martes, 29 de enero de 2019

Chalecos amarillos, preámbulo de una crisis ecosocial global, de José Bautista

                         ¿Quiénes son exactamente los chalecos amarillos? ¿A qué se debe su irrupción y la violencia desproporcionada que tiene lugar en buena parte del país? La prensa internacional vuelve a poner el foco en Francia, uno de los países más estereotipados del mundo. Las dudas abundan, pero hay varias cosas claras: el movimiento de los chalecos amarillos nació tras la decisión del gobierno de aumentar los impuestos a los carburantes (no solo al diésel), se caracteriza por ser heterogéneo, apartidista, líquido, autoorganizado e impredecible, y es percibido con simpatía por más del 70% de la población, según las últimas encuestas. La mayoría de sus integrantes son personas blancas, de mediana edad, procedentes de zonas periféricas y rurales.
Los gilets jauneschalecos amarillos han logrado incluso cortar los Campos Elíseos y tomar el Arco del Triunfo. Esta acción tiene una importante carga simbólica: Napoleón, el gran líder de la Francia posrevolucionaria, había concebido avenidas amplias y grandiosas para, entre otras cosas, dificultar que las protestas bloquearan el tránsito de la capital francesa. La revolución y sus herencias parecen cada vez más obsoletas. ¿Qué hay de transgresor en este nuevo movimiento?
La aparición de los chalecos amarillos está generando amplios debates sobre su orientación ideológica (Le Pen y Mélenchon son los dos favoritos en este movimiento, con el apoyo de 4 y 2 de cada 10 chalecos amarillos respectivamente, según Elabe), el rol de las redes sociales y los bulos en la propagación de la ira, y el liderazgo improvisador de Macron. Rafael Poch, cronista privilegiado y de mirada larga, descarta una posible insurrección francesa porque las banlieues o periferias empobrecidas, conflictivas y de origen migrante están ausentes. Sin embargo, hay una discusión subyacente que también toma fuerza y resulta cuanto menos interesante: Francia parece estar viviendo la precuela de una lucha que aúna justicia social y lucha contra el cambio climático, un fenómeno que pronto podría extenderse a otros países, entre ellos España. Vayamos por partes.

La raíz del asunto

Macron decidió subir el precio de los carburantes y aquello fue la gota que colmó un vaso que ya estaba lleno: volvían a pagar los de siempre, los que más sufrieron recortes sociales, servicios públicos mermados, reducción de impuestos a las grandes fortunas (una de las primeras decisiones del presidente al llegar al Elíseo), precarización del trabajo, desigualdad en aumento en el país de la egalité. Pero para entender el desbordamientodel vaso hay que mirar más atrás: hoy se cosecha la ira sembrada por la desindustrialización de Francia en las décadas anteriores, el centralismo del Estado (París, París, París), la precarización del empleo y el abandonodel mundo rural y las zonas periféricas, grandes víctimas de la deslocalización de fábricas y las políticas implantadas desde París (lo analiza con precisión quirúrgica Christophe Guilluy en La Francia Periférica).
El geógrafo Roger Brunet habla de la “diagonal del vacío”para referirse a la franja que va desde el noreste al suroeste, un territorio en proceso de despoblación y con las tasas de desempleo más altas de Francia. Allí es donde explotó y se hizo fuerte el movimiento de los chalecos amarillos. ¿Por qué? Porque los factores que llenaron y desbordaron el vaso retumban allí con más fuerza. En las zonas rurales, con ciudades pequeñas y medianas, el coche es prácticamente imprescindible para ir al súper o a la estación de tren más cercana. La violencia extrema de la policía, habitual en entornos urbanos pero no tanto fuera de ellos, apuntaló la indignación de los chalecos amarillos. Los enfrentamientos con las autoridades y con otros ciudadanos ya han causado seis muertos, más que en el reciente atentado de Estrasburgo.
He ahí el quid de la cuestión: es imperativo combatir el cambio climático y, por tanto, es imprescindible subir el precio de los carburantesy concebirlos como un combustible del pasado, le pese a quien le pese. Pero cuando esta responsabilidad solo recae en una parte de la sociedad –la misma que padece la austeridad, los recortes y la precarización–, aparecen grandes fricciones, la ciudadanía pierde la confianza en sus representantes y los partidos ultraderechistas engordan. Macron llegó a ser la personificación de la esperanza en Europa, pero su gestión de esta crisis demuestra que no ha entendido el reto. La violencia policial, que ha dejado miles de detenciones y personas heridas (entre ellas, periodistas), no hace más que agitar una olla a presión que pide a voces válvulas de escape, no golpes. Una de las imágenes que estas movilizaciones dejan para la posteridad es la de los estudiantes de instituto arrodillados y custodiados por la policía (había 151 estudiantes detenidos, según los medios franceses). Qué paradoja que la escena se viviera en Mantes-la-Jolie, periferia de la periferia de París, ejemplo población deprimida y despoblada de Francia en la que las fachadas todavía reflejan trazas de un pasado próspero de fábricas abiertas y bares repletos.

