James Livingston - 16 de Diciembre de 2016
http://ctxt.es/es/20161214/Politica/10037/empleo-trabajo-salarios-ocio-pobreza-informatizacion.htm
Para nosotros, los estadounidenses, el trabajo lo es 
todo. Desde hace siglos, más o menos desde 1650, creemos que imprime 
carácter (puntualidad, iniciativa, honestidad, autodisciplina y todo lo 
demás). También creemos que el mercado laboral, donde encontramos el 
trabajo, ha sido relativamente eficiente en lo que a asignar 
oportunidades y salarios se refiere. Y también nos hemos creído, hasta 
cuando es una mierda, que trabajar da sentido, propósito y estructura a 
nuestras vidas. Sea como sea, de lo que estamos seguros es de que nos 
saca de la cama por las mañanas, de que paga las facturas, de que nos 
hace sentir responsables y de que nos mantiene alejados de la televisión
 por las mañanas.
Estas creencias ya no están justificadas. De hecho, 
ahora son ridículas, porque ya no hay bastantes trabajos disponibles y 
porque los que quedan ya no sirven para pagar las facturas, a no ser, 
claro está,  que hayas conseguido un trabajo como traficante de drogas o
 banquero en Wall Street, en cuyo caso, en los dos, te habrás convertido
 en un gánster.
Hoy en día, todos a izquierda y a derecha, desde el 
economista Dean Baker al científico social Arthur C. Brooks, desde 
Bernie Sanders hasta Donald Trump, pretenden solucionar el 
desmoronamiento del mercado laboral fomentando el “pleno empleo”, como 
si tener un trabajo fuera en sí mismo una cosa buena, sin tener en 
cuenta lo peligroso, exigente o degradante que pueda ser. No obstante, 
el “pleno empleo” no es lo que nos devolverá la fe en el trabajo duro o 
en el respeto de las normas o en todas esas cosas que suenan tan bien. 
Actualmente, la tasa de desempleo oficial en EE.UU. está por debajo del 6
 %, muy cerca de lo que los economistas siempre han considerado “pleno 
empleo”, y sin embargo la desigualdad salarial sigue exactamente igual. 
Trabajos de mierda para todos no es la solución a los problemas sociales
 que tenemos.
En EE.UU. más de un cuarto de los adultos actualmente con trabajo cobra salarios más bajos de lo que les permitiría superar el umbral oficial de la pobreza
Pero no es que lo diga yo, para eso están los números.
 En EE.UU. más de un cuarto de los adultos actualmente con trabajo cobra
 salarios más bajos de lo que les permitiría superar el umbral oficial 
de la pobreza, y por este motivo un quinto de los niños estadounidenses 
viven sumidos en la pobreza. Casi la mitad de los adultos con trabajo en
 EE.UU. tiene derecho a recibir cupones de comida (el Programa 
Asistencial de Nutrición Suplementaria, SNAP por sus siglas en inglés, 
que proporciona ayuda a personas y familias de bajos ingresos, aunque la
 mayoría de las personas que tiene derecho no lo solicita). El mercado 
de trabajo ha fracasado, como casi todos los demás. 
Los trabajos que se evaporaron durante la crisis 
económica no van a volver, diga lo que diga la tasa de desempleo (el 
aumento neto en el número de trabajos creados desde 2000 se mantiene 
todavía en cero) y si vuelven de entre los muertos, serán zombis, del 
tipo contingente, de media jornada o cobrando el salario mínimo, y con 
los jefes cambiando tus horarios todas las semanas: bienvenido a 
Wal-Mart, donde los cupones de comida son una prestación.
Y no me digas que subir el salario mínimo a 15$ por 
hora es la solución. Nadie duda del enorme significado ético de la 
medida, pero con este salario, el umbral oficial de la pobreza se supera
 solo después de haber trabajado 29 horas por semana. El salario mínimo 
federal está en 7,25 $, pero para superar el umbral de la pobreza en una
 semana de 40 horas, habría que cobrar al menos 10$ por hora. Entonces, 
¿qué sentido tiene cobrar un sueldo que no sirve para poder ganarse la 
vida, sino para demostrar que se tiene una ética de trabajo?
