Decía Albert Camus que toda forma de desprecio, si interviene
 en política, prepara o instaura el fascismo. Por analogía, si 
interviene en la ética y en la conducta, adoctrina en la sumisión de 
cualquier sentimiento de compasión o empatía.
Al hilo de ciertas despectivas declaraciones de Enrique Ponce, el autor analiza las falacias en las que los matadores de toros y cuantos apoyan la tauromaquia basan su sanguinario egoísmo.
Al hilo de ciertas despectivas declaraciones de Enrique Ponce, el autor analiza las falacias en las que los matadores de toros y cuantos apoyan la tauromaquia basan su sanguinario egoísmo.
    Julio  Ortega Fraile  - 14/08/2015
http://www.eldiario.es/caballodenietzsche/Capotadas-ciencia-estocadas-decencia_6_420018002.html
La verdad, como la sensibilidad, es un puyazo para la tauromaquia
Se puede despreciar muchas cosas, pero cuando la desconsideración es 
hacia el sufrimiento extremo de alguien, cuando la indiferencia se 
adereza con altanería, convirtiéndose en menosprecio, tanto en las 
palabras como en los actos, para con la vida de un ser tan capaz de 
sentir, padecer, agonizar y morir como lo es el indiferente y altanero, 
describe con exactitud la catadura moral de esa persona.
Decía Albert Camus que toda forma de desprecio, si 
interviene en política, prepara o instaura el fascismo. Por analogía, si
 interviene en la ética y en la conducta, adoctrina en la sumisión de 
cualquier sentimiento de compasión o empatía en la acción que se 
defiende y practica, aunque dicha acción lleve implícita la vulneración 
de derechos básicos ajenos, la angustia psíquica y física del otro, y su
 muerte.
Pero a veces lo anterior no viene solo, sino
 que lo hace acompañado del desconocimiento, y éste puede ser auténtico o
 fingido. El primero es el caso del ignorante que, por serlo, ignora 
hasta su propia ignorancia. El segundo es el del embustero, el de la 
hipocresía que exhibe aquel que, en palabras de Plauto, en una mano 
lleva la piedra y en la otra muestra el pan. El peor de los dos casos.
Cuando se juntan desdén, soberbia y falsedad el resultado es muy 
peligroso, si quien los atesora tiene la capacidad, sobre todo legal, de
 hacer daño, y el poder de acceder a los medios de comunicación. Porque 
siempre habrá quienes, por ser como él, se hagan eco de sus argumentos 
para ser palmeros o discípulos de sus desmanes; y otros que, 
simplemente, le crean, aunque no hagan más, a pesar de que en ellos no 
haya intención de admirar o de imitar. Y ya basta con eso para proteger y
 perpetuar el mal, pues el silencio, cuando hay víctimas, siempre se 
torna a favor de las armas que se usan contra ellas y de quienes las 
empuñan.
Enrique Ponce, el matador de toros, es un 
sujeto preciso para tan desagradable predicado porque encarna ese 
conjunto de valores en su pensamiento y en su proceder. Como muestra, 
una  entrevista que concedió hace unas semanas a un conocido diario.
En ella asegura que: los antitaurinos tienen la mente cerrada y no ven 
más allá del “pobre animalito” (entrecomillado en el original), para 
añadir que: no se dan cuenta de que ese animalito existe gracias a las 
corridas de toros. En menos de treinta palabras, este hombre, que  comenzó a matar toros en público con quince años y que en 2013 llevaba -a la vista, que serán muchos más a puerta cerrada-  torturados y ejecutados más de 5.000,
 almacena en esa declaración la desfachatez, la arrogancia, la burla, el
 letargo ético y la patraña. Todo ello al servicio de su bolsillo ( cobra unos 120.000 euros por tarde)
 y de un lobby, el taurino, que ha hecho del engaño su forma de 
sobrevivir en un camino de un solo sentido. La mentira ha de alimentarse
 de más mentiras y, jurado que el primer toro no sufre, que disfruta en 
la plaza o que desparecería como especie si lo hace la lidia, no queda 
más remedio que repetirlas en el segundo, en el tercero, en el sexto y 
en los aproximadamente  70.000 que son martirizados hasta la muerte, con saña y lentitud, cada año en España.
