AR DelasHeras 20 de mayo 2017 Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y director del Instituto de Cultura y Tecnología
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El volcán, el terremoto, la tormenta, la riada, la peste… nos hacen sentir desde siempre a los humanos muy vulnerables. Pero esa sensación de fragilidad ha crecido con la civilización, cuando nos hemos concentrado en breves espacios de terreno, y las murallas nos confinan y nos cobijamos bajo edificios más apretados.
Hoy la Red nos aprieta más, nos confina mucho más que las murallas, estamos prendidos a ella con una dependencia
 mayor que la que tenemos con las redes de abastecimiento de la ciudad, 
circulamos y nos entrecruzamos en un trasiego superior al del más 
abigarrado tránsito callejero. Por eso sentimos nuestra vulnerabilidad 
cuando la Red se desgarra. 
Hoy la Red nos aprieta más, estamos prendidos a ella con una dependencia mayor que la que tenemos con las redes de abastecimiento de la ciudad
La Red
 se desgarra por accidentes, fallos o agresiones, y hay que repararla 
con premura, porque, como en todo desgarro, se extiende el daño si no se
 interviene. La imprevisión del suceso ya no está únicamente en el entorno natural sino en el artificial,
 en el que hemos construido con la tecnología. Así que nuestro ánimo 
está afectado por la incertidumbre del entorno natural y también por 
aquella, y cada vez más, que proviene del tejido artificial.
Para darnos cuenta de la magnitud de este 
fenómeno, debemos superar su reducción al esqueleto de una malla de 
computadoras y concebir que la Red toma cuerpo en nosotros, pero también
 en nuestros objetos, y que las más variadas actividades son las que 
hacen palpitar a la Red. En un ecosistema artificial tan intenso, en el 
que lo animado y lo inanimado se interrelacionan, el sentimiento de 
catástrofe, que nunca ha abandonado al ser humano, se acrecienta.
Pues bien, esta exposición a 
acontecimientos tan perturbadores se ha utilizado por los poderes de 
todos los tiempos para aplicar uno de los mejores métodos de control: el
 miedo. 
Vivir sin miedo no es vivir inconscientemente, sino con la mayor autonomía posible
El miedo, desde el que se padece en la infancia, es sometimiento, no precaución.
 El miedo debilita porque te resta confianza en ti mismo y aumenta la 
necesidad de buscar protección en otro, en el poder. El miedo produce 
encogimiento y, por tanto, dependencia (del fuerte, del experto…). Y es 
que el miedo te obnubila y por eso te hace depender de las explicaciones de otros al servicio, voluntariamente o no, del poder.
 El temor se disipa descorriendo las cortinas para así ver que las caras
 monstruosas son solo sus pliegues; pero si entra la luz, se argumenta, 
no se puede dormir, y es que, por encima de todo, hay que procurar el 
descanso. Hoy
 se teme mucho a los virus, los naturales y los artificiales, pero no 
hay nada que contagie más que el miedo: basta inocularlo, porque ya los 
atemorizados lo extenderán.
Pero, por encima de todo, el miedo crea 
culpabilidad. Sentimiento tan bien manejado por el poder. La 
culpabilidad es una obra maestra para el control del debilitado por ese 
encogimiento del miedo. El daño que ha llegado o está por llegar es por 
su culpa, por sus pecados, por sus descuidos… así que el daño es un 
castigo, no el fruto de la imprevisión, del abuso, de la 
desconsideración de los poderosos. La culpabilidad consigue que la 
energía de la irritación, del malestar que podría llevar a la rebeldía, 
en vez de proyectarla hacia arriba se vuelva contrición y golpee las 
espaldas de quienes tendrían que alzarse.
Así que entre las vallas del miedo y la culpabilidad nos conducen.
Vivir sin miedo no es vivir 
inconscientemente, sino con la mayor autonomía posible. Lo que no hay 
que aceptar es que nos asusten, para así pedir protección, ni tampoco, y
 en sentido contrario, que lo hagan para despabilarnos y movernos contra
 los abusos de los poderes. Ninguno de los dos sentidos se debe recorrer
 bajo el temor.
No es solución tampoco que nos traigan a 
expertos para tranquilizarnos. Con su lenguaje especializado podemos 
acogernos en su saber, que suena bien en sus términos, aunque 
incomprensible. De lo que estamos necesitados para este mundo 
inabarcable (y, por eso, tan impresionante) es que tengamos nuevos narradores que, como compañeros de viaje, nos ayuden a recorrerlo y no, por el contrario, optar por parcelarlo y vallarlo, para sentirnos así, aunque tan reducidos, protegidos.
 
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