Pero, calla, ¿no es este dilema una fase pasajera más 
del ciclo económico? ¿Qué pasa con el mercado de trabajo del futuro? ¿No
 se ha demostrado ya que esas voces agoreras de los malditos maltusianos
 estaban equivocadas porque siempre aumenta la productividad, se crean 
nuevos campos empresariales y nuevas oportunidades económicas? Bueno, 
sí, hasta ahora. La tendencia de los indicadores durante la mitad del 
siglo pasado y las proyecciones razonables sobre el próximo medio siglo 
se basan en una realidad empírica tan bien fundamentada que es imposible
 desestimarlos como ciencia pesimista o sinsentidos ideológicos. Son 
exactamente iguales que los datos sobre el cambio climático: si quieres 
puedes negarlo todo, pero te tomarán por tonto cuando lo hagas.
Los economistas de Oxford que estudian las tendencias laborales nos dicen que casi la mitad de los trabajos existentes están en peligro de muerte como consecuencia de la informatización que tendrá lugar en los próximos 20 años
Por ejemplo, los economistas de Oxford que estudian 
las tendencias laborales nos dicen que casi la mitad de los trabajos 
existentes, incluidos los que conllevan “tareas cognitivas no 
rutinarias” (pensar, básicamente) están en peligro de muerte como 
consecuencia de la informatización que tendrá lugar en los próximos 20 
años. Estos argumentos no hacen más que profundizar en las conclusiones a
 las que llegaron dos economistas del MIT en su libro Race Against the Machine
 (La carrera contra las máquinas), 2011.  Mientras tanto, los tipos de 
Silicon Valley que dan charlas TED han comenzado a hablar de “excedentes
 humanos” como resultado del mismo proceso: la producción cibernética. Rise of the Robots
 (El alzamiento de los robots), 2016, un nuevo libro que cita estas 
mismas fuentes, es un libro de ciencias sociales, no de ciencia ficción.
Así que nuestra gran crisis económica (no te engañes, 
no ha acabado todavía) es una crisis de valores tanto como una 
catástrofe económica. También se la puede llamar impasse 
espiritual, ya que hace que nos preguntemos qué otra estructura social 
que no sea el trabajo nos permitirá imprimir carácter, si es que el 
carácter en sí es algo a lo que debemos aspirar. Aunque ese es el motivo
 de que sea también una oportunidad intelectual: porque nos obliga a 
imaginar un mundo en el que trabajar no sea lo que forja nuestro 
carácter, determina nuestros sueldos o domina nuestras vidas.
En pocas palabras, esto hace que podamos exclamar: ¡basta ya, a la mierda el trabajo!
Sin duda, esta crisis hace que nos preguntemos: ¿qué hay después
 del trabajo? ¿Qué harías si el trabajo no fuera esa disciplina externa 
que organiza tu vida cuando estás despierto, en forma de imperativo 
social que hace que te levantes por las mañanas y te encamines a la 
fábrica, la oficina, la tienda, el almacén, el restaurante, o adonde sea
 que trabajes y, sin importar cuanto lo odies, hace que sigas 
regresando? ¿Qué harías si no tuvieras que trabajar para obtener un 
salario?
¿Cómo sería nuestra sociedad y civilización si no 
tuviéramos que “ganarnos” la vida, si el ocio no fuera una opción, sino 
un modo de vida? ¿Pasaríamos el tiempo en el Starbucks con los 
portátiles abiertos? ¿O enseñaríamos a niños en lugares menos 
desarrollados, como Mississippi, de manera voluntaria? ¿O fumaríamos 
hierba y veríamos la tele todo el día?
¿Cómo sería nuestra sociedad y civilización si no tuviéramos que “ganarnos” la vida, si el ocio no fuera una opción, sino un modo de vida?
