National Geographic 14/1/22
A finales de los 60 y los 70, previendo la devastación de posibles secuelas nucleares de la Guerra Fría, el presidente Mao ordenó a las ciudades chinas construir apartamentos con refugios antiaéreos capaces de resistir la ráfaga de una bomba nuclear. Solo en Pekín, se construyeron sin demora unos 10.000 búnkeres.
Pero cuando China se abrió al mundo exterior a finales de los 80, el departamento de defensa de Pekín aprovechó la oportunidad para arrendar los búnkeres a propietarios privados, ansiosos por aprovecharse de convertir estos otrora escondites en caso de lluvia radiactiva en minúsculas unidades residenciales.
Ahora, cuando cae la noche, más de un millón de personas —la mayoría trabajadores migrantes y estudiantes procedentes de áreas rurales— desaparecen de las bulliciosas calles y entran en un universo subterráneo, poco conocido para el mundo de arriba.
Fascinado por este fenómeno, el fotógrafo Antonio Faccilongo viajó a Pekín para documentarlo en diciembre de 2015. Aunque no resulta difícil encontrar los búnkeres —se encuentran literalmente por todas partes de la ciudad—, conseguir acceso fue difícil.
Parecía que, dondequiera que fuese, Faccilongo se encontraba con un guardia de seguridad que lo echaba o una ley municipal que prohibía a los extranjeros entrar en los refugios nucleares. Desalentado, presentó una solicitud oficial ante el gobierno local, que resultó rechazada. Finalmente, Faccilongo se coló durante el descanso para comer de los guardias.
Incluso después de obtener acceso, Faccilongo descubrió que muchos residentes se mostraban recelosos y en algunos casos estaban avergonzados ante el hecho de que les fotografiaran.
«Conocí a unas 150 personas y solo 50 me dieron permiso [para fotografiarlas]», afirma Faccilongo. «Algunas tenían miedo, porque les habían dicho a sus familias que tenían un buen empleo y que vivían en apartamentos decentes».
Las condiciones de vida en los búnkeres son duras.. Aunque los construyeron con sistemas de electricidad, fontanería y alcantarillado para poder acoger a personas durante meses de guerra o catástrofe nuclear, la falta de ventilación adecuada crea un aire estancado y enmohecido. Los residentes comparten cocinas y baños, que suelen estar abarrotados y en condiciones poco higiénicas.
La legislación local exige un espacio vital mínimo de cuatro metros cuadrados por inquilino, que, en muchos casos, se ignora. En una de las fotografías de Faccilongo aparece Jing Jing, de 4 años, que vive con su abuela, su padre y su hermano pequeño en una habitación tan diminuta que solo cabe una cama. Su casa se encuentra junto a un espacio más amplio usado como aparcamiento para motocicletas. «Es uno de los lugares más pobres donde he estado», afirma Faccilongo (...)
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