Un muchacho tendido en el suelo. Muerto. ¿Qué hacía este chico cruzando a pie la esquina más peligrosa de la avenida de los Francotiradores de Sarajevo, si llevaba botas de soldado y esa ropa inconfundible, irregular, de voluntario bosnio? Con apenas un golpe de vista un francotirador serbio tenía una pieza a punto, un venado en plena ciudad de las matanzas. Bastaba un disparo para dejarle allí, con sus apenas veinte años; no tendría más. Unos colegas temerarios –lo dice la secuencia que Gervasio Sánchez tuvo a bien enviarme– tiraron de sus piernas y le sacaron de la calle y le dejaron postrado, como fardo en una acera de cascotes, para que durmiera el sueño eterno.
A tres pasos, un paisano fuma un cigarrillo mirando a la nada. Es uno de esos valientes que le arrastraron. Lleva unas gafas grandes, horribles, mientras da la calada al cigarrillo. ¿En qué pensará que no sea el mal o la nada? Es un empleado, con pantalones tejanos y una chaqueta usada, de esas que se ponen en las horas interminables de trabajo. Le delata una señal cosida al brazo izquierdo, el número y el nombre de la empresa. Pero fuma y no mira al muerto que tiene delante, sino al infinito. Está sentado sobre una pequeña balaustrada a rebosar de cascos de cristal; de seguro que no le harán efecto. A esas alturas de la guerra ya tiene el culo de hierro
Todo
es desolación. El adolescente tirado sobre la acera, los trozos que
levantaron las bombas de días pasados, ni un alma fuera de dos hombres;
uno que ya se fue todo lo lejos que puede marchar un hombre y el otro
que fuma, con sus espantosas gafas y el cigarrillo en la boca sostenido
por la mano derecha, o es la izquierda, porque las fotos confunden lo
secundario. A su espalda un gran escaparate que fue y del que ya no
queda nada salvo sentarse sobre sus restos.
La escena en conjunto conmueve, porque todo está muerto hasta lo único que se mueve en una especie de ejercicio de supervivencia; agarrar el cigarrillo con tres dedos y apoyar la mano libre en la rodilla. El tranvía a punto de salir hacia ninguna parte. Parado en el andén. ¿Cuándo debió ser eso?
Esta es esa foto maestra de Gervasio Sánchez. Hecha en 1992, cuando se iniciaba el sitio de Sarajevo que ahora, en abril, cumplirá 25 años de una guerra en los Balcanes que montamos nosotros e hicimos todos los esfuerzos para que no terminara hasta que el equilibrio respondiera a los intereses de las potencias que estaban detrás de Serbia, de Croacia, de Bosnia… dejando un campo de batalla del que quizá sólo algunos fotógrafos como Gervasio han dado crédito con mayor rigor y virulencia que los historiadores, no digamos los políticos.
Confieso que cuando recibo un libro de Gervasio Sánchez tengo la duda de atenerme a la definición que hizo John Berger –“uno de los fotógrafos de guerra más importantes del mundo”– o cerrar el volumen. O abrirlo e ir pasando páginas donde cada una es una historia que trasciende al periodismo. Pero qué podemos hacer en un país donde hasta el propio John Berger acaba de fallecer, siendo uno de los grandes de la literatura y el arte, y apenas mereció unas líneas. Uno se cansa de hacer necrológicas de los grandes, porque es como si tuviera que explicar en una escuela de pueblo las cuentas de la abuela o los ríos de Europa.
Pero confieso que este último libro de fotos antiguas –diez años en la fotografía moderna son ciclos muy largos, porque aunque la gente no se quiera dar cuenta, las guerras se multiplican y las víctimas no tienen otro recurso que el esfuerzo de sus cronistas, nuestros fotógrafos– me trastorna. Digo que en este último libro de Gervasio Sánchez, Vida/Life, bastó llegar a la segunda página para quedarme pegado a esa foto del adolescente baleado y el empleado de los servicios públicos –¿tranviario?–. Fumando con tranquila ansiedad, valga la paradoja, un cigarrillo que está dedicado más a nosotros que al muerto que le viene de más.
Sobre esos cascotes y ese muchacho para nosotros anónimo, pero que tuvo padre, madre, hermanos, está nuestra historia. La que parece evocar el cigarrillo del empleado, con sus gafas desmedidas y la tranquilidad del derrotado. ¿Qué puede hacer un hombre frente a tanta desmesura? Llorar, rezar, fumar, o esperar el momento que los francotiradores, sean del grupo que sean, se vayan a comer y nos dejen un instante de tranquilidad para acercarnos a casa, saber si todos están vivos, si no ha habido desgracias, si la abuela sigue bien, si no se han roto por enésima vez los cristales, si se puede comprar lo mínimo para la supervivencia.
Volvemos, si alguna vez lo dejamos, a tiempos de guerra. Y gracias a hombres de la audacia y el talento de Gervasio Sánchez podemos ir haciéndonos a la idea del destrozo que producimos y de las venganzas que vendrán luego. España es uno de los países que sirven de modelo al menos para una cosa; siempre son peores las posguerras que las guerras, y con esto no atenúo la violencia y el resentimiento que crea una guerra. Porque toda guerra es civil. Sólo los bobos, los patriotas, diferencian, no sé sabe muy bien por qué motivos, que no es lo mismo un pasaporte que otro.
Y si partimos de ahí llegaremos a la terrible conclusión de esas fotos demoledoras de Gervasio Sánchez. El muchacho que está en el suelo, muerto por el disparo de un francotirador, probablemente fuera bosnio. Pero ese hombre que fuma, y que está empleado en los tranvías, o en los trolebuses, o donde tuvo la suerte de encontrar trabajo, qué era. ¿Varía mucho que fuera croata, o bosnio, o serbio, o montenegrino para ser el próximo candidato a estar derrumbado al borde de una acera escombrada mientras otro, parecido a él, se fumara ese cigarrillo que como el humo es un homenaje a la nada?
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