Enrique Ponce sabe perfectamente que el toro no desparecería como 
especie si lo hacen las corridas, sino que desaparecerían los toreros. 
No hace falta ser biólogo para comprender que los bóvidos de lidia no 
son especie y sí un producto de la selección genética por parte del 
hombre para proveerse de criaturas a las que destrozar en cualquier 
plaza, y en cualquier Tordesillas, Medinaceli o Terres de l´Ebre. Si se 
dejara de manipular artificialmente al bulldog inglés para que sea más 
tranquilo de carácter y se adapte a los pisos, o al shar-pei para lograr
 que tenga cada vez una piel más arrugada, ¿se extinguirían los perros? 
Tampoco es imprescindible ser veterinario para conocer que el toro sufre
 en el ruedo o enmaromado por las calles de Benavente. Pero sí es 
necesario cumplir el requisito de mentir para ser torero, de su 
cuadrilla, ganadero de lidia o empresario taurino.
Calificar de mentes cerradas precisamente a quienes lo que quieren y 
están haciendo -a menudo bajo amenazas e incluso agresiones- es divulgar
 esa verdad que tanto perjudica al mundo de la tauromaquia, y luchan por
 abrir las puertas de un zulo siniestro donde hiede a siglos de 
oscurantismo y crueldad para que entren el conocimiento, la justicia y 
el respeto -que en el siglo XXI no pueden admitir excepciones ni 
justificaciones para ser desechados-, es un ejercicio de estupidez que 
sólo puede ser fingida para alcanzar semejante envergadura.
Lo de “pobres animalitos”, con su carga de mofa hacia las criaturas 
que, como todos los matadores, Ponce jura amar y, no obstante, somete a 
un tormento atroz para luego acabar con su vida, demuestra hasta qué 
punto es capaz de la humillación y negación de los derechos básicos y la
 naturaleza de sus víctimas. Sin embargo, en la misma entrevista, 
asegura que cuando ve jugar a sus hijas con la muletilla y ellas le 
dicen “mira, papá, se torea así”, solo se divierte porque sabe que no 
van a ir a más, que no querría de ningún modo verlas delante de un toro y
 que eso le produciría mucho miedo. Pero el miedo del toro parece no 
contar para él.  Ni, según él, para sus hijas.
No, Enrique Ponce no es estúpido, sólo es egoísta, inconmovible, 
mendaz, presuntuoso y sanguinario cuando quien sufre las consecuencias 
de sus actos no es él o los suyos, sino un animal al que la ley, esa que
 a él le aterra que cambie (la entrevista es anterior a las elecciones 
municipales y en ella explica que no quiere que ganen los “antitaurinos”
 de Podemos), le permite torturar y matar haciéndose además rico con 
ello.
No, Enrique Ponce no es estúpido, Enrique Ponce
 es como es y dice lo que dice porque hace lo que hace y pretende 
continuar. Es así porque es torero. Y que fuese el  primer matador académico de la Historia,
 puesto que ese título le fue otorgado en 2007 por la Real Academia de 
Ciencias, Bellas Artes y Artes Modernas de Córdoba, sólo suma vergüenza a
 todo este asunto, ya que el galardonado matarife descabella la ciencia 
cuando habla de lo que desea y sienten los muertos de su profesión, 
encuentra belleza en sus heridas, en su pavor, en su agonía, y lo único 
moderno en lo que hace, mejor dicho, futurista, son sus ingresos, porque
 el resto sólo se trata de una ferocidad, un desprecio y una ignorancia 
primitivas.
 
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