Hilario J. Rodríguez / Marc Casals 18/06/2024
Cuando Europa todavía estaba en su sitio
Ensueño. Óleo de Józef Rapacki (1892).
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Hilario J. Rodríguez. En 1935, Edmund Husslerl pronunció una conferencia sobre la crisis del humanismo europeo. Para él, “europeo” era un adjetivo que iba más allá de Europa, algo que nació con la filosofía griega y que entendió el mundo como un interrogante que debía ser resuelto. Muchos científicos e intelectuales, de hecho, se enfrentaron con ese interrogante no por una razón práctica sino porque una pasión por el conocimiento se había adueñado de ellos. Pero, mientras las ciencias y las humanidades hacían una exploración técnica de cuanto nos rodeaba, los escritores decidieron explorar la vida misma, que había quedado en los márgenes de los intereses de todas las demás disciplinas. ¿Cómo definiríais ahora mismo a un escritor europeo?
Marc Casals. Yo diría que en la propia falta de definición está la definición. Europa se construyó como una categoría abierta e incluso hoy, cuando se produce una conversación o un debate sobre ella, no es seguro que los diversos interlocutores se estén refiriendo a lo mismo. De forma similar, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de escritores no originarios de Europa que viven en el continente, no sé hasta qué punto tiene sentido establecer una definición categórica. Eso sí, no asociaría la “europeidad” de un escritor a tratar ciertos temas ni a escribir de una cierta forma, porque en un continente que se precia de su diversidad también es importante respetar la literaria. Personalmente tengo debilidad por las “novelas europeas”, es decir, aquellas cuya narración suele transcurrir en diversas ciudades del continente y a veces también en diversas épocas históricas, y que indagan en el presente, el pasado y el futuro, y en la naturaleza de Europa. Pero, dejando de lado mis intereses personales, no creo ni que los escritores deban centrarse sí o sí en este tipo de obras ni que los lectores europeos deban interesarse particularmente por ellas, aunque esa falta de interés quizás sería sintomática de una falta de cohesión identitaria.
H.J.R. El conocimiento de Europa, de su construcción y afianzamiento geopolítico, es un asunto que han abordado la historia, la filosofía y las ciencias, que sin embargo dejaron de lado al ser humano, un tema del que se encargó la novela desde el Quijote en adelante. Gracias a la novela descubrimos cómo experimentaban el amor o el odio los europeos, cada uno a su manera. Y la novela todo eso lo consiguió más allá de las ideologías, de la fe, de los constreñimientos de las fronteras e incluso de la sensatez (y en este caso me refiero a toda la novela que arranca con Gargantúa y Pantagruel, pasando por Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy o Bouvard y Pécuchet, que es una literatura que lucha contra la lógica del argumento, de la historia, del relato). ¿Podría decirse que la novela relativizó y multiplicó los relatos fundados en valores establecidos a partir de la fe o el poder? ¿Necesita Europa la ambigüedad de la novela, su relatividad sin verdades absolutas?
M.C. ¡El mundo entero necesita la ambigüedad y las relatividades! Yo entiendo que esa capacidad de la novela, y del arte en general, para explorar sin dogmatismos las complejidades de la existencia constituye buena parte de lo que los hace valiosos. Por eso a veces observo con cierta inquietud cómo los relatos cerrados y dogmáticos sobre cuestiones relacionadas, por ejemplo, con la forma en que uno debe comportarse están cada vez más extendidos e incluso se filtran en la narrativa tanto de ficción como de no ficción. También me preocupa cómo se valoran obras por expresar una “cosmovisión” correcta y cómo otras pasan desapercibidas por no tenerla o por incluir personajes cuyos valores éticos no coinciden con los que se le presuponen al lector. Pienso que es importante que la narrativa mantenga ese elemento de exploración moral, además de la exploración formal y estética. Tengo la impresión de que nuestras sociedades están en un periodo bastante dogmático y de que tanto la literatura como el arte en general deben seguir actuando como contrapuntos, dentro de su rango de difusión que –como casi todos sabemos– es limitado.
H.J.R. Gueorgui Gospodinov dice que la actual guerra entre Rusia y Ucrania se debe a la amnesia que sufrimos con respecto a las dos guerras mundiales que golpearon el siglo XX, que estamos comenzando a olvidarlas. Para él, que en 2023 haya una guerra en Europa es un retroceso brutal y repentino al pasado, es un acto de barbarie. Significa que no hemos cumplido nuestro trabajo con la memoria. ¿Qué te parece esa afirmación?
M.C. Me sorprende que un autor balcánico diga esto porque precisamente en los Balcanes ese pasado está bien presente. Yo llevo dieciséis años viviendo en países que antes formaban parte de Yugoslavia y en todo ese tiempo he notado que la presencia que tiene la memoria de la Segunda Guerra Mundial en esta parte de Europa es abrumadora: incluso hay gente que ve las guerras de los noventa como una mera prolongación de aquel conflicto entre 1939 y 1945. Tampoco parece que en España se haya olvidado la Guerra Civil, sino que continúa siendo un elemento de discordia y hay una pugna encarnizada entre relatos y formas de recordarla. Parte de la hegemonía de Vladímir Putin en Rusia se debe a su resignificación de la experiencia soviética en la Segunda Guerra Mundial y al colaboracionismo ucraniano de Stepán Bandera y sus seguidores, que está siendo debatido en todo el mundo desde el Maidán en 2014. Y, si consideramos la implantación del comunismo al oeste de la ex Unión Soviética como una consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, no diría que sea precisamente un tema olvidado en estos países, incluida Bulgaria. Entiendo que Gospodinov se refiere a la mayor parte de Europa Occidental, para la que la posibilidad de una guerra resultaba muy lejana, aunque el discurso del establishment político está virando a una velocidad enorme ante la posibilidad de una derrota ucraniana frente a Rusia y la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses. Por otra parte, creo que sí se ha producido un olvido en la memoria colectiva, olvido que ya se hizo patente en la guerra de Bosnia en los noventa, cuando se volvieron a abrir campos de concentración y se produjo un nuevo genocidio en suelo europeo, medio siglo después del Holocausto. Dado que es un tema que me toca de cerca, porque viví diez años en Sarajevo, desde que me sumergí en la realidad bosnia comprendí que las grandes proclamas al estilo ‘Never again’ (nunca más) son de consumo propio para los políticos, los diplomáticos y algún incauto. Eso sí, nunca hubiese pensado que vería casi en directo algo como lo que está ocurriendo en Gaza sin que hubiese una reacción mínimamente clara de los países europeos. La Unión Europea (y Estados Unidos) siempre se habían presentado como potencias no solo económicas, sino también morales. Creo que ahora mismo eso está en quiebra.
H.J.R. George Steiner decía que los viejos cafés europeos, en Viena, en Venecia, en Berlín o en París, continuaban actuando como emblemas y símbolos, como espacios claramente relacionados con un modelo de vivir... amenazado por las cadenas de hamburgueserías. Por supuesto, la época en que florecieron no fue necesariamente mejor que la nuestra, pero en aquel entonces al menos existía la esperanza de otro futuro. A nosotros nos ha tocado administrar un vacío sin perspectivas. Pese a todo, yo me niego a dejarme arrastrar por el nihilismo pesimista. Como Antonio Gramsci, creo en el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad. ¿Cuál es tu opinión al respecto? (...)
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