Punto de inflexión

Macron improvisa. Está demasiado lejos de la realidad del francés de a pie para entender la rabia que expresan las calles. Primero dio marcha atrás en la subida del precio de los carburantes (se estimaba una recaudación anual de 33.000 millones de euros, de los que solo 7.000 millones serían revertidos en asuntos sociales). Después, viendo que la violencia no cesaba, apareció en televisión –23 millones de espectadores– para anunciar cuatro medidas: otorgar 100 euros extra a quienes cobran el salario mínimo (nota demagógica: Macron gastaba más de 8.000 euros al mes en su maquillador personal), anular el alza de las cotizaciones para pensiones bajas, y eliminar impuestos a las horas extra y a las bonificaciones que voluntariamente los empresarios dan a sus plantillas. Dos de estas medidas tienen trampa (están supeditadas a la voluntad del empresario), mientras que la ayuda complementaria al salario mínimo parece más una decisión publicitaria o que pretende dividir: de los casi 70 millones de habitantes que tiene Francia, solo 1,8 millones percibe la remuneración mínima y, en todo caso, ya estaba prevista una subida de 30 euros. Por si fuera poco, todo esto aumentará el gasto público. Macron puede permitírselo porque, a diferencia de Italia, Bruselas no le puede levantar la voz a Francia si se salta el objetivo de déficit(es el país europeo que más incumple este objetivo: 11 veces desde 1999). En resumen: respuestas cortoplacistas y superficiales por parte del Gobierno y la sociedad ante problemas que afectan a la médula de la nación y al gran desafío del siglo XXI.
Es probable que la rabia que expresa la población francesa no sea más que un síntoma visible de la inminente crisis ecológica y social global que se avecina. También es reflejo del individualismo que nos mueve: ni la crisis de las personas refugiadas, ni el trato favorable de Francia hacia regímenes autoritarios o su intervención en guerras lejanas produjeron niveles de indignación como los que se ven ahora ante una medida que afecta directamente al bolsillo de los ciudadanos. Pero también hay espacio para el optimismo. Por un lado, los chalecos amarillos revelan que hay vida más allá de sindicatos y partidos. Por otro, es la primera vez que en la Cumbre del Clima celebrada en Polonia (la llamada COP24), los representantes gubernamentales han hecho referencias constantes a los chalecos amarillos y la necesidad de acordar una transición ecológica justa para los trabajadores y trabajadoras. El eurodiputado español de origen francés Florent Marcellesi asegura que estamos ante una oportunidad para construir una transición, pero esta “solo puede ser justa y no dejar a nadie atrás”. La última encuesta Ipsos divulgada antes del cierre de esta edición también arroja un halo de esperanza: los Verdes aumentan del 9% al 14% en intención de voto entre los franceses de cara a las elecciones europeas.


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