12/10/22
Esteban Dómina EL DÍA EN QUE TODO CAMBIÓ
El 12 de octubre de 1492 llegaron las tres carabelas fletadas por los Reyes Católicos. Durante siglos, la narrativa eurocéntrica que se transmitió de generación en generación, giró alrededor de Cristóbal Colón, protagonista excluyente del supuesto descubrimiento y del azaroso viaje ultramarino que duró 69 días antes de tocar la tierra firme que el navegante genovés, hincado en la arena, agradeció elevando su mirada al cielo. En la imagen, los nativos atisbaban con curiosidad el desembarco de aquellos individuos que cambiaría para siempre sus vidas.
Hasta hoy, palabras como descubrimiento, conquista, encuentro de dos mundos, invasión, genocidio y otras similares tratan de etiquetar la irrupción de los europeos en un continente desconocido para ellos, al que llamaron Nuevo Mundo, y a sus habitantes “indios”, porque creyeron que estaban en las Indias, la ruta que buscaban afanosamente.
Sin embargo, algunas de esas acepciones no se ajustan a la realidad histórica, empezando por “descubrimiento”, porque pudo haberlo sido para los que pisaron por primera vez este suelo, pero no para sus varios millones de habitantes, convertidos súbitamente en anfitriones forzosos. A lo sumo, fue un descubrimiento recíproco de quienes aquel día se vieron las caras y todo cambió, para bien o para mal, según lo que le tocó a cada uno.
“Conquista” cabe mejor, ya que los recién llegados y los que vinieron después se sintieron con derecho a quedarse con todo lo que encontraron en el continente que pasaría a llamarse América: metales preciosos, productos autóctonos, personas que redujeron a la servidumbre. Conquista que por cierto no fue pacífica ni amigable, sino violenta e impiadosa según consta en las crónicas de la época.
Algunos de aquellos pueblos originarios —aztecas, mayas, incas y otras— tenían un desarrollo cultural quizás superior al resto, aunque en todas partes moraban comunidades con identidad propia. Poco o nada de lo que había entonces quedó en pie; pueblos enteros desaparecieron diezmados por guerras, enfermedades, destierros y trabajos forzados, entre otros males; el lado B del supuesto descubrimiento.
El mismo fenómeno no tardó en propagarse en todo el continente. En lo que hoy es nuestra Argentina, existía una multiplicidad de comunidades vernáculas, aún en los extremos más alejados. Con el paso del tiempo esos pueblos sufrieron un proceso similar: la extinción o, en el mejor de los casos, la reducción progresiva e irreversible, atenuada apenas por el mestizaje que permitió la sobrevivencia del linaje originario hasta nuestros días.
Quizás era previsible que una civilización supuestamente superior como la europea, tarde o temprano, impondría supremacía por contar con barcos, armas de fuego, caballos y otros insumos de guerra. Cabe preguntarse si las cosas pudieron haber sido diferentes; si hubiera sido viable una instancia de integración más pacífica e inclusiva de lo que fue. Es difícil saberlo, por aquello de que la historia es lo que realmente pasa: lo que no pasa o pudo haber pasado pertenece al terreno de la ficción o de la imaginación.
Lo que vino después es conocido; los conquistadores se llevaron y trajeron cosas, materiales e inmateriales. Trajeron su propia religión y lengua, animales aquí desconocidos, el hierro, la viruela y otras enfermedades; y se llevaron metales preciosos, frutos de la tierra y el “mal de bubas”.
En España, el 12 de octubre de 1892, un real decreto expedido en el convento de La Rábida por la reina regente María Cristina de Habsburgo instituyó ese día como fiesta nacional. Dos décadas después pasó a llamarse “Día de la Hispanidad” y, desde 1987, “Fiesta Nacional de España”. En la República Argentina, el “Día de la Raza”, como se le llamó durante casi un siglo, fue adoptado como tal en 1917, por decreto del entonces presidente Hipólito Yrigoyen, y mantuvo ese carácter hasta 2010, cuando, también por decreto presidencial, se cambió su denominación por el más acorde “Día del Respeto a la Diversidad Cultural”, que dio a la fecha un sentido más reparador. La Constitución nacional sancionada en 1853 y el texto reformado en 1994 aluden expresamente a las comunidades indígenas subsistentes —las auténticas— y se reconocen sus derechos.
Sin embargo, en el pasado, sucesivos gobiernos desatendieron la cuestión y, como resultado, buena parte de la cultura e identidad de aquellos pueblos originarios quedó en el camino. La mirada actual apunta a resignificar el momento histórico al plantear su recordación como un encuentro de dos realidades diferenciadas, cuyo contacto y posterior fusión —un proceso un tanto tergiversado por la versión historiográfica tradicional— dio lugar a la construcción de la identidad americana, basada en la diversidad étnica y cultural de los pueblos que la constituyen.
Por todo ello, el 12 de octubre debe ser una jornada de reflexión respetuosa y despojada de sesgos y prejuicios en torno del acontecimiento histórico que se evoca antes que una celebración festiva y acrítica del mismo.
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