Marta Maroto Beirut , 29/09/2024
Las guerras y las crisis humanitarias se solapan en el Líbano. La última ofensiva israelí, que ha matado al menos a 600 personas, entre ellas el líder de Hezbolá, ha vaciado el sur del país y el barrio beirutí de Dahie
Marta Maroto Beirut , 29/09/2024
Una niña que ha huido de su casa por los ataques israelíes sobre Dahie, duerme junto a su familia en una de las calles del centro de Beirut. / M. M.
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“Dammar”, dice Ahmad acunando en sus brazos a su sobrina de meses bajo la sombra de uno de los pocos árboles de la Plaza de los Mártires. Dammar, acompaña haciendo el recorrido de las bombas con sus dedos Maryam. Dammar significa “destruida” en árabe, y es lo que muchos exclaman al ser preguntados por el estado de sus casas. Al asesinato del líder de Hezbolá, Hassan Nasrala, el ‘gran mártir’, como anunció la milicia en un comunicado, le siguieron bombardeos masivos sobre Dahie, sur de Beirut y bastión del grupo chií. En cuestión de horas, centenares de personas lo perdieron todo. En el Líbano se solapan las crisis humanitarias tras semanas y meses de bombardeos israelíes, con la incertidumbre añadida de qué ocurrirá no solo con el futuro de la guerra y de la milicia considerada como la más poderosa del mundo, sino del país.
“El edificio de al lado del nuestro fue bombardeado. Salimos corriendo a las cinco de la mañana”, cuenta Rayeda, bangladeshí, junto a Rahima y Sames, trabajadoras migrantes en el Líbano. “No sabemos cómo vamos a comer un día más y no tenemos ni 200 dólares para alquilar algo. Todo el mundo ha salido de Dahie”. Estamos en una abarrotada Corniche, el paseo marítimo de Beirut. Frente a ella, las rocas del Rauche, una de las principales atracciones turísticas de la capital.
“No sé ni cómo hemos llegado hasta aquí. ¿A dónde vamos ahora? ¿Nos marchamos al mar? Ni humanidad ni justicia”, dicen los ojos azules de Ahmed, libanés de 80 años. Ve pasar el tiempo en un trozo de césped más allá de la Plaza de los Mártires, punto central de Beirut, junto a su mujer, Yawad, su hijo y su nieto.
Algunos se han marchado sin previo aviso, otros tras las órdenes de expulsión que fue emitiendo el Ejército israelí de madrugada; Dahie ha quedado vacío. En la memoria, las imágenes de la guerra de 2006, cuando solo quedaron los cráteres de una de las áreas más pobladas de la capital y donde Hezbolá goza de mayor apoyo. Pero Dahie es también el lugar donde la población local y extranjera encuentran precios más asequibles y servicios: Hezbolá opera como un Estado paralelo contra la disfuncionalidad del Estado libanés, ofreciendo servicios y protección. Al desplazamiento en la capital se suman las cientos de miles de personas –Naciones Unidas habla de 210.000, el Gobierno libanés de casi un millón– que desde hace una semana han tenido que abandonar el sur del Líbano y el este del país, el valle de la Beqaa, bajo el constante fuego israelí. Los muertos ya superan las 600 personas, y no da tiempo a contar las desaparecidas. “Estamos acostumbrados a la guerra”, señala Qasem, un hombre que huyó de su casa, en la frontera sur, hace apenas unos días. Menciona los 18 años de ocupación israelí en el sur del Líbano: “Desde entonces estamos en guerra”.
Aquella invasión israelí, en 1982, fue el germen del nacimiento de Hezbolá, el único grupo árabe que se jacta de haber obligado a retirarse a la potencia sionista. Los 34 días de ofensiva en 2006 también fueron considerados un fracaso de Israel, ya que solo un acuerdo diplomático y no la fuerza bruta logró que la milicia dejase de lanzar cohetes. Casi dos décadas después, el Partido de Dios que se creía invencible se desangra entre los continuos asesinatos de su cúpula, y queda huérfano de un liderazgo –solo solo para Hezbolá, sino para el Líbano–, el de Nasrala, con el que han crecido generaciones. Hubo llantos y gritos tras el anuncio oficial de su muerte, ataques de pánico, tiros al aire, procesiones y manifestaciones, y una sensación de paranoia entre sus militantes, confundidos y en shock: Dahie se ha vaciado de gente extranjera, y sólo los nacionales pueden entrar. “Vuestras cámaras han matado al Sayed (en referencia a Nasrala), sois espías”, dice un grupo de seguidores a un equipo de televisión internacional.