Mi intención con esto no es proponer una reflexión extravagante. Hoy en día, estas preguntas son de carácter práctico
 porque no hay suficientes trabajos para todos. Así que ya es hora de 
que hagamos más preguntas prácticas: ¿Cómo se puede vivir sin un 
trabajo, es posible recibir un sueldo sin trabajar para obtenerlo? Para 
empezar, ¿es posible?, y lo que es más complicado, ¿es ético? Si te 
educaron en la creencia de que el trabajo es lo que determina tu valor 
en esta sociedad, como fuimos educados casi todos nosotros, ¿sentiríamos
 que hacemos trampas al recibir algo a cambio de nada?
Ya disponemos de algunas respuestas provisionales 
porque, de una u otra manera, todos estamos cobrando un subsidio. El 
componente de la renta familiar que más ha crecido desde 1959 han sido 
los pagos de transferencia del gobierno. A principios del siglo XXI, un 
20% de todos los ingresos familiares provenía de lo que también se 
conoce como asistencia pública o “ayudas”. Si no existiera este 
suplemento salarial, la mitad de los adultos con trabajos a jornada 
completa viviría por debajo del umbral de la pobreza, y la mayoría de 
los estadounidenses tendría derecho a recibir cupones de comida.
Pero, ¿son realmente rentables los pagos de 
transferencia y las “ayudas”, ya sea en términos económicos o morales? 
Si seguimos este camino y continuamos aumentándolos, ¿estamos 
subvencionando la pereza, o estamos enriqueciendo el debate sobre los 
fundamentos de la vida plena?
Los pagos de transferencia, o “ayudas”, por no 
mencionar los bonus de Wall Street (ya que estamos hablando de recibir 
algo a cambio de nada) nos han enseñado a saber diferenciar entre la 
obtención de un salario y la producción de bienes, aunque ahora, cuando 
es evidente que faltan trabajos, hace falta replantear este concepto. Da
 igual cómo se calcule el presupuesto federal, nos podemos permitir 
cuidar de nuestro hermano. En realidad, la pregunta no es tanto si 
queremos, sino más bien cómo hacerlo.
Sé lo que estás pensando: no podemos permitírnoslo. 
Pues no es así, sí que es posible y no es tan difícil. Subimos el 
arbitrario límite de contribución máxima a la Seguridad Social, que 
ahora mismo está en los 127$, y subimos los impuestos a las ganancias 
empresariales, revirtiendo lo que hizo la revolución de Reagan. Con solo
 estas dos medidas se solucionaría el problema fiscal y se crearía un 
superávit económico donde ahora solo hay un déficit moral cuantificable.
Aunque claro, tú dirás, junto con todos los demás 
economistas, desde Dean Baker hasta Greg Mankiw, de derechas o de 
izquierdas, que subir los impuestos a las ganancias empresariales es un 
incentivo negativo para la inversión y por tanto para la creación de 
puestos de trabajo, o que hará que las empresas se vayan a otros países 
donde los impuestos sean más bajos.
En realidad, subir los impuestos a los beneficios empresariales no puede causar estos efectos.
Si te educaron en la creencia de que el trabajo es lo que determina tu valor en esta sociedad, como fuimos educados casi todos nosotros, ¿sentiríamos que hacemos trampas al recibir algo a cambio de nada?
Hagamos el camino inverso y vayamos hacia atrás en el 
tiempo. Las empresas son “multinacionales” desde hace ya algún tiempo. 
En las décadas de 1970 y 1980, antes de que surtieran efecto las rebajas
 impositivas que Ronald Reagan impulsó, aproximadamente un 60% de los 
bienes manufacturados que se importaban eran fabricados por empresas 
estadounidenses en el exterior, en el extranjero. Desde entonces, este 
porcentaje ha aumentado ligeramente, pero no tanto.
Los trabajadores chinos no son el problema, sino más 
bien la idiotez sin hogar y sin sentido de la contabilidad empresarial. 
Por eso es tan risible la decisión tomada en 2010 gracias a Citizens United
 (Ciudadanos Unidos), que sostiene que la libertad de expresión es 
aplicable también a las donaciones electorales. El dinero no es una 
expresión, como tampoco lo es el ruido. La Corte Suprema ha evocado un 
ser viviente, una nueva persona, de entre los restos del derecho común, y
 ha creado un mundo real que da más miedo que su equivalente 
cinematográfico, ya sea este el que aparece en Frankenstein, Blade Runner o, más recientemente, en Transformers.
