Carlos Zamora Gorbeña emplea a inmigrantes, discapacitados, desempleados mayores o jóvenes con problemas. Su hermana le inoculó el compromiso y ambos concibieron sus restaurantes como una herramienta de integración social. Henrique Mariño @solucionsalina
MADRID 09/04/2017
Carlos Zamora Gorbeña (Santander, 1971) aparcó su carrera como gestor hostelero para emprender un proyecto personal: concebir un restaurante en su ciudad natal como una herramienta de integración social. Su hermana y socia, entonces abogada en Cantabria Acoge, le había inoculado el compromiso: no se trataba sólo de montar una empresa, sino de que también fuese más justa. Así nació De Luz, que terminó alumbrando un puñado de locales en los que trabajan inmigrantes, desempleados mayores, discapacitados o jóvenes con problemas. El último de ellos, Angélica, un café recién inaugurado en Madrid en el que este restaurador sostenible desgrana cómo ha llegado hasta aquí.
¿Recuerda su primer sabor?
Unas almejas en salsa verde. Tendría unos cinco años y era mi plato favorito.
¿Ahora es más de carne o de pescado?
De pescado. Curiosamente, Cantabria es la región donde
se consume más pescado per cápita. Me he vuelto más selectivo con la
carne. Hace nueve años, cuando empezamos a comprarla directamente a
pastores, me di cuenta del gran bulo que hay en torno a ella. Dejé
Santander con once años y volví a los treinta y cinco para abrir nuestro
primer restaurante. Creí que iba a tener carne sabrosa, pero los
mayoristas me decían que la traían de fuera porque en Cantabria no era
buena. “¡Pero si yo me he criado entre ganaderos!”, pensaba.
Entonces empecé a preguntar a expertos y descubrí que, a pesar de que aquí era buenísima, se importaba de países del Este, donde hay menos controles. Tras salir del lugar de origen, hace escala en Alemania, Dinamarca u Holanda, que le dan un sello de calidad antes de venderse en España. Todo para que aquí podamos comer solomillo, porque una vaca de cuatrocientos kilos sólo tiene cuatro o cinco de solomillo. Había que traerlos de fuera, porque hace una década éste era el país del solomillo y del chuletón… La carne podía producirse así —con hormonas, piensos y animales inmovilizados— o cómo se había hecho toda la vida en las montañas del norte. Por eso, ahora sólo la como cuándo conozco su origen, porque a las vacas se les está dando de comer mucha porquería.
Entonces empecé a preguntar a expertos y descubrí que, a pesar de que aquí era buenísima, se importaba de países del Este, donde hay menos controles. Tras salir del lugar de origen, hace escala en Alemania, Dinamarca u Holanda, que le dan un sello de calidad antes de venderse en España. Todo para que aquí podamos comer solomillo, porque una vaca de cuatrocientos kilos sólo tiene cuatro o cinco de solomillo. Había que traerlos de fuera, porque hace una década éste era el país del solomillo y del chuletón… La carne podía producirse así —con hormonas, piensos y animales inmovilizados— o cómo se había hecho toda la vida en las montañas del norte. Por eso, ahora sólo la como cuándo conozco su origen, porque a las vacas se les está dando de comer mucha porquería.
Sucede igual con la ropa: vestir sostenible o comer ecológico es, paradójicamente, un lujo. Hay quien quiere, pero económicamente no puede.
"Podríamos amortizar antes las inversiones si generásemos dinero negro y pagásemos en B a los trabajadores, pero la base de nuestro proyecto es social"
Exacto,
resulta paradójico. Pero, curiosamente, si vas directamente al ganadero
puedes comprar y consumir más barato, porque te saltas las barreras de
los intermediarios. Nosotros hacemos eso, al tiempo que le pagamos más
al productor, de modo que está tranquilo, porque sabe que durante un año
le compraremos sus vacas y corderos a un precio justo.
Por otra parte, los montes de España tienen un problema: no se consume suficiente lechazo y cabra. Si no hay un equilibrio, hay incendios, porque cada animal come hierbas y matojos distintos, de modo que cada uno limpia el monte a su manera. También hay un problema con los mataderos, que son muy industriales. Habría que copiar modelos del extranjero, para que los ganaderos de Picos de Europa, en vez de transportar sus animales a Santander o Torrelavega, puedan sacrificarlos en mataderos móviles.
Por otra parte, los montes de España tienen un problema: no se consume suficiente lechazo y cabra. Si no hay un equilibrio, hay incendios, porque cada animal come hierbas y matojos distintos, de modo que cada uno limpia el monte a su manera. También hay un problema con los mataderos, que son muy industriales. Habría que copiar modelos del extranjero, para que los ganaderos de Picos de Europa, en vez de transportar sus animales a Santander o Torrelavega, puedan sacrificarlos en mataderos móviles.
