De un judío revolucionario a un judío
imperialista –dos paradigmas antinómicos de la judeidad–, es el paso que
mejor simboliza la derechización de la comunidad judía
31/08/2015. De Maciek Wisniewski - @periodistapl
Si la primera mitad del siglo XX fue la
época de Franz Kafka, [Borges], Sigmund Freud, Walter Benjamin, Rosa
Luxemburgo o León Trotsky, la segunda lo ha sido más bien de Raymond
Aron, Leo Strauss, Henry Kissinger y Ariel Sharon.
Así Enzo Traverso, el historiador italiano, pone el dedo en la llaga e identifica la peculiar transposición de los acentos políticos e intelectuales en la judeidad a lo largo del siglo pasado (El final de la modernidad judía: historia de un giro conservador, 2013, 235 pp.).
Y una cita más de su excelente ensayo, también incluida en la portada (raras veces logra el editor sintetizar y/o reflejar tan bien el contenido de un libro, aunque todos los aplausos van al autor y su pluma):
'Si antes la voz de los intelectuales y políticos judíos, recurriendo a las metáforas musicales tan caras a Theodor W. Adorno y Edward W. Saïd, se manifestaba a manera de contrapunto, era disonante, hoy día ya se funde en la armonía con el discurso dominante' (p. 14).
Ambos señores W –que escondían así su apellido paterno–, no sólo grandes intelectuales (uno alemán, en parte judío, otro, palestino-estadunidense), sino grandes amantes de la música (uno musicólogo y compositor, aprendiz de Alban Berg, otro pianista-amateur y fundador de la WEDO, una orquesta judía-árabe) representan también un curioso pase de estafeta.
A la hora del ocaso del pensamiento crítico judío, cuando la mayoría de sus intelectuales abraza al proyecto colonial sionista y occidentalismo, Saïd, que dice ser el único verdadero seguidor de Adorno e incluso el último intelectual judío –sic– (véase: Haaretz, 18/8/00), funde en su obra –bien subraya Traverso (p. 234)– la tradición mejor representada por la Escuela de Fráncfort, llena de outsiders judíos, con el poscolonialismo haciendo de él una nueva crítica de la dominación e imperialismo.
***
La modernidad judía (1750-1950) –desde la emancipación hasta el postgenocidio y el surgimiento de Israel–, tras dos siglos de la excepcional creatividad intelectual, política, científica y artística, finalmente agota su rica trayectoria. Su fin está marcado por las ausencias y un radical giro conservador.
El vacío dejado por la figura de un intelectual revolucionario judío cosmopolita e internacionalista –cuya encarnación es el propio Marx, seguido por Rosa Luxemburgo, Karl Radek o Isaac Deutscher (los tres últimos judíos-polacos en búsqueda de una identidad posnacional más allá de su judeidad y el tóxico nacionalismo polaco)–, o la tradición socialista en torno al idish de Bund, un partido antisionista y pro asimilación que perece casi por completo en el Holocausto y cuyos restos quedan rematados en los kibutz –las (supuestas) comunas utópicas en Israel–, es llenada por el nacionalismo sionista (corriente hasta aquel entonces minoritaria) y “la intelligentsia judía neoconservadora que transforma el universalismo en occidentalismo” (p. 102).
De Trotsky a Kissinger, de un judío revolucionario a un judío imperialista –dos paradigmas antinómicos de la judeidad (p. 12)–, es el paso que mejor simboliza la derechización de la comunidad judía (sin olvidar las notables excepciones).
Es muy significativo: en un lapso de apenas 50 años la principal figura judía en el mundo ya no representa el comunismo y la amenaza a la civilización (Trotsky), sino el virulento anticomunismo y la salvación de Occidente (Kissinger).
Los mismos círculos que ayer y por mucho menos (su origen judío incluido) quieren colgar a Trotsky del farol más cercano, hoy absuelven a Kissinger de cualquier pecado (los genocidios desde Cambodia hasta Chile incluidos).
¿Recuerdan las reacciones al yo acuso de Christopher Hitchens (The trials of Henry Kissinger, 2001)?
'...Y falta aún la indignación al yo acuso también de Greg Grandin' (Kissinger’s shadow, 2015).
