rehacer vidas, pero ignora de nuevo el problema de fondo. Hace apenas dos semanas, después de esta catástrofe, el presidente del Gobierno seguía hablando de crecimiento económico como si las consecuencias de ese crecimiento no estuvieran ligadas a la catástrofe vivida. Esta pasada semana, Mazón ultimaba detalles para aprobar la construcción de nuevos desarrollos en zonas inundables y la reforma que permita construir cerca de la línea de costa.
Es un nivel de irresponsabilidad tan tremendo que se perciben estas ayudas como una compra de silencio. En el día a día esa ayuda es inexistente. La forma de autoorganización del voluntariado fue una respuesta asombrosa e ilusionante. Después, siguió un despliegue de medios de mayor alcance que permitió comenzar a recuperar algunas calles, pero, hoy en día, apenas quedan medios. Y está todo por hacer.
¿Qué urgencia mayor hay que recuperar los colegios de nuestros hijos e hijas? ¿Qué urgencia mayor puede haber que reparar cada casa y cada calle pensando en no repetir errores pasados y contribuir a la transformación de nuestros pueblos y ciudades en entornos más amables y pensados para vivirlos?
Mi vecina lleva un mes sin salir de casa por no tener ascensor. Es un retroceso enorme en su propia dignidad porque estamos obligados a tener que pagar un dinero, que muchas familias no tienen, para reparar nuestro ascensor.
Hemos pensado antes en grandes cifras que en la crudeza de muchas realidades. Es el síntoma de la desconexión absoluta de las instituciones con la realidad social.
¿Cómo es la cotidianeidad de la vida en los pueblos arrasados?
Muy triste y dura. Intentamos recuperar cierta normalidad. Sobre todo, quienes tenemos hijos e hijas, intentamos que prime la alegría. Pero es duro levantar la persiana cada mañana y ver que tú y tu gente seguís sin ser una prioridad. Que tenemos que aprender a convivir con el barro, con el pueblo roto (en lo físico y lo metafórico), con coches amontonados en cada acera, respirando polvo. Y me niego. Me niego a aceptar una realidad que suponga destrozar las condiciones de vida de la clase trabajadora.
Es un riesgo normalizar contextos de miseria, de supervivencia y de ilusiones truncadas. El piloto automático de la supervivencia es muy peligroso porque nos nubla la imaginación de futuros mejores. Y yo sigo pensando que la organización consciente de quienes habitamos los pueblos es capaz de dibujar y conseguir vidas mejores, donde nuestro futuro no quede condicionado a la mercantilización de nuestras vidas o a indicadores económicos que nunca entenderán las necesidades reales.
¿De qué hablamos cuando escuchamos que los pueblos han vuelto a la normalidad?
Exclusivamente de la vuelta a rutinas de producción. La vuelta al trabajo. Es curioso que la primera prioridad fuese limpiar las calles. Pero exclusivamente la calzada. Las aceras siguen, en muchos casos, amontonando coches llenos de barro, siguen con las tapas del alcantarillado rotas, imposibles para el paso con un carro de bebé o una silla de ruedas.
Aquello que no se mercantiliza carece de prioridad. Porque aún hay cientos de niños y niñas sin colegios, sin parques, sin plazas y sin casas. La normalidad debe referirse al destrozo de lo común y lo público. Esa normalidad sí que han sabido recuperarla, porque la recuperación de cada casa, ayuda económica insuficiente a parte, parece condicionada a las posibilidades de pago de cada familia.
El capitalismo que nos ahoga entiende mucho de ese destrozo. Las empresas condenadas por la trama Gürtel siguen recibiendo contratos a dedo. Igual esa es la normalidad a la que se refieren. Mientras, nuestras rutinas se han visto condicionadas al barro, a tener que buscarnos la vida para que nuestros hijos e hijas no sufran las consecuencias de no ser la prioridad para quienes nos gobiernan.
¿Dirías que se está abordando el posDANA desde un enfoque de justicia y derechos?
No existe esa mirada. La recuperación económica no incluye indicadores de justicia y derechos. La búsqueda de recursos materiales para recuperarnos de los destrozos causados se ha quedado en manos del mercado económico. Y ese mercado vive constantemente de espaldas a cualquier enfoque de justicia o derechos porque consigue agrandar aún más las desigualdades.
Pensemos en una familia de clase trabajadora que ha perdido su hogar (probablemente el único) y su vehículo. Es probable, además, que su puesto de trabajo esté sujeto a alguna medida temporal de restricción de la actividad. Pensemos ahora en una familia acomodada que también haya perdido su casa y su vehículo. ¿Hay algún ápice de justicia en esta recuperación? ¿Qué familia podrá volver a alcanzar una vida digna?
El desborde de recursos inicial fue gracias al voluntarismo de la gente. Y eso es fantástico por la conciencia de clase y la solidaridad generada. Sin embargo, tiene un efecto pernicioso en el medio plazo: las instituciones se olvidan de gran parte de la respuesta porque ven atendida esa necesidad en las voluntades de quienes vinieron a ayudar. Pero es inaceptable que la recuperación de vidas se supedite al voluntariado.
¿Hay algún debate abierto sobre una reconstrucción consciente de que este tipo de eventos son ya una nueva normalidad?
Yo no veo ninguno más allá de algunas organizaciones ecologistas. Porque todo el planteamiento de fondo sigue intacto. Seguimos promoviendo el mismo urbanismo atroz, el mismo nivel de consumo y emisiones y el sostenimiento, como primera premisa, de un sistema económico que nos mata. De forma literal.
