Damián Huergo (Anfibia) 24/08/2023
Una reconstrucción de la historia de la droga que cambiaría para siempre la idea de “percepción” y su llegada a la Argentina
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En la cultura popular alemana existe la leyenda de que, en los campos sembrados, los cereales ondulan no por el soplido del viento sino porque un demonio, “la madre de los granos”, camina entre el medio envenenando todo lo que toca a su paso. Y agregan: cuando la cosecha se echa a perder, se debe a que sus hijos, “los lobos del cornezuelo del centeno”, anduvieron por el territorio, probando sus dientes, alimentando sus cuerpos, antes de huir por el sendero que marca la claridad de la luna hacia la oscuridad absoluta.
Durante la Alta Edad Media, el consumo de pan de centeno contaminado por cornezuelo causó en Europa envenenamientos masivos. “El mal” que había generado epidemias y miles de muertes, como llama Hofmann a los acontecimientos en su autobiografía, apareció bajo la forma de dos características: como peste convulsiva (ergotismus convulsivus), caracterizada por síntomas epileptiformes y convulsiones, y como peste gangrenosa (ergotismus gangrenosus), que se manifestaba en gangrenas que generaban momificaciones en las extremidades. Al ergotismo también se lo conocía como “fuego sacro” o “fuego de San Antonio”, porque eran los antonianos, devotos del santo patrón, quienes se ocupaban de cuidar a los enfermos. En el siglo XVII se encontraron las causas del envenenamiento y, tanto en Europa como en algunas zonas rurales de Rusia, disminuyeron la frecuencia y dejaron de registrarse epidemias. La bola de fuego, encendida en el doblez de un cereal, siguió rodando solo en los libros de historia.
Siguiendo uno de esos principios paradojales que sostienen el equilibrio siempre en tensión del universo, el cornezuelo no solo género muerte y peste, sino también salvó y mejoró vidas. Su primer antecedente como remedio data de 1582. El médico municipal de Frankfurt, Adam Lonitzer, lo usaba como oxitócico para inducir el trabajo de parto. Si bien era un remedio a disposición de las comadronas, tal como se registra en herbarios de la época, el cornezuelo ingresó en la medicina oficial en 1808, por un trabajo del médico americano John Stearns. Su vigencia duró poco. En 1824, el médico David Hosack, también americano, fundamentó los peligros del cornezuelo para inducir partos y su función quedó relegada –siempre en el ámbito de la obstetricia– para evitar o controlar las hemorragias después del parto o de un aborto.
La siguiente incursión del cornezuelo lejos de la tierra y de los cereales fue en la química. Hofmann registra que desde mediados del siglo XIX empiezan a realizarse los primeros trabajos químicos. El objetivo era aislar las sustancias activas de esta droga y generar una fuente de alcaloides con aplicaciones farmacológicas, tales como la ergotamina, que se utiliza contra la migraña y los trastornos nerviosos. Sin embargo, su “gran golpe”, el punto de giro en su historia, fue en la década de los años treinta. En laboratorios ingleses y americanos, cuenta Hofmann, se empezó a desentrañar la estructura química de los alcaloides del cornezuelo. Precisamente en un laboratorio del Rockefeller Institute de Nueva York, los químicos W. A. Jacobs y L. C. Craig lograron aislar más de treinta variedades de alcaloides. En todos encontraron un componente en común: lo denominaron ácido lisérgico.
La primera valija de ampollas con ácido lisérgico que llegó a la Argentina terminó en un tacho de basura. Estaba envuelta en una caja de cartón. En uno de los ángulos superiores tenía una estampilla con el dibujo del Puerto del Rin en Basilea. El remitente decía: Calle Quintana 202, esquina Montevideo, Capital Federal, Argentina, Laboratorio Tarazi-Alberto Tallaferro.
El médico y psicoanalista argentino Alberto Tallaferro había hecho el pedido a Sandoz por medio del laboratorio de su amigo Tarazi. Cuando recibió la caja, la abrió de inmediato. Adentro había una valija pequeña, como las que usan los pintores para guardar pinceles y acuarelas. Con cuidado volvió a cerrar las tapas de la caja de cartón y la apoyó en la mesa de luz de la habitación matrimonial. Luego, sobre la cama que había tendido Rosa, la mucama paraguaya que según Tallaferro parecía haber salido de una obra de Gauguin, dejó una camisa blanca y una corbata negra con franjas rojas, y entró a bañarse.
Nadie sabe qué pensó Tallaferro mientras el agua le caía por la cara y le mojaba el pelo negro. Quizá tuvo la sensación extraña, sospechosa, paranoica, de ver realizarse de un modo sencillo una situación que a priori parece compleja. Quizá respiró hondo para calmar la ansiedad y no alterar el protocolo de investigación que había firmado para que le envíen la remesa. Quizá sintió que en sus manos, a pocos metros, tenía la llave de las puertas de la percepción. O quizá, cuando apagó el agua caliente y dejó caer sobre su espalda un chorro de agua fría, helada, se preguntó por qué se empeñaba en experimentar con técnicas nuevas.
(...) Durante cinco años no se hicieron más pruebas. Hasta la primavera de 1943, donde Hofmann, siguiendo un presentimiento, volvió a realizar la síntesis del LSD-25. En simultáneo, en la misma época, ya se trabajaba en la construcción de la primera bomba atómica, que se lanzó dos años después, en 1945. Dos descubrimientos, dos avances científicos, dos explosiones, dos hermanos díscolos del paradigma positivista que torcieron la historia de la humanidad, tanto en su capacidad destructiva como en su potencialidad perceptiva.
Cuando Tallaferro salió del baño, con una toalla blanca sobre los hombros, levantó la camisa de la cama. Pasó cada brazo por una manga y se abrochó los botones con disciplina. Hizo un paneo por la habitación buscando los zapatos. Su mirada no se detuvo en ningún rincón de la alfombra. Se congeló sobre la mesa de luz, la de su lado de la cama, donde hacía unos minutos había dejado la caja de cartón con ampollas de LSD adentro.
Gritó, gritó fuerte, Tallaferro. Tan fuerte que Rosa corrió rápido hacia el cuarto como si hubiera sonado una sirena. Sus hijos, acostumbrados a verlo berrear, también se sorprendieron ante una nueva tonalidad de su humor. Tallaferro preguntó por la caja. Rosa, atropellada, le contó que la vio en la mesa de luz, abierta, y la metió en una bolsa de nylon. Justo pasaba el carro de la basura, dijo. En Recoleta, en uno de los barrios más exclusivos de Argentina, de América Latina, en la década de los cincuenta aún pasaba el carro. Rosa salió rápido con las bolsas que se acumulaban en la cocina, también con la que tenía la caja con una estampilla de Basilea. Luego de saludar al basurero, al jinete curtido que guiaba a un caballo por el empedrado de Recoleta, tomó impulsó y tiró las bolsas al interior del carro. Sin despedirse, lo vio alejarse. Incluso, al darle la espalda, siguió escuchando el taconear del caballo sobre la calle de piedra (...)
Este texto se publicó originalmente en los talleres del Laboratorio de No Ficción Creativa de la revista Anfibia.
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