A los once años deja Cantabria…
Mi madre, que había vivido en Inglaterra y en Suiza
cuando era pequeña, quiso que sus hijos tuviesen una visión más amplia
de España y de Europa. Estuve en un internado inglés a las afueras de
Londres y, tras una escala de un año en Cantabria, me fui a estudiar
hostelería al Centre International de Glion, en Suiza. Allí me
especialicé en gestión hotelera e hice prácticas en el Hotel Lancaster
de París. Luego tuve la suerte de que me becasen para ir a la CIA...
Bueno, a la otra CIA [risas]. O sea, al Culinary Institute of America.
[Sega: de camarero al mejor triatleta de Senegal]
Tras el instituto, yo quería estudiar hostelería, pero mi padre no lo aceptó. Él era el abogado Carlos Zamora, hijo a su vez del abogado Carlos Zamora, por lo que ya habían encargado una placa para mí: “Carlos Zamora nieto, abogado” [risas]. Mi abuelo —además de ejercer el derecho— regentaba un cámping, donde yo trabajaba todos los veranos. Ahí empezó a gustarme la hostelería, pero mi padre me dijo que antes estudiase una carrera y me matriculé en Empresariales, aunque la dejé en segundo.
A finales de los ochenta, hostelería, como que no…
Entonces era algo raro. Mi madre tenía un primo en
la cuadrilla de Juan Mari Arzak, quien le aconsejó que me mandase a
Suiza, donde estaba estudiando su hija. Elena Arzak estuvo en la escuela
de Lucerna, cuyas clases eran en alemán; y yo, como hablaba inglés,
entré en la de Glion.
Luego la fiebre se contagió a España, donde abrieron varias escuelas.
Fue cuando se puso de moda la hostelería y comenzó a profesionalizarse un poco el sector.
Veinticinco años después, ¿se nos ha ido la gastronomía de las manos?
Se nos va, se nos va… No hay que perder el norte. Me
gusta cómo piensan los franceses. Ellos fueron los primeros que
tuvieron restaurantes hace 250 años, después de la Revolución. Cuando
los cocineros de la aristocracia se quedaron en la calle, empezaron a
montar restaurantes para —como indica la propia palabra— restaurar el
estómago con un caldo de carne. Son unos artesanos del sector, tanto de
la cocina como del servicio. En mi caso, me considero un restaurador,
porque toco todos los palos.
¿Hay una restauración de dos velocidades?
Hay gente muy potente, pero también me he encontrado
con personas procedentes de la alta cocina que no tienen las bases.
Dominan varias técnicas y emplatan muy bien, pero luego no son capaces
de hacer una salsa o de pochar.
Como un artista abstracto que previamente no ha hecho pintura figurativa.
"Al hacer política desde los fogones, demostramos que es posible hacer negocios de otra manera"
Claro.
Si te fijas en los primeros cuadros de Picasso, ves que pintaba que
alucinas. En todo caso, en España cada vez hay más conocimiento y
cultura de la cocina. Esa curiosidad de los clientes también favorece a
los pequeños productores.
Las condiciones laborales del sector han espantado a muchos alumnos de hostelería.
Tienes que pagar sueldos dignos y cumplir con tus
obligaciones como empresario. En este sector, que apenas está controlado
por el Estado, desgraciadamente hay mucha precariedad laboral. También
hay restaurantes de alta cocina que luego no pagan a los trabajadores.
“Es que los formo”, se justifican sus responsables. Claro, pero no puede
ser que en una plantilla de cuarenta personas sólo cobren cinco. Eso
provoca que la gente no aguante mucho tiempo y se salga del gremio.
Usted defiende que pagar más revierte en el beneficio de la empresa.
Somos casi 190 empleados y más del 90% tienen un
contrato indefinido. La gente es buena por naturaleza: tras un proceso
de aprendizaje, debes hacer horas y, a medida que vas trabajando, cada
vez eres mejor. Hay que pulir el oficio.
Su hermana, Lucía Zamora, le inoculó el compromiso, pues concibió el primer restaurante como una herramienta de integración social. Años después, el Grupo Deluz recibía el Premio Incorpora La Caixa.
Mi hermana venía del sector social, pues había sido
la abogada de Cantabria Acoge. Ella y yo teníamos un sueño: montar una
empresa más justa. Podríamos haber amortizado mucho antes las
inversiones realizadas si hubiésemos generado dinero negro y pagásemos
en B a los trabajadores. Como empresa, habríamos sido más viables, pero
la base de nuestro proyecto siempre fue social.