El delicado equilibrio de Hezbolá
Hezbolá tiene una gran base social, especialmente entre la confesión chií. Aunque sus estructuras jerárquicas lo asemejan a un ejército profesional, los reemplazos suelen hacerse con rapidez. En esto es parecido a su aliado Hamás, que no sufrió grandes cambios tras la muerte de su líder político, Ismail Haniye, en Teherán. Incluso tras la muerte de Nasrala, han continuado los ataques desde el sur del Líbano, que palidecen en comparación con los brutales bombardeos israelíes. Sin embargo, las muertes de sus más altos cargos reduce las posibilidades de relevo, y debilita sin duda una dirección que pierde credibilidad puertas adentro pero también de cara al exterior: la capacidad de auto protección de la milicia está en duda, lo que genera incertidumbre en torno a la seguridad de sus seguidores y de las fronteras del Líbano.
El mito de la invencibilidad de Hezbolá, sustentado en batallas pasadas pero construido sobre un halo de secretismo y opacidad, tiembla. El grupo se debate ahora en un equilibrio delicado: la falta de una respuesta contundente podría ser interpretada por Israel como debilidad, incitando a mayores ataques con los que tratar de ‘dar la puntilla’ y hacer claudicar a Hezbolá; mientras que una represalia sorpresiva y dolorosa para Israel serviría como revulsivo psicológico para los seguidores del grupo armado, a la vez que también podría dar la excusa a Israel de arrasar con todo y justificar una invasión terrestre, una de las amenazas recurrentes desde el 7 de octubre de 2023. Aunque guerras pasadas han demostrado que la superioridad aérea no es suficiente para arrodillar a la milicia, una incursión en el sur del Líbano tampoco garantizaría el triunfo a Israel: Hezbolá nació como guerrilla, heredando las técnicas de las facciones palestinas; además, la mayoría de sus combatientes proceden de la geografía escarpada y sinuosa del sur, conocen en el terreno y lo utilizan a su favor.
“No importa lo que le pase a Hassan Nasrala, no dejaremos la resistencia. Incluso aunque solo quede uno de los nuestros en pie”, dice un grupo de mujeres que prefieren no dar sus nombres, sentadas sobre una toalla en Beirut. En una zona del mundo donde no es bienvenido, la existencia violenta del Estado de Israel, sustentada en limpiezas étnicas e invasiones, junto al apoyo ciego de Estados Unidos, genera sentimientos de odio y cada vez más radicalización entre los países árabes. Y este es uno de los motivos por los que el objetivo del primer ministro israelí de “acabar con Hezbolá”, o “acabar con Hamás” en octubre, es una guerra que no puede ganar. Los milicianos que cogen armas ahora en el sur del Líbano han crecido escuchando las historias de la ocupación, o en campos de refugiados palestinos sin condiciones básicas para sobrevivir.
“Muerte a América”
Cerca del grupo de mujeres, un hombre desplazado con una familiar discapacitada se une a la conversación: “¿Dónde están los derechos humanos de los que hablan Biden y Netanyahu?”. “Sus políticas están dejando a niños viviendo en la calle”, continúa. En agosto pasado, durante uno de los últimos discursos de Nasrala, el Sayed islámico, una voz en inglés explicaba a gritos a un grupo de periodistas uno de los lemas más escuchados en los eventos de la milicia: “Cuando gritamos ‘Muerte a América’ no nos referimos a sus ciudadanos e inocentes, sino al fin de la hipocresía y de la opresión. Estáis aquí para entender nuestro punto de vista, aunque no os guste”.
Incluso aunque efectivamente fuera factible la erradicación de Hezbolá, el odio a Israel y a la oposición a las políticas estadounidenses genera que grupos nacidos en otros territorios, como los hutíes de Yemen, tengan también la defensa de pueblos ocupados, como Palestina, y el ataque a los ocupantes como motivos fundacionales. El mantenimiento de este statu quo, incluso la radicalización del que señala como rival, beneficia a un Netanyahu acosado por su propia justicia que al plantearse objetivos imposibles encuentra una manera sencilla de expandir geográfica y temporalmente sus guerras contra el terrorismo. Un terrorismo que sus mismas políticas alimentan.
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