Maria Toca CañedoLA COMMUNE 5/12/21
Hay libros providenciales que le siembran a una la mente para dejar un germen perdurable. Son una suerte que confirma la causalidad de la vida y nos llevan de la mano conformando el pensamiento, las emociones y hasta el entendimiento. Los Amnésicos es uno de esos libros.
Llegó a mí por algún consejo olvidado, tanto que cuando lo recibí ni sabía la intención que me guio al pedirlo…Pronto, al volver las primeras páginas, supe que ese libro se cruzaba en mi camino para darme respuestas. Varias respuestas y algunas de ellas, perturbadoras. Respuestas al dilema que nos solemos encontrar a lo largo de la trayectoria vital de las personas a las que la política, la sociedad y la historia, nos apasiona.
Los Amnésicos es un largo ensayo de Geraldine Schwarz, periodista germano francesa que dedicó años de su vida a la investigación intentando darnos, sobre todo darse, la trayectoria vital de la vieja Europa por el siglo XX y el XXI. Shwarz, a la vez que realiza una exhaustiva investigación sobre la historia de Alemania, Francia y otra más sencilla por Italia, Polonia, Hungría, Eslovenia, incluyendo también países no tan determinantes de las dos guerras mundiales, como digo, a la vez que investiga por la historia nos cuenta la peripecia vital de su propia familia.
Una familia burguesa, tranquila, sin aspavientos, tanto la parte francesa por parte de madre como la germana por el padre. Nos cuenta la forma en que sus progenitores se enfrentaron a ser hijos de una situación histórica tan genuina y dramática hasta llegar a su propia experiencia vital.
El abuelo de Schwarz fue un Mitläufer (los que se dejaron llevar por la corriente, la masa no critica). Jamás participó de la ideología nazi ni se implicó en nada conflictivo, solo militó en el NSDAP como forma de facilitar sus negocios. Supo aprovechar la coyuntura de que su socio era judío para comprarle su parte de la empresa a bajo precio antes de que los nazis la expropiasen. Hay pasajes dolorosos en el libro donde Geraldine cuenta con asepsia cómo el abuelo pleitea con el antiguo socio cuando el gobierno alemán decide resarcir a los judíos por el expolio económico sufrido durante la Shoá. Al viejo Shwarz le “indigna” que el socio le reclame la diferencia entre lo pagado y el verdadero valor de la sociedad hasta el punto de considerarse agraviado por la ley de resarcimiento. Incluso debe de sentirse agradecido, le reprocha el viejo Schwarz a Löbmann, el socio del pleito. Enfado que dura toda la vida. Curiosa vida que torna a la víctima en victimario.
La abuela, una dulce germana amante de la familia, cuidadora abnegada de su tribu, contempla desde su calle cómo llevan a sus vecinos judíos, cómo expolian sus pertenencias y escucha la contundencia con la que las tiendas judías son arrasadas y vejados sus propietarios. Incluso, años más tarde, Geraldine se pregunta analizando el extraño lujo de un comedor que no casa con el resto de la decoración del hogar familiar, si esos muebles no salieron del expolio al que muchos alemanes se prestaban en las casas de los judíos expatriados. Las casas se sellaban, los muebles y enseres de los hogares se subastaban entre alemanes de raza pura, por supuesto, pero antes, los vecinos asaltaban algunas de las viviendas precintadas para llevarse los enseres y muebles. Una terrible reflexión que no tiene respuesta realiza Geraldine Shwarz contemplando los muebles lujosos del comedor familiar. ¿Habrá visto la dulce abuela las zapatillas de los habitantes expulsados de sus hogares cuando posiblemente entrara a saquear la vivienda expropiada? ¿Contemplaría con indiferencia, mientras sacaba los muebles, cómo languidecían las tazas del desayuno de los propietarios expoliados? Preguntas que no tienen respuesta porque la abuela murió en muerte trágica (¿pudo ser la culpa?) cuando Geraldine era apenas una niña.
Nos cuenta la autora la admiración amorosa que la dulce abuela sentía por Hitler, el padre de la patria que una vez fletó un barco maravilloso para que la clase media alemana, que pudiera pagarlo, hiciera un viaje por el norte de Europa. El matrimonio Schwarz, disfrutó de unas magníficas e inolvidables vacaciones que nunca olvidaron por el lujo, los bailes y lo que se disfrutó en aquellos esplendorosos días que propició el III Reich. La dulce viejita admiraba de joven al jefe firme que puso orden en la caótica república y llevó carne a la boca de la gente, como le confiesa una entrevistada de los Sudetes a Shwarz… “claro que nos gustó que nos anexionara Alemania. Hasta que llegó Hitler comíamos patatas, con él entró la carne en las casas. Hitler puso carne en nuestros platos” confiesa una tierna viejecita entrevistada en un geriátrico poco antes de la publicación del libro (...)
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