Parece que la respuesta continuada a las crisis endémicas del sistema (rescates bancarios sucesivos) forman parte de la normalidad. Pero plantear la reconstrucción de nuestras ciudades, pueblos y, sobre todo, el entorno natural, es una responsabilidad que nadie quiere asumir porque cualquier análisis riguroso y responsable choca de lleno con ese ansiado crecimiento económico centrado en consumir más y construir más. Nadie quiere abordar el debate de fondo sobre qué va a pasar en las ciudades y pueblos construidos en suelo inundable, cómo hacemos nuestro entorno más resiliente, cómo contribuimos a frenar el avance de las peores consecuencias del cambio climático.
¿Qué crees que se podría haber hecho de otra forma?
Desde luego, no permitir la normalización de contextos distópicos como el que vivimos. Porque siembra en el imaginario colectivo dos aspectos muy graves: el abandono de las instituciones públicas en la recuperación de nuestras vidas y el deterioro de nuestras condiciones de vida.
Lo primero es el nivel de aviso, por supuesto. La máxima responsabilidad de esta catástrofe es de la Generalitat Valenciana que ignoró por completo las alertas de la AEMET. Como ya comentamos, ignorar el cambio climático sistemáticamente conlleva a no tomar en consideración sus consecuencias y ningunear las alertas de la ciencia. Me cuesta asimilar aquellas ideologías que alardean de ignorar la ciencia. Es un retroceso social brutal. Es un insulto a la inteligencia.
En el nivel de respuesta he echado en falta dos cuestiones: comités de respuesta locales, que atiendan necesidades de principio a fin, y un comité de recuperación, con el foco en el medio plazo. A este le corresponde analizar lo sucedido y plantear, en el marco de la crisis ecológica y social actual, qué medidas deberían ir desarrollándose en cada plano para abordar este escenario: desde la educación, la sanidad, las emergencias, la protección de nuestros ecosistemas, la estructura de nuestros pueblos y ciudades, la forma de movernos.
En lo concreto, ha habido una falta absoluta de organización y viene precedida por la falta de aterrizaje de las instituciones en cada calle y en cada casa. La política local debe centrarse en las realidades más concretas para dar respuesta desde lo colectivo a esas necesidades. A nivel educacional no había otra urgencia que dar respuesta a los cientos de niños, niñas y adolescentes sin centro educativo. Un mes después, la respuesta es solo parcial. Es evidente que el contexto no tiene precedentes cercanos de una catástrofe similar. Pero ya deberíamos haber sido capaces de movilizar una respuesta más centrada en la crudeza de cada familia y realidad que en las grandes cifras.
¿Qué aprendizajes cree que habría que sacar de lo vivido?
El aprendizaje debe partir de aceptar la gravedad del cambio climático. Que quienes llevan décadas alertando de los efectos del cambio climático son, además, quienes tienen la capacidad de modelizar otros escenarios que minimicen los peores efectos. Nuestra vulnerabilidad se ha visto una vez más expuesta y debe servirnos para tomar consideración de cómo esa vulnerabilidad se maximiza actuando de forma individual, mientras que en colectividad somos capaces de sostenerla y protegerla.
En el camino hacia una transición ecológica y social más justa debe hacerse un ajuste inmediato de los indicadores que miden la eficacia de las políticas públicas. El cambio climático, la resiliencia de nuestras ciudades y pueblos y las condiciones de vida de cada persona deben situarse como primeros índices a medir en la implantación de cada política pública.
Los aprendizajes deben trasladarse a la configuración de nuestras ciudades, a la protección de nuestros ecosistemas como absoluta prioridad, a pensar los efectos en cadena del modelo centrado en un consumo ilimitado, en las desigualdades locales y continentales que genera ese modelo y en nuestra enorme dependencia como especie y como individuos de los ecosistemas y del resto de personas. El contexto de decrecimiento, es decir, la necesidad de consumir menos recursos a nivel global, plantea un nuevo escenario. El problema de entenderlo bajo el prisma de la distopía es que aquello que miramos ahora nos impide pensar futuros mucho mejores. Por eso la recuperación es una urgencia. Porque el contexto de decrecimiento global debe ser, además, justo. Y en ese reparto equitativo y justo de los recursos debemos ser perfectamente capaces de imaginar vidas mejores. Donde nuestras condiciones de vida estén garantizadas y tengamos la capacidad de decidir sobre nuestro tiempo.
Hay un punto de aprendizaje que nos debe servir para llevarlo a otras situaciones: la capacidad de movilizar recursos económicos en escenarios de crisis hace décadas que dejó de ser un problema. Lo hemos visto en otras situaciones similares o en los rescates bancarios. Siendo así debemos exigir ese mismo nivel de respuesta para afrontar la transición ecosocial. El dinero no debe ser un problema.No parece que quienes gobiernan estén entendiendo la gravedad del escenario. Pero seguiré siempre pensando que la política tiene como fin encontrarse con las necesidades sociales para dar respuesta permanente a ellas, con el marco de nuestros ecosistemas como límite en el que todo sucede y, por supuesto, con los ingredientes de justicia y derechos que no pueden abandonarse. Puede que el plano institucional nos esté dando la espalda. Pero no se nos puede olvidar que está en nuestra mano darle la vuelta.
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