martes, 6 de junio de 2023

El Salto - Ayuso o la leyenda del Madrid sin gatos

 4/5/23

En Madrid todo el mundo es de Madrid, y faltaba añadir no como en Catalunya donde a la migración interior de los años del desarrollismo se nos llamó charnegos; no como en Euskadi, donde se les llamó maketos. Lo dijo antes de ayer Ayuso y se lo agradezco infinitamente.

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Que en Madrid todo el mundo es de fuera, a modo de eufemismo para decir que en Madrid todo el mundo es de ahí, es un mito de la transición tan bien engrasado como el resto de mitos de esa época que arrastramos. En Madrid todo el mundo es de Madrid, y faltaba añadir no como en Catalunya donde a la migración interior de los años del desarrollismo se nos llamó charnegos; no como en Euskadi, donde se les llamó maketos. Lo dijo antes de ayer Ayuso y se lo agradezco infinitamente, porque ya es hora de que pongamos esa carta sobre la mesa, también. Ese melón.

Entre 1950 y 1970, seis millones de personas en el Estado español abandonaron de manera forzada su lugar de nacimiento para desplazarse hacia los centros industriales, tanto del resto del Estado como de Europa y América. El movimiento no fue solo geográfico: labriegos de un campo pericapitalista vivieron aquello que Pasolini llamó “una mutación antropológica”, lo que Berger denominó “el advenimiento de la gran injusticia” y lo que hemos leído mil veces en Calibán y la bruja de Federici sin lograr aterrizarlo en nuestras genealogías inmediatas.

Repito siempre esta cifra porque seis millones de personas son un movimiento difícil de esconder y aun así, escondido está, bajo la alfombra, como si nada. Llevo muchos años haciendo memoria de aquella diáspora y tratando de entender los mecanismos que han hecho posible la desaparición de las ontologías campesinas de nuestro imaginario colectivo. Preguntándome cómo es posible que compráramos el relato aquel de que dejamos nuestras tierras porque éramos pobres y no porque habíamos sido empobrecidos. Porque ese giro gramatical es trascendente, pues deja de apuntarnos a nosotras para empezar a buscar, como la aguja de una brújula, las causas y los y las causantes, que tienen, efectivamente, nombres y apellidos. Ese giro gramatical forma parte de desmontar la cultura de la Transición, porque el silencio sobre nuestra diáspora forma parte de la imposibilidad de la memoria histórica heredada del franquismo. Todo eso.

Cómo borraron nuestra memoria

El mecanismo de la desaparición de la memoria ha sido múltiple y complejo, poliédrico. Una pieza es soterrarnos bajo el discurso celebratorio de la modernidad urbana y del progreso frente a ese mundo campesino bestial y bestializado, infrahumano y hasta tan vergonzante que no debemos tratar de guardar ni memoria de él. Despojado de vida y sentido propio, es ideal para usarlo de contraejemplo: el campo premoderno es todo lo malo, sea lo que sea lo malo. Nada hay ahí que nos pueda ser útil, nada que debamos recordar. Ya desde la década de 1960 ha habido una amplia producción cinematográfica destinada a avergonzar a los campesinos que llegaban a la ciudad. Alba Solà García, autora de la imprescindible tesis de próxima publicación Campesinos, punks y charnegos, habla de estos productos como de efecto doble: por un lado adoctrinar a la personas para que se adecuasen a los modos de vida burgueses y, al mismo tiempo, y por otro, sublimar el trauma. Un ejemplo extraordinario, al ser visto con esta mirada, es el clásico La ciudad no es para mí, de Pedro Lazaga y ambientada, precisamente, en Madrid. Otro ejemplo, 70 años despues, es As Bestas, de Sorogoyen, de la que ya he hablado ampliamente. Pero más allá del cómo nos borraron, quisiera abrir las preguntas del para qué y en beneficio de quién.

Para qué borraron nuestra memoria

Aquellas campesinas expulsadas del campo fuimos a parar a muchos lugares: las que llegamos a Barcelona fuimos denominadas charnegas, las que llegaron a Bilbao fueron llamadas maketas, pero también hubo “coreanas” y muchas otras denominaciones según la geografía. Txarnegastxarnegostxarneguidad es la palabra que yo propongo para denominarnos, más allá de nuestros lugares de llegada, a las hijas y nietas de las campesinas expulsadas del campo español a partir de los Pactos de Madrid y la entrada del capitalismo liberal, en el año 1953. Porque una de las cosas que nos han sucedido es precisamente la definición externa, y no solo externa, sino a través de categorías inconmensurables, es decir: nuestro origen ha sido nombrado a través de categorías posteriores a nuestro origen. Y eso no solo nos deja sin palabra sino que nos deja sin defensa. La palabra “txarnega” es una invención, un desvío entre la palabra castellana “charnega” y la palabra catalana “xarnega”. La propongo más allá de Cataluña precisamente porque una diáspora, si atendemos a Avtar Brah, no se estudia por el lugar de llegada sino por el de origen, y nosotras tenemos un origen común prenacional: el campo como pertenencia, y el campesinado como gentilicio. No éramos, pues, como nos reclaman, ni españolas, ni gallegas, ni catalanas, ni murcianas. Éramos campesinas y después, si acaso, todo lo demás.

Al no haber podido hacer memoria colectiva, ya no solo nosotras sino toda la gente en este país que perdió la guerra y también la Transición, las y los txarnegos somos la no-identidad preferida para tirar de ella en caso de necesidad, cualquier necesidad. Porque todo vale con nosotras si sirve para atacar a alguien. Somos reversibles y boomeránicas porque, faltas de historia, somos colectivamente inconsistentes. Y al poder le encanta eso.

En concreto, hemos sido históricamente el juguete preferido de los nacionalismos, pero cuidado, no solo del vasco y del catalán: especialmente lo somos del nacionalismo español, ese que nunca se nombra, ese que se cree que el nacionalismo son los otros. En Cataluña, como en Euskadi, sacar el tema xarnego, como el tema maketo, es muy complicado precisamente porque el discurso es binario: si eres catalana o vasca de primera generación y no quieres asimilarte al discurso prefijado, a la identidad esencial anterior a tu nacimiento aquí, se te señala como españolista y no hay más debate. Por otro lado, cualquier discurso que intentamos articular es rápidamente aprovechado por el nacionalismo español para reafirmar sus tesis contra Catalunya y contra Euskadi. Lo nuestro es como tratar de explicar la violencia entre lesbianas a un público lesbófobo: solo logras alimentar la lesbofobia. Atacar a Cataluña por la cuestión charnega nos niega a nosotras, otra vez, la condición de catalanas, y hace que el debate se vaya a cualquier lugar menos a un lugar de escuchar de nuestro tema. El tema del que no se puede hablar, ni en Cataluña, ni en Euskadi, ni en Madrid (...)

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