Vicenç Navarro: Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas.
Universidad Pompeu Fabra, y ex Catedrático de Economía Aplicada.
Universidad de Barcelona. 31/3/2015
http://blogs.publico.es/vicenc-navarro/2015/03/31/el-sesgo-ideologico-del-lenguaje-incluido-el-economico/
El lenguaje que se utiliza en la comunicación oral o escrita
reproduce en cualquier país los valores dominantes en su cultura. El
movimiento feminista ha mostrado, por ejemplo, los términos utilizados
en el lenguaje que reproducen el dominio del hombre sobre la mujer en
nuestras sociedades. Y lo mismo han hecho los movimientos de derechos
civiles en EEUU, en defensa de las minorías afroamericanas, mostrando el
racismo que, consciente o inconscientemente, se reproduce en el
lenguaje utilizado por la mayoría blanca de aquel país.
Se ha dado, sin embargo, muy poca atención a la discriminación que
aparece en el lenguaje cotidiano en la utilización de palabras o
términos que son peyorativos y ofensivos hacia los grupos de la
población que tienen menos recursos, sectores que, por regla general,
pertenecen a los grupos sociales de menos ingresos dentro de la clase
trabajadora. Es común, por ejemplo, referirse a estos sectores como
“clase baja”, contrastándola con la “clase alta” y la “clase media”.
Así, es común en los medios de mayor difusión, utilizar encuestas en las
que se pide a la población que se defina por su clase social,
presentando como alternativas las categorías “clase alta”, “clase media”
o “clase baja”. Predeciblemente, la gran mayoría de la población se
define como clase media, de donde los medios concluyen que la mayoría de
la población en España o en EEUU es y se autodefine como “clase media”.
Esta tipología lleva implícita una valoración jerárquica, semejante a
un sistema de castas, donde la casta más baja es la clase baja. Es el
grupo poblacional al que se definía antes como las clases “humildes”.
Ahora bien, es interesante resaltar que cuando a la población se le
pregunta si se considera de “clase alta”, “clase media” o “clase
trabajadora”, la gran mayoría de la población se define como clase
trabajadora, tanto en España (incluyendo Catalunya) como en EEUU,
término que, por cierto, apenas se utiliza en los mayores medios de
información. Es más, cuando se utilizan términos más científicos, como
“burguesía”, “pequeña burguesía”, “clase media profesional” o “clase
trabajadora”, el porcentaje de la población que se define como clase
trabajadora es incluso mayor. La misma situación ocurre en EEUU, donde
los términos son distintos. En aquel país, los términos utilizados son
“clase corporativa” (Corporate Class, término equivalente a clase
capitalista), “clase media profesional”, “clase media” y “clase
trabajadora”. Cuando esta tipología es la que se utiliza, la mayoría de
la población se define como “clase trabajadora” (ver el excelente
trabajo de Marina Subirats, Barcelona: de la necesidad a la libertad. Las Clases Sociales en los albores del siglo XXI).
El lenguaje como reproductor de las relaciones de poder
El hecho de que raramente se utilice el término “clase trabajadora”
se debe a que el establishment político-mediático, muy instrumentalizado
por los grandes grupos financieros y económicos, quiere que se elimine
el lenguaje de clases, sustituyéndolo por el de niveles de renta (clase
alta, media y baja), sin analizar el origen de tal renta, agrupando como
clase media a la gran mayoría de la población que no es ni rica ni
pobre, categoría muy poco científica, que deja de tener valor analítico
por su gran diversidad. En realidad, clase media es una categoría que en
su definición científica representa a una minoría que, junto con la
clase trabajadora, constituyen las clases populares, que representan un
75% de la población. Las clases altas (burguesía o clase corporativa) y
las clases medias de renta media o alta (pequeña burguesía y clase media
profesional) representan alrededor del 25% de la población, el cual
tiene una enorme influencia mediática y política en el país.
El clasismo en el lenguaje económico: ¿qué es capital humano?
El clasismo aparece ampliamente en la terminología de la economía
ortodoxa de corte liberal en el uso del término “capital humano”. En un
principio dicha expresión parece razonable, pues se refiere al hecho de
que la experiencia o el conocimiento o la educación que un trabajador
tiene, añade valor añadido al trabajo que realiza, presentándose esta
experiencia, conocimiento o educación como capital que le sirve al
trabajador para aumentar su renta.
De ahí la expresión ampliamente utilizada de “invertir en capital
humano”, es decir, en las personas, para que, teniendo este capital,
valgan más. De esta manera, todos somos capitalistas. Unos tienen
acciones bancarias en su haber, y otros tienen estudios. Tanto el uno
como el otro tienen capital. Todo puede parecer razonable y lógico,
excepto que se basa en una enorme falsedad. Supongamos que tenemos dos
personas y que las dos ingresan 50.000 euros al año. Pero uno los
ingresa como parte de su trabajo, consecuencia de su capital humano,
según la terminología dominante, es decir, resultado de su conocimiento,
educación o experiencia. El otro, por el contrario, los ingresa como
parte de las acciones que tiene en el banco. Para el primero, conseguir
estos 50.000 euros significa tener que trabajar 240 días al año y ocho
horas al día. En el caso del segundo, el individuo no tiene que hacer
nada, repito, nada. El dinero procede de la propiedad del capital,
mientras que para el primero procede de su esfuerzo. La terminología de
invertir en capital humano implica repartir capital y producir más
capitalistas, lo cual transforma al trabajador en un apéndice del
capital.
Pero la situación es incluso peor, pues lo que se define como capital
humano varía enormemente de un trabajador a otro, pues el valor añadido
que el trabajador incorpora mediante su experiencia, conocimiento o
educación depende, no solo del trabajador, sino del lugar y sector de la
estructura económica en el que desempeña sus tareas. Un trabajador con
igual nivel de educación que otro puede añadir más valor al producto en
el que trabaja según el lugar donde trabaje, el tipo de puesto de
trabajo, el sector económico, el equipamiento existente y un largo
etcétera, circunstancias que escapan a su propio control. Esta
observación viene a cuento cuando constantemente se hacen comparaciones
de la productividad laboral entre países, concluyendo que los salarios
más altos de los países nórdicos se justifican por su mayor
productividad, cuando la que se compara no es la del trabajador, sino la
del sector económico, es decir, la estructura económica es más
productiva en los primeros que en los segundos, estructura que tiene
poco que ver con el trabajador en sí. Y ahí está la raíz del problema.
El problema no es, como constantemente se subraya, la menor
productividad del trabajador español, sino la estructura económica del
país que expresa las relaciones de poder (incluyendo de poder de clase)
existentes en España, estructura responsable de su menor desarrollo y su
pobreza.
Estos son ejemplos de que el lenguaje que se utiliza, tanto en la
vida académica como en los medios de comunicación, es un lenguaje que
reproduce en sí las relaciones de poder existentes en nuestra sociedad,
tema del cual raramente se habla ni en los foros académicos ni en los
medios de comunicación y persuasión del país.
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