Francisco González Tejera | Viajando entre la tormenta | 13/01/2017
Bucarest se tornaba inmensa cuando
recorríamos sus anchas alamedas, la gente iba y venía de sus trabajos
aquel verano del 87. Hacía frío cuando el día oscurecía antes de las
seis de la tarde, jamás nos hicimos una idea de lo que era el comunismo,
vimos situaciones que nos gustaron, otras no, fuimos incapaces en
nuestra juventud de comprender que ningún sistema es perfecto, aunque la
gente demandara cambios no eran conscientes de lo que se avecinaba.
A los pocos años un día de Navidad de
1989 pude ver en televisión el polémico vídeo de la ejecución del
presidente de la República Socialista de Rumanía, Nicolae Ceausescu y de
su mujer Elena, aquel sumario a unas personas atónitas que pensaban
haber dedicado su vida al servicio del pueblo, que no entendieron por
qué los fusilaban contra el muro del cuartel militar de Targoviste,
situado a 80 kilómetros de la capital, ahora convertido en museo, donde
por 1,5 euros se puede ver la cama donde la pareja pasó sus últimos tres
días, los viejos muebles, un teléfono negro sin respuestas y el muro
del fusilamiento, todavía oscurecido por el impacto masivo de las balas.
Ha llovido mucho desde ese cambio
propiciado por la presión de occidente y la financiación de esa
“revolución”, tal como hacen en la actualidad en Libia, Siria, Irak,
Afganistán, Yemen…
La caída de tantos muros en cada uno de
los países de Europa del Este tras la desaparición de la Unión
Soviética; las ansias de libertad de gran parte de sus pueblos y la
imagen de un capitalismo de prosperidad, buenas comidas, ropas de moda,
cochazos y chalés adosados a la americana, se tornó en algo infernal en
menos de una década.
Hablando estos días con varios rumanos
que sobreviven en la diáspora del exilio económico, la miseria y la
exclusión social en Canarias he aprendido muchas cosas. Personas que ni
siquiera tienen ideología y que ni mucho menos son comunistas, me
cuentan que la situación de su país en este 2017 es insostenible, que la
gente se muere en la calle de hambre y frío, que cada día hay más niños
sin familia que deambulan sin destino ni cobijo, que los sueldos en su
mayoría de menos de 200 euros no permiten que las familias puedan tener
una vivienda digna. Que la mafia gobierna cada estamento del estado, que
el crimen organizado viaja en coche oficial, ocupa oficinas de
ministerios y saquea el escaso patrimonio de un país destrozado por el
neoliberalismo.
“Si no tienes dinero y enfermas te
mueres”, no existe amparo por parte del Estado, “la única salida que nos
queda es marcharnos de nuestra patria, vender lo poco que tenemos y
tratar de prosperar en otra parte”.
Me hablaron de cómo antes en la
“dictadura” comunista “había trabajo para todos, no había lujos pero
había comida, te podías comprar un coche, una vivienda, la educación y
la sanidad eran gratuitas”. “Los escaparates estaban casi vacíos pero no
te morías de hambre como ahora que están llenos pero no puedes
comprarte casi nada”. “Era imposible hacerse rico, ¿pero es que acaso en
el capitalismo puedes ser millonario honradamente?”
A mi pregunta de qué les parecía lo
mejor, ¿si antes o ahora?, me dijeron contundentes, con los ojos
enrojecidos, que antes, que antes, que antes, que “en el comunismo al
menos vivíamos con dignidad, podíamos irnos de vacaciones pagadas por el
gobierno, no nos dejaban salir a otros países, no era fácil, pero ahora
salimos y nos vamos directos al abismo, a sobrevivir en condiciones de
semiesclavitud como en la Aldea de San Nicolás (Gran Canaria), donde
algunos, los más afortunados, trabajamos en los tomateros y las
plataneras de sol a sol por menos de 500 euros”.
El recuerdo de una osa parda cruzando la
carretera con sus dos crías en una zona boscosa de los Cárpatos rumanos
se me quedó grabado para siempre, esta inmensa superficie que alberga
más de un tercio de todas las especies de plantas de Europa, donde los
linces, las gamuzas y las manadas del majestuoso lobo europeo recorren
parajes mágicos.
Aquella hermosa imagen está ahora
empañada por los ojos tristes de estos hombres sin destino, sin
esperanza, sin salida, un pueblo masacrado por las políticas criminales
del capital, con altos índices de mortalidad infantil, que bate récords
junto a España en cifras de personas en exclusión social, suicidios por
motivos económicos, hambre y corrupción política.
Ojalá esa brisa fresca que acarició
nuestra piel en los 80 se torne cuanto antes en martillos de justicia,
en hoces de conciencia social: las que expulsen para siempre la maldad
de un territorio sembrado en estos tiempos de tristeza, oscuridad y
genocidio.
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