En ocasiones la historia no
es más que un conjunto de representaciones que nos hacen sentir
cómodos. Un imaginario colectivo en el que apoyarse para construir la
realidad, sin cuestionar constantemente si es correcta o no, mientras
ayude a encajar las piezas. En este proceso hay poco espacio para los
grises, para las partes discordantes.
Quizá sea éste uno de los motivos por los que ya casi
nadie recuerda el Sindicato Unificado de la Guardia Civil, el SUGC. O
puede que la misma maquinaria que lo aniquiló se encargara luego de
borrar sus huellas. No en vano, el Servicio Central de Información de la
Guardia Civil no es un adversario fácil, y menos en una época en la que
sus rivales habituales eran ETA, GRAPO o FRAP y los grupos armados de
la ultraderecha tardofranquista.
Sea como fuere, todo empezó el 17 de diciembre de
1976. Aquel día se manifestaron frente al Ministerio de Gobernación 400
guardias civiles y miembros de la Policía Armada, los grises.
Protestaban por no tener acceso a la Seguridad Social a pesar de ser
trabajadores del Estado, además de por su condición de militares cuando
su principal cometido era el orden público.
Invirtieron los papeles: el represor se contagiaba de
la conflictividad social y se convertía en un foco más de esta. Sus
compañeros, conscientes de la justicia de sus peticiones, no actuaron
contra ellos, "manteniéndose en actitud pasiva": "A pesar de que algunos
oficiales fueron a la puerta del Ministerio a disolver la
manifestación, las órdenes que daban para cargar no eran obedecidas",
recuerda el investigador Rodrigo M. Rico en Guardias civiles versus guardias civiles.
La cobertura mediática que logró la protesta de los
principales cuerpos de represión del Estado, junto a la complicidad que
los agentes en servicio para con sus camaradas –"las fotos que debían
tomarse de los cabecillas aparecían veladas o desenfocadas", recoge
Rico– exasperó al alto mando militar. La sensación de riesgo que dejó la
movilización llegó hasta lo más alto del Estado.
La represión fue casi inmediata. Unos 200 guardias y policías fueron detenidos e interrogados a la moda de la época, medio centenar perdieron el uniforme y los restantes fueron destinados al País Vasco, entonces primera línea de batalla.
El avasallamiento desactivó el embrión sindical en
los cuerpos de seguridad, pero no acabó con él. La idea perduró, y fue
precisamente en el País Vasco donde tomó fuerza. Las movilizaciones
resurgieron a principios de los 80 y esta vez, al menos para los
policías, resultaron imparables. Mediante leyes y victorias judiciales
consiguieron ser considerados un cuerpo civil y constituyeron el
Sindicato Unificado de Policía en 1984.
La cúpula del Ejército había renunciado a la Policía
Armada, pero no soltaría fácilmente a la Guardia Civil, cuyo mando
seguía ostentando. El cuerpo continuaba retenido en el militarismo y
anclado con tradiciones preconstitucionales, aunque no todos sus
miembros estaban dispuestos a permitirlo.
La Transición clandestina
La victoria de los policías en la guerra por la
sindicación y el ejemplo de la Unión Militar Democrática (UMD) animó a
los guardias civiles a impulsar el SUGC como sindicato clandestino. Si
en una primera etapa los agentes repetían que sus reivindicaciones eran
neutrales políticamente y solo buscaban mejoras laborales, en la segunda
mitad de los 80 la trascendencia política del movimiento ya no se
oculta.
"Democracia en la Guardia Civil, para que no se
proteja solo a los poderosos, para que no hayan más 23-F" [sic] eran
consignas reflejadas en las octavillas del SUGC.
"Empezamos a movernos por toda España exigiendo
derechos, porque en aquellos años e incluso hasta principios de los 90,
se hacían jornadas laborales de 80 o 100 horas a la semana, ni siquiera
teníamos un día libre", cuenta José Morata, uno de los fundadores del
movimiento.
"Necesitábamos poner de acuerdo a las diferentes
organizaciones que surgían a través del territorio. Usábamos las
estructuras de los sindicatos policiales y de los sindicatos de clase,
UGT, CCOO, juristas…", narra Fernando Carrillo, otro de los promotores.
El principal peligro estaba en el propio cuerpo. Algunos guardias delataban a sus compañeros sindicalistas
"El
PSOE lo sabía todo, se hablaba, se hacían reuniones preparadas por
ellos en Iglesias de Valencia para que nadie supiese dónde estábamos.
