Los relatos criminalizadores o conspirativos y las soluciones finales justifican las guerras. Aspiremos, pues, a dejar en evidencia (desnudos ante las evidencias y, por tanto, desarmados) a quienes avivan la batalla permanente: viven de ella
Víctor Sampedro Blanco 1/02/2023
¿Es posible excluir a los intolerantes y promover la negociación y el acuerdo, en vez de enfrentarnos y degradar el debate público? Proponemos desarmar las llamadas guerras culturales. Y, en su lugar, hacer comunicación política democrática: la que sostiene comunidades que dialogan entre sí, cobrando protagonismo e impacto institucional1.
No a la guerra
El marketing electoral más beligerante es propio del (destro)populismo. Este último (de carácter reaccionario) y ciertas réplicas de la izquierda intentan identificar a los líderes con la ciudadanía. Para ello encubren evidentes desigualdades de poder y generan polarización afectiva: dividen y enfrentan a quienes mantienen preferencias políticas contrarias2.
Los generales de la mercadotecnia nos polarizan para blindarse identificándose con la tropa. Esta asume y repite las arengas como si fuesen propias. El belicismo comunicativo encubre así el poder de “los mandos”. Consolida y salvaguarda a los jerarcas, que envían a “los mandados” al frente. Les considera soldadesca prescindible, víctimas propiciatorias de la mentira que han ayudado a viralizar.
La pandemia ultra que afecta las instituciones y nos infecta con valores antidemocráticos no se cura con discursos identitarios o ideológicos opuestos, cargados de superioridad cognitiva o moral. “La contundencia democrática” no se traduce necesariamente en combate ideológico. En la mayoría de las ocasiones, este último disimula la falta de proyecto político. Una democracia “contundente” conduce a acordar medidas políticas concretas, aquí y ahora. Cierto es que, para ello, resulta clave asegurar foros donde dialogar y se empieza eligiendo bien quién dirige los entes de radiotelevisión pública3.
Pero el credo ideológico de un periodista se pliega a un protocolo profesional que podría resumirse en considerar los hechos sagrados y las opiniones, privadas. La misión de la prensa –diferente a la del intelectual orgánico o propagandista– no es construir hegemonía ideológica sino asumir idéntica legitimidad de partida a cualquier actor político-social. Pero imponerles los mismos baremos de veracidad, favoreciendo acuerdos que redunden en el bienestar de la mayoría social. Se trata de convocarnos a realizar colectivamente “el análisis más afilado sobre el funcionamiento del poder y al diseño de la política más sofisticada para desafiar esas relaciones de poder existentes”.
Rechacemos, pues, enquistarnos en guerrillas semióticas, entrar al trapo y sacar las banderas. Las insignias no se comen y tienden a devorar a quien se las cuelga como medallas. Desertemos de las guerras culturales en curso.
Los neocon plantean un conflicto civilizatorio con antipatriotas, migrantes y toda suerte de desviados sexuales e infieles. La izquierda “pura”, con menos recursos, apuesta por aplicar el foquismo guevarista a la comunicación: la guerrilla de la contrainformación y desatar un Vietnam en cada redacción. Ambos bandos olvidan que la estrategia bélica presupone la mentira. Además, instaura el régimen donde gobierna quien más y mejor miente: la pseudocracia4.
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