Carlos Fernández Liria *| Publicado: 15/4/2017 https://www.cuartopoder.es/tribuna/2017/04/15/funcionarios-y-emprendedores/10095
En una de sus recientes publicaciones, el filósofo italiano Domenico Losurdo decía lo siguiente: “El funcionario público es objeto de celebración por parte de Hegel, en tanto que intérprete del universal, dado que no está movido por intereses particulares como el poder o la riqueza”. Qué tiempos aquellos, tan distintos a los actuales…
Ante el anuncio del Gobierno de ofertar 250.000 plazas de empleo público, algunos empiezan ya a pensar cómo se podrían repartir mejor el botín. Así, por ejemplo, un artículo de El País alerta sobre lo ineficaz e injusto del sistema de oposiciones. Entre las grandes ideas alternativas, llegan a proponerse el test psicotécnico, entrevistas conductuales, inventarios de personalidad, pruebas de liderazgo, y, en fin, lo habitual en la jerga del fichaje empresarial basura. De lo único que no se habla en el artículo es de la brutal escasez de plazas que ha convertido el sistema oposiciones en una tomadura de pelo (decenas de miles de personas que compiten por una docena de plazas, es obviamente un espectáculo demente). Habría mucho que comentar sobre este tipo de disparates, pero me temo que en todo esto hay algo de más calado. En verdad, la lógica empresarial no sólo objeta el sistema de acceso, sino el tipo de puesto al que se accede. De lo contrario sería absurdo (rayando en una especie de darwinismo social racista) hacer a una persona nada menos que propietaria de una función estatal en virtud de su alto coeficiente intelectual. Pero es que, en verdad, lo que no encaja en la moderna mentalidad empresarial no es ya el sistema de oposiciones, sino la idea misma de funcionario. La idea de que los funcionarios -jueces, administrativos, profesores o bomberos- son un ejército de parásitos y gandules, un peso muerto en una sociedad de emprendedores con iniciativa y capacidad de liderazgo, lleva calando muy hondo en nuestro país, sobre todo desde que empezó la crisis económica.
Esta mentalidad podría resumirse en una entrevista ya casi viral que circula por Youtube, en la que el actor Antonio Banderas compara el modelo estadounidense de vida con el europeo y, sobre todo, con el español. Estas son sus palabras: “En Estados Unidos tenemos el mercado más duro del mundo, porque hay mucha competitividad. Cuesta mucho salir adelante, hay que trabajar duro. Pero el trabajo se premia, y una vez que lo has conseguido, se te reconoce para toda la vida. La lección más importante que he aprendido en Hollywood es que las cosas se pueden conseguir, que no hay sueños imposibles. Si yo lo he conseguido, cualquiera lo puede conseguir. Se trata de soñar muy fuerte, y, por supuesto, de tener capacidad de sacrificio, empeñarte y trabajar, y fracasar y volverte a empeñar, y levantarte, y caer y volverte a levantar. No hay fracasos totales. Este es el espíritu americano: te caes y te vuelves a levantar, te vuelves a caer y te vuelves a levantar, luchando duro por un sueño”. En su opinión, el modelo español es muy distinto: “según unas encuestas en Andalucía, el 75% de los jóvenes querrían ser funcionarios. La proporción es la inversa en EEUU: ahí no quieren estar en una oficina a las órdenes de un jefe. Quieren tener una idea, juntarse con otros para sacarla adelante, pelear por tu idea y realizarla. Con un 75% de gente que quiere ser funcionario, no se hace país. Se hace país con gente que se la juega”.
Estas declaraciones son repugnantes, pero fueron muy aplaudidas. Representan un insulto para el noventa por ciento de nuestra juventud, que, en realidad, no tiene nada que jugarse en esa selva de los heróicos emprendedores, porque sencillamente no tiene nada de nada. Pero la cosa funciona, porque la imagen del funcionario ha sido tan denostada que es de sentido común que no hay nada más despreciable que aspirar a llevar esa vida propia de haraganes. Por mi parte, creo que la batalla está perdida. Ya no hay manera de contrarrestar toda esta basura, pero al menos me gustaría señalar algo sobre las consecuencias de lo que nos hemos jugado y perdido. Es otra forma de medir la altura de miras en la que estamos instalados. Entre Antonio Banderas y el pensamiento de la Ilustración, elegimos al primero, a despecho de Montesquieu, de Kant, o de Hegel. Cuando Antonio Banderas habla de “hacer país” no dice qué tipo de país tiene en la cabeza, a excepción de que tendrá pocos funcionarios.