Mientras uno es el clásico intelectual orgánico de la revolución, otro es el clásico intelectual del imperialismo, o más específicamente, según Grandin, promotor de un particular existencialismo imperialista (The Nation, 9/6/15).
Mientras para Trotsky –que de hecho, según Traverso, una vez en el poder deja de ser un intelectual para volver a serlo solo en el exilio (¿Où sont passés les intellectuels?, 2013, p. 42)– el imperialismo es el enemigo, para Kissinger es una especie de vocación (p. 11).
***
Dos acontecimientos en particular (y/o dos hecatombes, según como se mire) influyen con el mencionado giro conservador:
- el Holocausto (que hace del viejo pueblo paria –los judíos– una minoría protegida en relación con la cual Occidente calibra su moralidad)
- y la fundación de Israel a.k.a Nakba (que acaba con la vieja condición paria, pero crea un nuevo pueblo paria –los palestinos– y dificulta sostener las posiciones universalistas o críticas dentro de la diáspora judía).
El giro tiene también su clara dimensión geográfica: es el ocaso de la centralidad de Europa y el desplazamiento del eje intelectual a EEUU, donde el cosmopolitismo, sobre todo judío-alemán (vide: Kissinger) encuentra un puerto seguro y acaba su periplo (p. 68).
Allí ocurre una metamorfosis: los intelectuales judíos, huérfanos de 'Mitteleuropa', encuentran el sustituto para su mundo perdido en el imperialismo atlántico, y de antiguos perturbadores del orden pasan a ser sus ideólogos y pilares (p. 109).
El Holocausto marca el final de la efervescencia intelectual judía, pero también del pensamiento crítico occidental: la tradición intelectual europea de pensar por sí mismo (selbstdenken) y abogar por la causa universal deja el lugar a un enfoque particularista.
Allí está el punto central de Traverso: la judeidad, que durante la onda larga de la modernidad actúa más como contratendencia, cambia, pero sólo en consonancia con el resto del mundo; su mutación apenas sigue el desplazamiento del eje del mundo occidental, siendo un espejo de sus transformaciones (la derechización/conservadurización de las sociedades).
“¿Por qué razón –pregunta bien el autor– deberían seguir siendo los judíos el foco de la ‘subversión’ en un mundo que dio la espalda a la utopía tras la derrota histórica del comunismo y de las revoluciones del siglo XX?” (p. 11).
Así Enzo Traverso, el historiador italiano, pone el dedo en la llaga e identifica la peculiar transposición de los acentos políticos e intelectuales en la judeidad a lo largo del siglo pasado (El final de la modernidad judía: historia de un giro conservador, 2013, 235 pp.).
Y una cita más de su excelente ensayo, también incluida en la portada (raras veces logra el editor sintetizar y/o reflejar tan bien el contenido de un libro, aunque todos los aplausos van al autor y su pluma):
'Si antes la voz de los intelectuales y políticos judíos, recurriendo a las metáforas musicales tan caras a Theodor W. Adorno y Edward W. Saïd, se manifestaba a manera de contrapunto, era disonante, hoy día ya se funde en la armonía con el discurso dominante' (p. 14).
Ambos señores W –que escondían así su apellido paterno–, no sólo grandes intelectuales (uno alemán, en parte judío, otro, palestino-estadunidense), sino grandes amantes de la música (uno musicólogo y compositor, aprendiz de Alban Berg, otro pianista-amateur y fundador de la WEDO, una orquesta judía-árabe) representan también un curioso pase de estafeta.
A la hora del ocaso del pensamiento crítico judío, cuando la mayoría de sus intelectuales abraza al proyecto colonial sionista y occidentalismo, Saïd, que dice ser el único verdadero seguidor de Adorno e incluso el último intelectual judío –sic– (véase: Haaretz, 18/8/00), funde en su obra –bien subraya Traverso (p. 234)– la tradición mejor representada por la Escuela de Fráncfort, llena de outsiders judíos, con el poscolonialismo haciendo de él una nueva crítica de la dominación e imperialismo.
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La modernidad judía (1750-1950) –desde la emancipación hasta el postgenocidio y el surgimiento de Israel–, tras dos siglos de la excepcional creatividad intelectual, política, científica y artística, finalmente agota su rica trayectoria. Su fin está marcado por las ausencias y un radical giro conservador.