Aunque usted ha defendido que, precisamente, ese componente social ha favorecido el crecimiento de la empresa.
Sin él, ni hubiéramos crecido, ni estaríamos liderando este movimiento dentro de la restauración.
¿Se puede hacer política desde los fogones?
"Vivimos en una sociedad que prejuzga a todos: por ser gitano, negro, gallego o por haber sido despedido. Todos debemos tener segundas y terceras oportunidades"
Sí,
y además es nuestra obligación. Así demostramos que resulta posible
hacer negocios de otra manera, al tiempo que proporciona satisfacciones
personales, como ver a un chaval que hace cinco años estaba en un piso
de acogida gestionando un restaurante con veinte empleados a su cargo.
Simplemente hay que ponerse en el lugar del otro. Eso te da mucha fuerza
tanto a ti como al resto del equipo. Nosotros creemos mucho en…
… en la segunda oportunidad.
Sí, y en la mezcla: personas con diversa edad,
experiencia, origen… Eso hace que los equipos sean muy ricos, tanto en
lo que respecta a su personalidad, como a su energía y su compromiso. El
30% de nuestros trabajadores procede de proyectos de inserción, un
porcentaje que va a más.
Su reto ha sido humanizar la hostelería, ¿no?
Uno de nuestros responsables de cocina es un chico
gitano. El otro día le escuché decirle a un senegalés que acaba de
empezar: “Si yo soy gitano y he llegado hasta aquí, tú no vas a tener
ningún problema”. En el fondo, vivimos en una sociedad que prejuzga a
todos: por ser gitano, por ser negro, por ser gallego, por ser
madrileño, por haber repetido curso o porque te han despedido. Todos
debemos tener segundas y terceras oportunidades. También tenemos que
ayudarnos y reforzar las carencias del otro. Nuestro trabajo consiste en
detectar en qué es bueno alguien y potenciarlo.
Fundó junto a Ampros la empresa de catering Depersonas cocinando con sentido, integrada por ocho trabajadores con discapacidad intelectual y cuatro con discapacidad física, que sirve menús a escolares de Santander.
Los miembros de la asociación comían fatal y sus
responsables nos pidieron consejo. Hicimos un pacto social: entrábamos
en el proyecto con el compromiso de dar el salto a los colegios. ¿Qué
comen nuestros hijos? En España hay un problema: siete u ocho compañías,
la mayoría de capital riesgo, dominan la alimentación de colectividades
(colegios, empresas, hospitales…). Imagínate el dinero que habrá ahí…
Nosotros hemos demostrado que se puede ofrecer producto ecológico y
fresco por el mismo precio.
¿Cómo reducen ustedes los costes?
Comprando en origen, directamente al pastor, al
ganadero y al pescadero. Vamos a la lonja y compramos vacas enteras.
Cocinamos todas las partes del animal y luego distribuimos los cortes
entre nuestros restaurantes y el catering.
Una frase: “La alimentación provoca desigualdad social”.
En la alimentación también hay lucha de clases. Los niños más desfavorecidos comen más alimentos procesados y están más gordos.
Digamos que los diferentes niveles de renta provocan la desigualdad alimenticia.
Claro, pero si eres gordo, no te van a contratar en
una entrevista de trabajo. Sucede en Estados Unidos y está empezando a
pasar aquí. Por culpa de su alimentación, estás limitando a esas
personas. El periodista Michael Moss reveló en el libro Adictos a la comida basura
que las grandes empresas alimentarias ya conocían en los años noventa
los problemas que estaban provocando las sales y los azúcares, pero
decidieron taparlo. Yo, como consumidor, me he sentido un poco engañado.
¿Se come mejor fuera o en casa?
En casa... si no compras mucha comida procesada. En
España se cocinó mucho, pero en los noventa se dejó de hacerlo. Hay que
consumir productos frescos y volver a cocinar, porque te relaja y forma
parte de nuestra tradición. Yo, por ejemplo, lo hago con mis hijos.
Comer también es una forma de relacionarte con los tuyos.
Siempre dice que hay que dar de comer antes al barrio que a la ciudad. O sea, aboga por un restaurante de proximidad.
Con ese concepto nacieron los restaurantes en París. Hay que atender las necesidades de tus vecinos. Aunque también existe el restaurante destino,
no hay que olvidar la proximidad. De hecho, antes de montar un local,
me recorro todos los establecimientos de la zona y cuento las personas
que están comiendo. Hay que hacer números, porque luego tienes que ir al
banco a pedir un crédito...
