1/5/23
Restos humanos descubiertos por buitres, gasoil robado de los ductos del Estado, y tráfico de armas son sólo algunas imágenes del México que nace y muere en una misma calle, mi calle |
Por Mauricio Hdez. Cervantes A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete! Basta con salir de casa, de la casa en la que ahora vivo, y cerrar la puerta (y todas las dimensiones que se apagan detrás de ella) para ver cómo el mundo muere y renace en cada paso a lo largo de una misma calle. Si salgo con un poco de voluntad mientras me arrojo hacia el naufragio mundano, sin dificultad encontraré escenas de tráfico de combustible robado de los ductos del Estado (huachicol), además de un par de miradas discriminatorias en infinitas direcciones. Ahora, si me pongo en modo curioso, no será difícil que alguien me venda, por ejemplo, una escopeta ilegal, o me encuentre con taladores furtivos (que depredan bosques supuestamente protegidos por la ley) emborrachándose afuera de la tienda del pueblo. O, quizá, si voy un poco más avispado, descubra el rostro del presunto pedófilo de turno escondido entre unos árboles. O el del chico que se prostituye para cumplir su sueño de vivir en cualquier ciudad del mundo menos en este poblado que se resquebraja en el doloroso tránsito entre lo rural y lo semiurbano. En fin, el punto es que si salgo relativamente ‘humano’ de casa, sin problema encontraré todos los puntos de inflexión de un México que se canibaliza y renace en cada paso de esta larga calle… Antes de seguir, hago un paréntesis. Volver a casa de los padres a los 40, y hacerlo tras un divorcio, la mudanza de (tu) otro país (ojalá que en España se entendiera que uno puede, y debiera de, ser de varios países a la vez, o regiones, o rincones. Y que, como lo escribiría Aristaráin, “la patria es un invento”), puede ser muy duro. Y hacerlo con el gélido mutismo que queda en el cogote por volver a una tierra que alguna vez te vio partir deseándote lo mejor, y a la que sólo se llega once años después con una mochila rebosante de fotos rotas y un libro (mi primer libro) de crónicas trasatlánticas, puede ser más duro aún. Pero si uno es reportero –como (aún) es el caso de quien escribe estas líneas– , esa extraña especie de juglar contemporáneo que todavía da pelea al Chat GPT, quizá la experiencia de volver a un país, a una calle donde todo, absolutamente todo, se rompe y nace a la vez con otra forma a cada segundo, puede ser una gran oportunidad para seguir dibujando el mundo con palabras. En todo caso, el reto es quitarle lo común a ciertos lugares –que en otros sitios son todo menos comunes– como ‘mamá, si no regreso, quémalo todo’, ‘con dinero, aquí, compras la vida y la muerte de quien sea’, ‘si el gobierno dice que son 100.000 desaparecidos, ese es el dato, no los 500.000 que tú crees’, etcétera. En todo caso, el reto está en aprender a mirar con paciencia incaica (que diría Caparrós), y a contar con precisión lupoide cómo el canibalismo social, político y económico devora a un país que sólo se sostiene por las ingentes cantidades de dinero informal que simulan su pulso vital, su inercia indomable. En todo caso… ¿no es esa una de las grandes virtudes de ‘no ser de aquí ni de allá’, es decir, vivir siempre en la sorpresa? Sigo, ahora sí. “Esta escopeta es española, mírala, es nuevecita. Es española como tú”, dice Fausto, llamémosle así. El suele vender algún coche usado, o muebles que alguien le ha dejado tras una mudanza, para compensar los días de ventas flojas en su tienda de alimento para animales de campo. Pero ahora mismo vende una escopeta. Y me cuenta que además tiene muchas pistolas y otras armas más. “¿Te imaginas que debajo de este jersey llevo una pistola calibre 38, no verdad? Pues mira”, dice tras guardar la escopeta española entre unas pacas de paja. Por supuesto, me muestra la pistola. Luego me dice que sigue decepcionado por la calibre 45 que nunca le devolvieron “unas amistades”. “Por eso ya no le dejo a nadie un arma, no sea que vayan a andar de cabrones por ahí”. Pero, al final, a él le da igual que nunca se la hayan devuelto, pues todas las armas que él vende/ha vendido/venderá tienen raspado el número de registro. Lo mismo da, el 80% de las armas que se venden ilegalmente en México entraron por la frontera estadounidense y jamás han tenido registro alguno. Lo mismo da, porque lo mismo da todo aquí. Si a una mujer la desaparecen, la posibilidad de que la encuentren con vida es prácticamente nula, y desaparecen o son asesinadas cerca de 20 de ellas cada día desde hace casi diez años. Los números aquí también lo mismo dan, porque la realidad siempre es infinitamente más cruda que cualquier dato. Sigo mi camino, no por la misma calle, pero sí por el mismo pueblo y me encuentro con un simpático letrero. “Se vende gasolina aquí”, dice, escrito a mano en un cartel verde escandaloso. ‘Aquí’, enfatiza. Qué curioso, no sea que uno se confunda y toque en la puerta de al lado, donde, quizá, sí que se ofendan por la compra y venta de gasoil robado (y una de las nuevas divisas más jugosas del crimen organizado). Hace cuatro años, cuando Andrés Manuel López Obrador llevaba apenas mes y medio al frente del ejecutivo mexicano, una megaexplosión dejó cientos de muertos y cientos de heridos: eran cientos de personas que ‘ordeñaban’ los ductos del Estado –por órdenes de los cárteles mafiosos crecientes–. Entonces, el recién estrenado presidente declaró (ilusa e inútilmente) una guerra a los huachicoleros. Por supuesto, aquella querella inició perdida: todos los días se descubren decenas de tomas ilegales. Y es que hay una lección que no se ha aprendido del todo aquí: si hubiese un mantra en esta tierra milenaria de guerreros y comerciantes diría que si algo es negocio, la ley debe de ajustarse a éste y no viceversa (...) |
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