Pero la realidad es esta: la inversión empresarial o 
privada no genera la mayoría de los trabajos, así que subir los 
impuestos a la ganancia empresarial no tendrá ningún efecto sobre el 
empleo. Has leído bien. Desde la década de 1920, el crecimiento 
económico ha seguido aumentando a pesar de que la inversión privada se 
ha estancado. Esto significa que los beneficios no sirven para nada, 
excepto para anunciar a tus accionistas (o expertos en compras hostiles)
 que tu compañía es un negocio que funciona, un negocio próspero. No 
hacen falta beneficios para “reinvertir”, para financiar la expansión de
 tu mano de obra o de tu productividad, como ha quedado claramente 
demostrado gracias a la historia reciente de Apple y de la mayoría de 
las demás empresas.
Eso hace que las decisiones en materia de inversión 
que realizan los directores ejecutivos de las empresas tengan solo un 
efecto marginal sobre el empleo. Hacer que las empresas paguen más 
impuestos para poder financiar un Estado del bienestar que permita que 
amemos a nuestros vecinos y que cuidemos de nuestros hermanos no es un 
problema económico, es otra cosa, es una cuestión intelectual o un 
dilema moral.
Cuando tenemos fe en el trabajo duro, estamos deseando
 que imprima carácter, pero al mismo tiempo estamos esperando, o 
confiando, que el mercado de trabajo asigne los ingresos de manera justa
 y racional. Ahí es donde está el problema, que estos dos conceptos van 
juntos de la mano. El carácter puede provenir del trabajo sólo cuando 
vemos que existe una relación inteligible y justificable entre el 
esfuerzo realizado, las habilidades aprendidas y la recompensa obtenida.
 Cuando observo que tu salario no tiene ninguna relación en absoluto con
 tu producción de valor real, o con los bienes duraderos que el resto de
 nosotros podemos utilizar y apreciar (y cuando digo duradero no me 
refiero solo a cosas materiales), entonces empiezo a dudar de que el 
carácter sea una consecuencia del trabajo duro.
Forjar mi carácter a través del trabajo es una tontería porque la vida criminal sale rentable, y lo que debería hacer es convertirme en un gánster como tú
Cuando veo, por ejemplo, que tú estás haciendo 
millones lavando el dinero de los cárteles de la droga (HSBC), que 
vendes deudas incobrables de dudoso origen a los gerentes de fondos de 
inversión (AIG, Bear Stearns, Morgan Stanley, Citibank), que te 
aprovechas de los prestatarios de renta baja (Bank of America), que 
compras votos en el Congreso (todos los anteriores), también llamado un 
día más en la rutina de Wall Street, mientras que yo tengo problemas 
para llegar a fin de mes aun teniendo un trabajo a tiempo completo, me 
doy cuenta de que mi participación en el mercado laboral es irracional. 
Sé que forjar mi carácter a través del trabajo es una tontería porque la
 vida criminal sale rentable, y lo que debería hacer es convertirme en 
un gánster como tú.
Por ese motivo, la crisis económica que estamos sufriendo también es un problema ético, un impasse
 espiritual y una oportunidad intelectual. Hemos apostado tanto por la 
importancia social, cultural y ética del trabajo, que cuando falla el 
mercado laboral, como lo ha hecho ahora de manera tan espectacular, no 
sabemos explicar lo que ha pasado ni sabemos encauzar nuestras creencias
 para encontrar un significado diferente al trabajo y a los mercados.
Y cuando digo “nosotros” me refiero a casi todos 
nosotros, derechas e izquierdas, porque todo el mundo quiere que los 
estadounidenses vuelvan al trabajo, de una u otra manera, el “pleno 
empleo” es un objetivo tanto de los políticos de derechas como de los 
economistas de izquierdas. Las diferencias entre ellos se basan en los 
medios, no en el fin, y ese fin incluye intangibles como la adquisición 
de carácter.