¿Qué es para usted comer bien?
Comer equilibrado y rico. A los once años dejé de
hacerlo y tengo un trauma. Mi abuela y mi madre cocinaban muy bien. Hay
que poner ganas e ilusión, porque la comida es química. Para mí, si está
bien hecha, una zanahoria es igual de rica que un chuletón.
Su madre y su hermano, María Gorbeña y Pablo Zamora, además de socios son fotógrafos. ¿Se le pegó algo de la vena artística de la familia o pudo la legal?
Mi madre procuró que viésemos mundo, que
aprendiésemos varios idiomas y que tomásemos nuestras propias
decisiones. Cuando tenía diecisiete años, mis padres se separaron. Ella
llevaba una década haciendo fotos por hobby, pero entonces tuvo que empezar a trabajar. Entró en una revista de decoración, Nuevo Estilo, y también publicó reportajes de interiorismo en los magazines de El Mundo y ABC. Siempre nos apoyó.
Tiene que ser duro dejar la casa familiar a los once años, ¿no?
Sí… [un sí elástico y dubitativo] Al
principio, no entiendes muy bien qué ocurre, pero enseguida te pones
contento, porque el sistema inglés de educación era más de razonar y
menos de memorizar. En las clases me sentía muy a gusto. De hecho, mis
padres me dijeron que volviese a Santander, pero yo insistí en seguir
allí. Fue duro, aunque hoy, además de español, también me considero
bastante inglés. Las cosas buenas de Inglaterra me parecen maravillosas.
¿Por ejemplo?
"La gastronomía debe ser para todos: no creo en la élite. Currar para los vips del planeta es muy aburrido"
La
libertad de perseguir tus sueños sin que nadie te juzgue. Si decides
hacer algo, son menos prejuiciosos que los españoles. También el respeto
hacia la otra persona y la ética, que te inculcan desde pequeño. Si te
fijas en la política actual, ves que aquí no hay ética.
¿Qué le parece que den de beber en las librerías?
Bien. Hay proyectos que me gustan, porque esa fusión
resulta agradable. Cuando me vine a Madrid a mediados de los noventa,
en la calle Santiago había un café-librería que me fascinaba. Ya
entonces podías tomarte algo rodeado de libros, una pasada.
¿Es lector?
Sí, mucho. Acabo de releer Sin blanca en París y Londres,
un libro curioso en el que George Orwell habla sobre su experiencia
como friegaplatos y vagabundo en los años veinte. Me hizo pensar en que
las condiciones laborales de la hostelería madrileña son las mismas que
entonces: ahora ofrecen sueldos de 900 euros por setenta horas
semanales, aunque sólo cotizan por veinte. Eso no puede ser, pero como
hay tanta gente, no te queda más remedio que aceptarlo. Sin embargo, esa
fórmula resulta inviable.
También me gusta mucho Manuel Chaves Nogales. Me lo descubrió mi amiga Paz Gil, una librera de Santander que recibió el Premio Librería Cultural hace cuatro años. El periodista republicano fue muy criticado, incluso por la izquierda, porque escribía lo que veía. Llegado un momento, entendió que España no tenía arreglo y se fue del país.
También me gusta mucho Manuel Chaves Nogales. Me lo descubrió mi amiga Paz Gil, una librera de Santander que recibió el Premio Librería Cultural hace cuatro años. El periodista republicano fue muy criticado, incluso por la izquierda, porque escribía lo que veía. Llegado un momento, entendió que España no tenía arreglo y se fue del país.
¿Es usted el abanderado de la tercera España de la restauración: ni alta ni baja?
La gastronomía tiene que ser para todos: yo no creo en la élite. Trabajé en hoteles de cinco estrellas y fui maître
en el restaurante más lujoso de Londres, donde comen los mil tíos más
importantes del planeta… Pues te voy a confesar algo: es muy aburrido.
Cuando tienes veinticinco años, te hace gracia ver a Mick Jagger o a
Carolina de Mónaco, pero en el fondo no te sientes realizado.
¿Algún proyecto a la vista? ¿Qué está tramando ahora?
Tengo en mente un despacho de vinos: consumo, venta y
entrega a domicilio. Un local donde puedas tomar vino de mucha calidad
en barril de cerveza, que resulta más ecológico. Como el mundo ha
cambiado tanto, tengo que romperme la cabeza para innovar: un pequeño
sueño sería llevar a tu casa los ingredientes ecológicos necesarios,
suministrados por pastores, para cocinar una receta determinada. En
ambos casos apostaríamos, como en todos nuestros proyectos, por la
integración laboral.
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