MANOLO MONEREO | Publicado:
Se han vuelto a equivocar y por mucho. Renzi ha perdido rotundamente.
Poco han servido las tradicionales apelaciones al miedo, a unos
mercados en rebelión permanente y a la inestabilidad, a los peligros
-típicamente italianos- de la ingobernabilidad. De hecho las “reformas
Renzi” se pretendían legitimar invocando los sagrados nombres de la
eficacia, de la confianza y de la necesaria e ineludible convergencia
con Europa. El escenario ha sido el ya conocido en estos últimos
tiempos: una sólida alianza de los grupos de poder económicos y
mediáticos, con una parte nada desdeñable de la clase política y la
intervención directa de las instituciones de la Unión Europea en favor
del, hasta ahora, primer ministro italiano, a lo que habría que añadir,
un toque específico de distinción, la interesada colaboración del
presidente Obama. Se han vuelto a equivocar y no será la última vez.
La
derrota de Renzi ha sido clara. Con una participación elevada para este
tipo de referéndum (65,6%) la diferencia ha sido, más o menos, de 18
puntos, es decir, el sí ha obtenido un 40 % y el no ha superado el 59 %;
estamos hablando de 6 millones de votos. No es poca cosa. El problema
es en todas partes el mismo: ¿Cómo conseguir por vías democráticas que
las poblaciones, la ciudadanía, renuncien a derechos sociales
históricamente conquistados, a libertades civiles consagradas en los
textos constitucionales y consientan convivir el resto de sus vidas con
una degradación permanente de las condiciones de trabajo y existencia?
Éste es el problema real que las buenas conciencias de las izquierdas no
quieren afrontar: que el capitalismo realmente existente (el
capitalismo monopolista-financiero) es crecientemente incompatible con
la democracia constitucional y que exige -es la clave- una
redistribución sustancial de renta, riqueza y poder en favor de las
clases económicamente dominantes, de la oligarquía. Parafraseando un
viejo eslogan, “es el poder estúpidos, es el poder”.
No se trata
de conspiraciones, que las hay y en todas partes. Es más simple:
organizar la política, llevarla a cabo y conseguir determinados
objetivos más allá y más acá de unas instituciones puestas en crisis
precisamente -no se debería olvidar- por los que mandan y no se
presentan a las elecciones. No es casualidad que allá por mayo de 2013
el conocido banco de inversiones JP Morgan emitiese un informe titulado
“El ajuste de la Zona Euro, una tarea a medio hacer” donde se defendía
abiertamente la derogación de las constituciones democráticas de la
Europa del Sur. La narrativa era clara y sin demasiados rodeos: nuestras
Constituciones son la herencia de conquistas democráticas obtenidas
después de largas y duras dictaduras, donde la influencia de la
izquierda fue muy fuerte, lo que les dio un “sesgo socialista”
incompatible con el tipo de capitalismo dominante hoy en el mundo. Para
decirlo de otra forma, los derechos sociales, laborales y sindicales,
las libertades reales conquistadas en eso que se ha venido en llamar
Estado Social son un obstáculo a la globalización capitalista y a las
instituciones de la Unión Europea y, por lo tanto, deben de ser
superadas. Asombra la claridad, de un banco como JP Morgan, que tiene el
mérito de ser uno de los culpables de la crisis financiera
internacional, caracterizado -así lo puso de manifiesto el Congreso de
los EEUU- por sus prácticas delictivas, irregulares, cuando no
abiertamente mafiosas.
El proyecto Renzi fue algo más sofisticado.
En el centro -es el discurso dominante- la gobernabilidad y, sobre
todo, la estabilidad; para conseguirla se proponían un amplio paquete de
reformas constitucionales de mucho calado y un enésimo cambio en la ley
electoral. La clave de ambas es conocido: centralizar el poder en el
Ejecutivo, específicamente en el primer ministro y un sistema electoral
que garantizara a la fuerza que obtuviera el 40% de los votos, un premio
de mayoría que le diese el control de la cámara, es decir, el 54% de
los escaños. La ley “Renzi-Boschi” no entraba directamente en los
aspectos dogmáticos o en los grandes principios constitucionales y se
centraba en los aspectos orgánicos capaces de garantizar un Ejecutivo
fuerte, con mayor discrecionalidad y con mayor capacidad de eludir los
controles parlamentarios. La paradoja es ésta: para profundizar en el
proceso de integración europea es necesario limitar la democracia y
superar los principios del constitucionalismo social.
El horror a
la democracia se hará cada día más evidente. Para los grupos dirigentes
la construcción de lo que ellos llaman Europa, en realidad es la UE, es
demasiado importante para dejarla en manos de la ciudadanía, de las
mujeres y hombres comunes y corrientes. Nada es más utópico, menos
realista que pensar que se pueden mantener nuestras libertades, nuestros
derechos y nuestra cualidad democrática defendiendo un tipo de
construcción europea que se basa en un gigantesco proceso de acumulación por desposesión en favor de una minoría oligárquica cada vez más cerrada y con más poder.
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