Esto equivale a decir que todo el mundo ha redoblado 
los beneficios asociados al trabajo justo cuando este está alcanzando su
 punto de evaporación. Garantizar el “pleno empleo” se ha convertido en 
el objetivo de todo el espectro político justo cuando resulta más 
imposible a la par que más innecesario, casi como garantizar la 
esclavitud en la década de 1850 o la segregación en la década de 1950.
¿Por qué?
Pues porque el trabajo lo es todo para nosotros, 
habitantes de sociedades mercantiles modernas, independientemente de su 
utilidad para imprimir carácter y distribuir ingresos de manera 
racional, y bastante alejado de la necesidad de vivir de algo. El 
trabajo ha sido la base de casi todo nuestro pensamiento sobre lo que 
significa disfrutar de una vida plena desde que Platón relacionó el 
trabajo manual con el mundo de las ideas. Nuestra manera de desafiar a 
la muerte ha sido la creación y reparación de objetos duraderos, puesto 
que sabemos que los objetos significativos durarán más que el tiempo que
 tenemos asignado en este mundo y que nos enseñan, cuando los creamos o 
reparamos, que el mundo más allá de nosotros, el mundo que existió y 
existirá, posee una realidad propia.
Detengámonos en el alcance de esta idea. El trabajo ha
 sido una manera de ejemplificar las diferencias entre hombres y 
mujeres, por ejemplo, cuando fusionamos el significado de los conceptos 
de paternidad y “sostén familiar”, o como cuando, más recientemente, 
intentamos disociarlos.  Desde el siglo XVII, se ha definido la 
masculinidad y la feminidad, aunque esto no significa que se consiguiera
 así, por medio del lugar que ocupan en una economía moral, en términos 
de hombre trabajador que recibía un salario por su producción de valor 
en el trabajo, o en términos de mujer trabajadora que no cobraba nada 
por su producción y mantenimiento de la familia. Por supuesto, hoy en 
día estas definiciones están cambiando a medida que cambia el 
significado de la palabra “familia” y a medida que se producen cambios 
profundos y paralelos en el mercado de trabajo, la entrada de la mujer 
es solo uno de ellos, y en las actitudes hacia la sexualidad.
El trabajo ha sido la base de casi todo nuestro pensamiento sobre lo que significa disfrutar de una vida plena desde que Platón relacionó el trabajo manual con el mundo de las ideas
Cuando desaparece el trabajo, la diferencia entre los 
sexos que produce el mercado de trabajo se diluye. Cuando el trabajo 
socialmente necesario disminuye, lo que un día se conocía como trabajo de mujeres
 (educación, atención sanitaria o servicios) es ahora nuestra industria 
primaria, y no una dimensión “terciaria” de la economía cuantificable. 
El trabajo relacionado con el amor, con cuidarse los unos a los otros y 
con aprender a cuidar de nuestros hermanos (el trabajo socialmente 
beneficioso) se convierte no sólo en posible, sino más bien en 
necesario, y no solo en el interior del núcleo familiar, donde el afecto
 está a nuestra disposición de manera rutinaria, no, me refiero también a
 lo que hay ahí fuera, en el vasto mundo exterior.
El trabajo también ha sido la manera estadounidense de
 producir “capitalismo racial”, como lo llaman hoy en día los 
historiadores, gracias a la mano de obra de esclavos, de convictos, de 
medieros y luego de mercados laborales segregados, en otras palabras, un
 “sistema de libre empresa” edificado sobre las ruinas de cuerpos negros
 o un entramado económico animado, saturado y determinado por el 
racismo. Nunca hubo un mercado libre laboral en esta unión de Estados.
 Como todos los demás mercados, este siempre estuvo cubierto por la 
discriminación legal y sistemática del hombre negro. Hasta se podría 
decir que este mercado con cobertura creó los aún hoy utilizados 
estereotipos sobre la vagancia de los afroamericanos mediante la 
exclusión de los trabajadores negros del trabajo remunerado y su 
confinamiento a vivir en los guetos de días de ocho horas.