Sin embargo cuando salía la información desde el PSOE de Valencia hacia
el Gobierno de Madrid, cortaban. Lo que era sí en un sitio se convertía
en no en otro", relata Alejandro Borja, también fundador del SUGC.
Morata, Borja y Carrillo prestaban servicio en el
entorno de la Comunidad Valenciana, que se convirtió en otro de los
focos más activos del sindicato clandestino. Las actividades de los
guardias civiles sindicalistas volvieron a llamar la atención de los
mandos del cuerpo, que comenzaron a vigilarlos.
"El primer gran objetivo era sacar el debate de la
Guardia Civil de los círculos que sí eran conocedores de la
problemática. Lo primero que nos planteamos es que había que transmitir a
la sociedad que eso estaba ocurriendo", rememora Carrillo.
Había un colectivo que podía ayudarles en esta
misión, con el que los agentes ya tenían contacto gracias a su trabajo
diario. El problema era que, hasta ese momento, las ambiciones de los
periodistas y las del cuerpo de la Guardia Civil no podían haber sido
más dispares.
Aliados inesperados
"Desde los primeros momentos los sindicalistas de la
Guardia Civil se dan cuenta de que la batalla más importante está en
los medios de comunicación. Y la colaboración nace en un principio por
la relación que tenían los guardias con los medios por la cobertura de
los sucesos, los tribunales...", revela Carrillo.
"Estamos hablando de algo que se producía en la
clandestinidad, que despierta una simpatía muy importante en diversas
capas de la sociedad y mucho más en el caso de la Guardia Civil que era
un cuerpo muy anquilosado, muy cerrado. Muchos periodistas descubren que
hay una realidad paralela, les choca mucho con la imagen que ellos
tenían. Hicieron de esa lucha por la apertura de la Guardia Civil
mediante el sindicalismo una batalla propia, y empezaron a darle salida
porque en la sociedad de aquel momento era una noticia llamativa, pero
también por la impresión positiva que causó en un colectivo como el de
periodistas, que fue muy perseguido en la dictadura e incluso en los
primeros años de la democracia".
"Los periodistas hicieron del sindicalismo una batalla propia"
"Se
involucraron con esas reivindicaciones no como simples testigos, sino
también como profesionales implicados en la lucha por las libertades de
este país. Ahí es donde se tejen esos vínculos", rememora el exguardia.
Los guardias sindicalistas dieron el paso a las
ruedas de prensa para aumentar el impacto de sus reivindicaciones, pero
para entonces el Servicio Central de Información del cuerpo ya los
persigue activamente. Para salir indemnes de ese acoso necesitaban la
cobertura que podían ofrecerles los periodistas.
Se suceden entonces peripecias como convocatorias
falsas de ruedas de prensa, que los plumillas difunden deliberadamente
para engañar a los agentes de información que pretendían infiltrarse en
ellas (mientras el acto real se desarrolla en otro lugar); periodistas
llevando uniformes de guardia civil a esos eventos para que los agentes
pudieran llegar vestidos de paisano; agentes que salían luego del
edificio escondidos en el maletero de los coches de miembros de la
prensa.
La mayoría de aquellos profesionales eran miembros
de la Unió de Periodistes del País Valencià, surgida para contrarrestar a
la conservadora Asociación de Periodistas de la época. Los guardias
aparecían en los periódicos encapuchados, transmitiendo las
reivindicaciones del movimiento: desmilitarización del cuerpo, jornada
de 40 horas, aumento del número de efectivos o unificación con la
Policía.
"No esperábamos que fueran militantes de la
izquierda radical... Pero que fueran demócratas ya era la hostia",
confiesa un periodista involucrado en aquellos hechos. Prefiere no dar
su nombre y evitar el protagonismo en esta historia. A cambio cita a
Emili Gisbert, entonces redactor de El País, como pieza clave de aquella colaboración. Gisbert falleció hace años, pero sus colegas mantienen su recuerdo con una beca para estudiar periodismo que lleva su nombre.
"Entender que había gente dispuesta a perder su
trabajo (y todos con familia, que aunque eran muy jóvenes la inmensa
mayoría tenían mujer e hijos) nos hizo comprender que iban en serio.
Estaban dispuestos a arriesgar mucho e incluso a perderlo todo por algo
en lo que creían", explica este periodista en una conversación con Público.
Guerra sucia. La 'Operación Columna'
"Sabíamos que iban a controlar nuestros movimientos
–admite este periodista sobre las operaciones policiales que se
desataron contra el sindicato– pero en ningún momento pensamos que
podían estar por delante de nosotros".
