Carlos García de la Vega 15/08/2024
Dos ejemplos banales, sitos en Lisboa y Nápoles, sobre de qué manera las ciudades definitivamente se quieren comunicar con el viajero forastero más que con el turista
Piazza Bellini, Nápoles, en noviembre de 2023. / C. G. C.En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
En Madrid, voy a casi todos sitios con mis auriculares, ya lo contaba en estas mismas páginas hace unos cuantos años. En general música, otras veces podcasts, siempre con la sensación o la necesidad de evadirme del exterior, de no tener que escuchar conversaciones de autobús o metro, de acallar el tráfico, de aislarme en una burbuja que, aunque no es del todo segura, si es una pequeña isla de salud mental. En esta nueva etapa de viajar solo, por la inercia de aquellos primeros viajes hacia las óperas de Rafael R. Villalobos, seguía con la costumbre, hasta que me di cuenta de que era imposible vivir la ciudad si no era escuchándola. Y, sobre todo, escuchando a las personas que habitan en ella. Hay algo profundamente coreográfico en viajar tal y como yo lo vivo. Y es que un bailarín no puede ser sordo a lo que suena, porque entonces, en caso de que sea bueno, se convierte solo en un acróbata.
Precisamente, donde más me molestan las conversaciones en lo rutinario es donde más fácil me resulta tomarle el pulso a la sociedad en la que estoy a punto de inmiscuirme. Porque sí, de alguna manera el viajero se está metiendo donde no le llaman, donde no pertenece, para descubrirlo, desentrañarlo, aprender o simplemente escapar (de alguien o de algo). Ese lugar es el transporte público. No nos damos cuenta de ello, pero son lugares perfectos para la curiosidad por el otro, en caso de que el otro, como concepto y más allá del cotilleo, te interese. Aunque esté en un lugar donde la lengua me resulte poco o nada entendible, me despierta un particular interés imaginar las conversaciones que están teniendo dos o más personas en base al tono, las miradas, las risas, las sonrisas y las inflexiones. Viajar, en realidad, y de una manera muy esencial es eso: inmiscuirse en una conversación, un trozo de vida, de geografía y urbanismo, de una idiosincrasia que no te pertenecen.
Y si seguimos tirando de este hilo de pensamiento, puedo llegar entonces a la conclusión de qué podría diferenciar a un turista de un viajero. Para este último el motor es, si no la curiosidad, sí la forma que tiene de volver a relacionarse con su infancia, cuando todo era nuevo, cuando todo estaba por descubrir. El turista, sin embargo, es un ejecutivo revenido que tiene toda su vida montada en un sistema inefable de metas, objetivos y tareas que cumplir. Llega un punto en que la eficiencia es tan aséptica que olvidas el objetivo mismo de lo que estás haciendo, del sitio que estás visitando. Eres el más eficiente, pero te has olvidado de lo principal de cualquier proceso: disfrutarlo. Relacionarse con la infancia seguramente no sea una tarea a la que muchos están dispuestos a enfrentarse, requiere asumir vulnerabilidad, aprendizaje, hasta indefensión. Pero sobre todo inocencia y curiosidad. No es un juego fácil de jugar, a veces no solo por nosotros mismos sino sobre todo por el papel excesivamente rígido en el que la vida en ocasiones nos ha colocado.
Quitarse los auriculares estando de viaje, en mi caso, implica tener curiosidad por las personas con las que voy a cruzarme, y eso genera encuentros breves pero muy significativos, que seguramente no podrían darse si no estuviese solo. Parece que, en la mente del turista, el encuentro con los autóctonos solo se concibe como posibilidad de ligar y tener un breve –o duradero– romance. Aunque esta eventualidad siempre es atractiva, me he dado cuenta de que viajar solo implica de alguna extraña manera desactivar esa pretensión. No hacerlo sería caer en las garras del turbocapitalismo que considera el amor romántico como la única forma relacional interesante. Del mismo modo que Rosalía dedicó en Motomami hasta cinco baladas a temas distintos al amor, aspiro a bailar lento con los autóctonos cualquier balada que no tenga que ver con la posibilidad de romance.