Pero no hay más remedio que pensar en ello, en el tipo de “país” por el que estamos apostando. Cuando se discute sobre si los funcionarios son más o menos vagos o incompetentes, se olvida que son el pilar de la separación de poderes, es decir, de lo que llamamos orden constitucional o estado de derecho. Y que si los funcionarios son vagos, hay que poner remedio a que sean vagos no a que sean funcionarios, porque si haces esto último sencillamente te cargas el estado de derecho. Acabo de publicar, junto con otros dos profesores un libro sobre este tema, en lo que atañe al mundo de la enseñanza. Como dice la frase sobre Hegel antes citada, el funcionariado es la única garantía que tenemos en nuestras sociedades de conservar una instancia libre de las presiones gubernamentales y empresariales. No se acaba de comprender que si los funcionarios acceden a su puesto por oposición (ante un tribunal que tiene que operar públicamente, con las puertas abiertas al control de la ciudadanía) es porque los funcionarios no son trabajadores, sino propietarios, propietarios de su función, de modo que no dependen de la lógica del mercado laboral. Esta es la condición para que ciertas funciones demasiado vitales desde el punto de vista civil queden a salvo de cualquier chantaje o presión privada. Y por lo mismo, a salvo de cualquier chantaje o presión gubernamental. Los funcionarios no son trabajadores que pueden ser despedidos o perjudicados a conveniencia según la legislatura que haya tocado en suerte. Los funcionarios no son asalariados gubernamentales, sino propietarios protegidos por la Constitución frente a cualquier presión del gobierno. Es por este motivo por el que nunca hay que descuidar el sistema de oposiciones, por aparatoso que resulte, sino siempre luchar por perfeccionarlo, hacerlo más sensato (nadie duda de que el actual sistema de acceso al poder judicial es injusto, discriminatorio y disparatado), y sobre todo, blindar su carácter público (al contrario de lo que se hace, por ejemplo, en las oposiciones de enseñanza de Madrid, donde ya ni siquiera se han leído públicamente los exámenes).
En el mundo de la enseñanza, por ejemplo, la condición de funcionario permite blindar eso que se llama “libertad de cátedra”. Del mismo modo que, en el mundo de la justicia, se blinda nada menos que la independencia del poder judicial. Blindarla frente a cualquier presión laboral (o comulgas con la ideología de quien te contrata o eres despedido, como ocurre con los periodistas y en general en cualquier trabajo para la empresa privada) y, también, protegerla frente a cualquier presión gubernamental. Sin la base del funcionariado, los gobiernos podrían imponer su propia ideología durante todo el tiempo que durara la legislatura. Y por supuesto que lo intentan y, con distintas argucias, a veces lo consiguen. Pero siempre con un muro de contención importante: todo un ejército de funcionarios que son, en principio, inmunes a la presión gubernamental. Para decirlo de una vez: el funcionariado está ahí para impedir, precisamente, que la escuela o los tribunales se conviertan en un brazo gubernamental.
Lo mismo ocurre respecto a las presiones, chantajes o sobornos privados. Los jueces tienen que ser propietarios de su función porque de lo contrario podrían ser amenazados con el despido por dictar sentencias no rentables política o económicamente. Por supuesto, no es que la condición de funcionario garantice que se sea inmune a la corrupción o la prevaricación interesada, pero es una de las pocas cosas que se han inventado para ayudar a ello, en ese sistema de pesos y contrapesos que es el Estado moderno. Lo mismo ocurre en el mundo de la enseñanza. O en el de la medicina. Una cosa es que un médico se deje corromper por los laboratorios farmacéuticos y otra muy distinta es que los médicos sean contratados o despedidos según las conveniencias mercantiles de esos grandes emporios. Una cosa es que algunos corruptos hagan negocio de la medicina y otra que la medicina misma se convierta en un negocio. Lo mismo pasa con la justicia, la enseñanza, los bomberos o los administrativos. El funcionario es el guardián del espacio público y, por lo tanto, de la libertad de la república. Si este mundo, atravesado de salvajes intereses privados que discurren a veces en paraísos fiscales y legales inalcanzables para la ciudadanía, tiene alguna posibilidad para conservar algunas dosis de independencia humana libre y desinteresada (o interesada en cosas tales como la Verdad o la Justicia), ello es gracias a una arquitectura institucional vertebrada por el funcionariado. Antonio Banderas -en representación de un sentir muy popularizado- se rasga las vestiduras ante un país lleno de aspirantes a funcionarios. A otros nos pasa al revés, lo que nos vemos venir es un país sin funcionarios, y por lo tanto, sin libertad de cátedra, sin independencia del poder judicial, sin separación de poderes, sin bomberos desinteresados, sin médicos que no sea mercaderes del negocio de la salud. Es la selva que tenemos por delante, habitada por emprendedores entrenados por terapias de autoayuda y gimnasios para la supervivencia, sin derechos, ni sindicatos ni tribunales ni escuelas, donde las empresas tienden cada vez mas a formar a sus propios trabajadores (a condición de que trabajen gratis para ellas durante largos períodos de tiempo), la judicatura tiende a sustituirse por la mediación de conflictos gestionada por empresas privadas e incluso la policía tiende a sustituirse por guardias de seguridad a las órdenes del mejor postor. Según retrocede el funcionariado, se extingue la ciudadanía y se sustituye por el cliente, el consumidor y el emprendedor.
En el campo de la enseñanza este desastre ha penetrado ya muy profundamente; en la Universidad, por la mercantilización impuesta por el proceso de Bolonia, y en la enseñanza secundaria, ante todo y más que nada, a raíz de la falta de plazas que sustituyó a los propiamente funcionarios por un ejército de interinos que alquilaban su plaza sin derechos ni estabilidad de ningún tipo, sometidos, además, a la maldición de Sísifo que les hace vivir en un examen permanente. Ahora bien, la estrategia difamatoria es implacable: una vez que se ha deteriorado el armazón funcionarial de la enseñanza hasta dejarla en quiebra, es fácil demostrar lo ineficiente que es el funcionariado. Se trata de la consigna neoliberal con la que se están desmantelando todas las instituciones republicanas del estado de derecho.
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