Y aun así, aun así, aunque a menudo el trabajo ha 
significado una forma de subyugación, de obediencia y jerarquización 
(ver más arriba), también es el lugar donde muchos de nosotros, 
seguramente la mayoría de nosotros, hemos expresado de manera 
consistente nuestro deseo humano más profundo: liberarnos de autoridades
 u obligaciones impuestas de manera externa y ser autosuficientes. 
Durante siglos nos hemos definido a nosotros mismos de acuerdo con lo 
que hacemos, de acuerdo con lo que producimos.
Sin embargo, ya debemos ser conscientes de que esta 
definición de nosotros mismos lleva adscrita el principio productivo (de
 cada cual según sus capacidades, a cada cual según su creación de valor
 real por medio del trabajo) y nos obliga a alimentar la idea inane de 
que nuestro valor lo determina solo lo que el mercado de trabajo puede 
registrar, en términos de precio. Aunque también debemos ser conscientes
 de que este principio marca un cierto camino cuya consecuencia es el 
crecimiento infinito y su fiel ayudante, la degradación medioambiental.
¿Podemos dejar que la gente reciba algo a cambio de nada y aun así tratarlos como hermanos y hermanas, miembros de una preciada comunidad?
Hasta ahora, el principio productivo ha servido como 
principio real que hizo que el sueño americano fuera posible: “Trabaja 
duro, acepta las reglas y saldrás adelante”, o “cosechas lo que 
siembras, labras tu propio camino y recibes con justicia lo que has 
ganado con honradez”, u homilías y exhortaciones parecidas que se usaban
 para entender el mundo. Sea como sea, antes no sonaban ilusorias, pero 
hoy en día sí.
En este sentido, la adhesión al principio productivo 
es una amenaza para la salud pública y para el planeta (en realidad, 
estas dos cosas son lo mismo). Comprometernos con algo que sabemos 
imposible es volvernos locos. El economista ganador del Nobel Angus 
Deaton dijo algo parecido cuando explicó las anómalas tasas de 
mortalidad que se estaban registrando entre la población blanca que 
habita los Estados de mayoría evangelista (Bible belt) alegando
 que habían “perdido la narrativa de sus vidas”, y sugiriendo que habían
 perdido la fe en el sueño americano. Para ellos, la ética del trabajo 
es una sentencia de muerte porque no pueden practicarla.
Por esta razón, la inminente desaparición del trabajo 
plantea cuestiones fundamentales sobre lo que  significa ser humano. 
Para empezar, ¿qué propósito podríamos elegir si el trabajo, o la 
necesidad económica, no consumieran la mayor parte de las horas que 
pasamos despiertos y de nuestras energías creativas? ¿Qué posibilidades 
evidentes, aunque todavía desconocidas, aparecerían? ¿Cómo cambiaría la 
misma naturaleza humana cuando el antiguo y aristocrático privilegio 
sobre la ociosidad se convierte en un derecho innato del mismo ser 
humano?
Sigmund Freud insistía en que el amor y el trabajo 
eran los ingredientes esenciales de la existencia humana saludable. 
Tenía razón, por supuesto, pero ¿podría el amor sobrevivir a la 
desaparición del trabajo como compañero de buena voluntad que se 
necesita para alcanzar la vida plena? ¿Podemos dejar que la gente reciba
 algo a cambio de nada y aun así tratarlos como hermanos y hermanas, 
miembros de una preciada comunidad? ¿Te imaginas el momento en el que 
acabas de conocer en una fiesta a una persona extraña que te atrae, o 
estás buscando alguien en Internet, a quien sea, pero no le preguntas: 
“¿y, en qué trabajas”?
No obtendremos ninguna respuesta a estas preguntas 
hasta que no nos demos cuenta de que hoy en día el trabajo lo es todo 
para nosotros, y que de ahora en adelante ya no podrá ser así. 
_______________
Traducción de Álvaro San José.
James Livingston es profesor de Historia en la Universidad de  Rutgers en Nueva Jersey. Es autor de varios libros, el último No More Work: Why Full Employment is a Bad Idea (2016).
Este artículo se publicó originalmente en la revista Aeon.
 
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