Lisboa, noviembre de 2022. Volviendo de uno de los arañazos que le hice al mapa de Lisboa hacia Alfama, donde estaba mi alojamiento, por una calle serpenteante del barrio de Graça, un tugurio muy, muy pequeño llamó mi atención en la acera de enfrente. Había una multitud dentro, había otra multitud en torno a él, bebiendo en la calle. Parecía un bar en el que estaban pasando cosas. Crucé e intenté meterme dentro. Había fado en directo, estaba abarrotado, no había sitio en la barra y decidí salir porque no había mucha posibilidad de estar allí. Un parroquiano, que estaba en la barra, salió a buscarme a la calle y me dijo, o creí entender algo así como, “no te vayas, vuelve a entrar: ponte donde yo estaba”. Lo que viví allí dentro, gracias a ese hombre, escapa de cualquier experiencia con el fado que haya podido tener a través de artistas comerciales o restaurantes con atracción turística de otros viajes. Aquello era una jam de fado. El local era literalmente una cueva donde apenas había espacio, y para llegar hasta la mesa del fondo, que servía de escenario, cada nuevo artista tenía que contonearse entre la concurrencia. El guitarrista de fado era un virtuoso impresionante y me daba por pensar en los cazatalentos que hubiesen descubierto en su día a Tomatito o el Niño Josele. En este caso se trataba de un señor mayor, de unos sesenta años, que seguramente fuese feliz tocando por puro placer. Cantó un chico que fue una delicia, lleno de dulzura y una cierta melancolía, saudade, supongo, pero mucha dignidad. Pero llegó ella. Medía algo así como uno cincuenta y cinco, pelo negro larguísimo, aspecto un poco de choni, pero una voz ancha como una columna dórica, un timbre riquísimo y ambarino y una sensibilidad en el manejo del rubato que me dejó –nos dejó a todos los presentes– maravillado. Cualquiera de los tres músicos que escuché tenían la calidad suficiente para ser profesionales; sin embargo, estaban allí, en aquella taberna, cantando por gusto. Fue uno de los momentos más impresionantes del viaje. Aquí, en realidad, no hubo intercambio, más allá de la generosidad de aquel lisboeta que me cedió su sitio en el bar para que escuchara uno de los mejores fados de mi vida a cambio de consumir dos o tres cervezas Bock.
Nápoles, noviembre de 2023. Me gusta tener cerca del sitio donde me quedo un lugar para desayunar. Aunque en la vida diaria suelo desayunar en casa, es imprescindible tener fijado el bar de desayuno más próximo al alojamiento para los días acelerados, los que vienen torcidos o los de resaca. Forma parte de hacer mía una ciudad, por asimilación a lo que tengo en lo que llamo hogar. En el viaje de mi cumpleaños del año pasado a Nápoles, cerca del palazzo donde vivió Leopardi en el que estaba hospedado, encontré uno de estos bares que me hicieron la estancia más cotidiana. Desde el primer día el señor que lo regentaba se dirigió a mí como “caro”, y aunque hubiese un poco de barrera lingüística entre su italiano endemoniadamente rápido y mi chapurreo, logramos entendernos. Al segundo día que entré, vi que estaban haciendo unos bocadillos con el contenido de una tartera: un estofado de champiñones. Pregunté qué era. El hombre, de inmediato, cortó otro trozo de pan y me preparó uno pequeño para mí. El sabor, a cocina tradicional y a “casa”, eran impresionantes. No me lo cobraron. Al día siguiente, cuando les pregunté si tenían otra vez lo de la mañana anterior, me hicieron ver que ese era el desayuno que su mujer les había preparado para él y el resto de camareros, y que por eso me lo habían regalado. No tengo ni idea de qué le llevó a hacerlo, pero me sentí no solo honrado sino, además, aunque fuese ilusorio, parte de algo que ninguna entrada de museo me hubiese podido proporcionar.
Son dos ejemplos banales, seguramente los únicos publicables en un medio de comunicación, sobre de qué manera las ciudades definitivamente se quieren comunicar con el viajero forastero más que con el turista. De ninguna de las dos experiencias que he relatado –y en realidad de ninguna de las que he vivido, publicables o no– tengo fotos o vídeos. Porque cuando uno está viviendo no tiene tiempo de sacar el móvil. Sin embargo, fotografío mucho, muchísimo, las ciudades que visito, sobre todo para apuntalar en la memoria lo que fue un viaje ya hecho cuando pasen los años y que visitaré cuando ya no viaje, ni solo ni acompañado, repasando lo que voy anotando en mis cuadernos. Hay sin embargo una costumbre, multiplicada por mil por influencia de las redes sociales, que tengo que confesar que me enerva: las fotos de personas en lugares, como única prueba de su paso por allí. No puede haber nada más de turista y menos de viajero que esas personas que necesitan ser constantemente protagonistas de todo. Hacerse fotos con monumentos detrás es, para mí, una costumbre tan espantosa como la gente que últimamente felicita los cumpleaños con fotos suyas con la persona del aniversario o, lo que es peor, que honra la memoria de un recién fallecido con una foto con él o ella. Como dijo una vez Belén Esteban, “yo, yo, yo, yo”. No hay forma de que el “yo” quede en un segundo plano, de que se diluya con lo verdaderamente importante. Se impone el protagonismo casi psicopático, en vez de la simple experiencia. En este sentido, como comienza Isherwood su novela Adiós a Berlín, el viajero, al contrario que el turista “es una cámara, con el obturador abierto, bastante pasivo, registrando, no pensando”. Por eso me quito los auriculares, para abrir también los obturadores auditivos.
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