El vacío dejado por la figura de un intelectual revolucionario judío cosmopolita e internacionalista –cuya encarnación es el propio Marx, seguido por Rosa Luxemburgo, Karl Radek o Isaac Deutscher (los tres últimos judíos-polacos en búsqueda de una identidad posnacional más allá de su judeidad y el tóxico nacionalismo polaco)–, o la tradición socialista en torno al idish de Bund, un partido antisionista y pro asimilación que perece casi por completo en el Holocausto y cuyos restos quedan rematados en los kibutz –las (supuestas) comunas utópicas en Israel–, es llenada por el nacionalismo sionista (corriente hasta aquel entonces minoritaria) y “la intelligentsia judía neoconservadora que transforma el universalismo en occidentalismo” (p. 102).
De Trotsky a Kissinger, de un judío revolucionario a un judío imperialista –dos paradigmas antinómicos de la judeidad (p. 12)–, es el paso que mejor simboliza la derechización de la comunidad judía (sin olvidar las notables excepciones).
Es muy significativo: en un lapso de apenas 50 años la principal figura judía en el mundo ya no representa el comunismo y la amenaza a la civilización (Trotsky), sino el virulento anticomunismo y la salvación de Occidente (Kissinger).
Los mismos círculos que ayer y por mucho menos (su origen judío incluido) quieren colgar a Trotsky del farol más cercano, hoy absuelven a Kissinger de cualquier pecado (los genocidios desde Cambodia hasta Chile incluidos).
¿Recuerdan las reacciones al yo acuso de Christopher Hitchens (The trials of Henry Kissinger, 2001)?
'...Y falta aún la indignación al yo acuso también de Greg Grandin' (Kissinger’s shadow, 2015).
Mientras uno es el clásico intelectual orgánico de la revolución, otro es el clásico intelectual del imperialismo, o más específicamente, según Grandin, promotor de un particular existencialismo imperialista (The Nation, 9/6/15).
Mientras para Trotsky –que de hecho, según Traverso, una vez en el poder deja de ser un intelectual para volver a serlo solo en el exilio (¿Où sont passés les intellectuels?, 2013, p. 42)– el imperialismo es el enemigo, para Kissinger es una especie de vocación (p. 11).
***
Dos acontecimientos en particular (y/o dos hecatombes, según como se mire) influyen con el mencionado giro conservador:
- el Holocausto (que hace del viejo pueblo paria –los judíos– una minoría protegida en relación con la cual Occidente calibra su moralidad)
- y la fundación de Israel a.k.a Nakba (que acaba con la vieja condición paria, pero crea un nuevo pueblo paria –los palestinos– y dificulta sostener las posiciones universalistas o críticas dentro de la diáspora judía).
El giro tiene también su clara dimensión geográfica: es el ocaso de la centralidad de Europa y el desplazamiento del eje intelectual a EEUU, donde el cosmopolitismo, sobre todo judío-alemán (vide: Kissinger) encuentra un puerto seguro y acaba su periplo (p. 68).
Allí ocurre una metamorfosis: los intelectuales judíos, huérfanos de 'Mitteleuropa', encuentran el sustituto para su mundo perdido en el imperialismo atlántico, y de antiguos perturbadores del orden pasan a ser sus ideólogos y pilares (p. 109).
El Holocausto marca el final de la efervescencia intelectual judía, pero también del pensamiento crítico occidental: la tradición intelectual europea de pensar por sí mismo (selbstdenken) y abogar por la causa universal deja el lugar a un enfoque particularista.
Allí está el punto central de Traverso: la judeidad, que durante la onda larga de la modernidad actúa más como contratendencia, cambia, pero sólo en consonancia con el resto del mundo; su mutación apenas sigue el desplazamiento del eje del mundo occidental, siendo un espejo de sus transformaciones (la derechización/conservadurización de las sociedades).
“¿Por qué razón –pregunta bien el autor– deberían seguir siendo los judíos el foco de la ‘subversión’ en un mundo que dio la espalda a la utopía tras la derrota histórica del comunismo y de las revoluciones del siglo XX?” (p. 11).
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