Lo estaban. Ante los primeros indicios, la Dirección
de la Guardia Civil puso a sus mejores espías, el Servicio Central de
Información –entrenado para la persecución de los grupos terroristas de
la época– sobre los pasos del sindicato y los periodistas que lo
apoyaban. Se lanzaron varias misiones de vigilancia con el objetivo de
identificar a los líderes del SUGC, conocer su plan de acción y, llegado
el momento, erradicarlo de raíz. Una de esas misiones fue la Operación Columna.
Operación Columna by Público.es on Scribd
"Una parte muy elevada de los dirigentes de
los denominados COMITÉS está considerando abordar una fase de
PROVOCACIÓN DIRECTA, consistente en la presentación pública, y sin
ocultación de personalidades, de componentes del movimiento sindical
clandestino en número tal que impida la adopción, por parte del Mando,
de medidas disciplinarias efectivas sin que ello suponga un fuerte costo
político a las Autoridades del Gobierno", avisaban los agentes de
inteligencia en documentos calificados como "secreto" fechados en 1988 y
1989.
Con expresiones y vocabulario como "eliminar
objetivo", "células organizadas" o "ideología irrecuperable" para
describir a sus propios compañeros, los servicios de información
aconsejaban descabezar el sindicato deteniendo a "dirigentes del
movimiento, que oscilaría entre 10 y 15 de los que se estimen más
peligrosos".
El Servicio de Información utilizaba vocabulario como "eliminar objetivo" para hablar de sus compañeros sindicalistas
Quizá
lo más paradójico sea que los propios agentes del Servicio Central de
Información aconsejaban que, "antes de pasar a la fase operativa de
desarticulación del movimiento sindical clandestino", se atendieran las
peticiones del SUGC "aceptables". Todo "al objeto de arrebatar el mayor
número posible de banderas reivindicativas que ostenta el movimiento" y
minar así su fuerza.
En la lista de "objetivos de la Operación Columna"
aparecían tanto el sargento José Morata como el guardia Alejandro
Borja, junto a otros 16 compañeros. Todos fueron detenidos y acusados de
sedición militar, un delito castigado con penas de ocho a doce años de
prisión. Contra otros miembros del SUGC se empleó la guerra sucia, con
imputaciones por posesión y contrabando de drogas o internamientos en
centros psiquiátricos, revelan fuentes conocedoras de los hechos.
La prensa simpatizante de la cúpula militar apoyó la
campaña de detenciones y publicó que el "sindicato de encapuchados"
formaba parte de "una maniobra subersiva" orquestada desde "el Este"
para "debilitar a las democracias occidentales". El antiguo deseo
comunista de la URSS de hacer caer a la gloriosa Guardia Civil española,
ya se sabe.
Olvidados
"Da casi para una película... La represión en aquel
momento fue brutal", explican desde la Asociación Unificada de Guardias
Civiles (AUGC), heredera de las reivindicaciones del SUGC. Estas apenas
han cambiado con respecto a las que ya recogía la Operación Columna a finales de los 80.
Los guardias aún no pueden sindicarse, aunque
siguieron luchando y esquivando las prohibiciones hasta que en 2006 José
Luis Rodríguez Zapatero habilitó las "asociaciones profesionales". Una
figura asociativa con la mayoría de derechos laborales y de negociación
colectiva recortados, por lo que el objetivo final de la sindicación y
desmilitarización del cuerpo sigue muy presente entre los 33.000
afiliados de AUGC, casi la mitad del total de agentes.
En 2009, todos los partidos presentes en el Congreso
de los Diputados votaron a favor de permitir el reingreso de aquellos
guardias expulsados por intentar implantar el sindicalismo en el cuerpo.
"Se aprobó por unanimidad de todos, hasta el punto de que la presidenta
de la Comisión de Interior los felicitó porque era la primera vez que
algo se aprobaba con el 100% de los votos", cuenta Morata.
A fecha de hoy no se ha producido ningún reingreso.
Desde el Gobierno alegan que son "cuestiones jurídicas" pero el exagente
lo achaca a "falta de voluntad política". Ni el PP ni el PSOE parecen
estar dispuestos a perturbar a la cúpula militar. Aunque para la mayoría
de expulsados ya es demasiado tarde: "Yo tengo 63 años, ya no podría.
Pero bueno, lo más importante es el tema de la rehabilitación, la
dignidad propia y de la gente que está a tu alrededor", defiende el
exsargento Morata.
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