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DAVID TORRES 17/4/2015
En París se ha montado una trifulca por una obra de teatro del argentino Rodrigo García en que un actor cuelga a un bogavante vivo de un cable, lo parte en dos, lo pasa a la plancha y se lo come ante la platea. El dramaturgo ha salido a defender esta tragedia gastronómica con el audaz argumento de que trata, precisamente, de mostrar la brutalidad de las relaciones entre el hombre y la naturaleza. No se entiende muy bien por qué los ecologistas no van a protestar a una marisquería, ni menos aún porque el público no se va a ver la misma tragedia en otra marisquería. La obra suena como muy moderna y provocadora, pero lo sería mucho más si cada noche colgaran de un cable a un actor, lo partieran en dos y se lo comieran poco hecho para mostrar las relaciones laborales en el mundo capitalista.
Superada hace mucho la vergüenza de masacrar a un animal en público mediante las corridas de toros, en España ya hemos pasado a la siguiente fase: trocear vivo a un ser humano, masticarlo y escupirlo ante las cámaras. En lugar de un pobre langostino, eligieron a Alberto Sempere, un chaval de 18 años medio crudo al que se le ocurrió presentar una patata también medio cruda con láminas de pimiento y una gamba, casi un autorretrato en 3D. En qué momento. Pepe Rodríguez y Jordi Cruz, prestigiosos críticos de mejillones, se ofendieron muchísimo, casi como si no supieran que todo estaba precocinado, y por poco la emprenden a sartenazos con el pobre infeliz. Quien hasta se echó llorando en brazos de otro de los jurados.
Masterchef no es un programa de cocina: es un programa de humillación pública, una factoría de frustraciones, pornografía caníbal. La gente se sienta no tanto a aprender nuevos platos y trucos culinarios, sino a ver cómo este par de catedráticos del calabacín ponen cara de catedrático al meter la cuchara en una sopa para luego evaluarla en calabacines. La audiencia, por supuesto, subió cual espuma de Ferrán Adriá, porque a la audiencia, masoquista como ella sola, le encanta ver cómo los amos abusan de los débiles, los pisotean en público y los mandan a la mierda sin indemnización ni paro. Ni la sal, ni el azúcar, ni el vinagre de Módena: no hay aderezo más dulce que las lágrimas, aunque sean auténticas, eso es algo que aprendieron hace mucho los escritores de folletines y los fabricantes de estos realitys más falsos que un euro de madera. La música amenazadora, como de película de Hitchcock; las expresiones ceñudas de ambos cuecehabas; el montaje epilépitco; los planos cortados para mostrar las reacciones de los rivales, encantados de que hayan puesto a un compañero en la picota.
Ya sea en la cocina, en la playa de los semifamosos o en una leonera llena de osobucos de ambos sexos, los realitys son el teleatro del siglo XXI, festivales de la psicopatía, un guiñol repelente donde el público aplaude entusiasmado las más bajas emociones humanas: envidia, codicia, mentira, estupidez, egoísmo a todos los niveles. La televisión siempre ha sido un espejo pero nunca su reflejo fue más asqueroso. Si es verdad eso de que somos lo que comemos, como dijo Feuerbach, el próximo reality podría ser de excrementos y ni siquiera habría que cambiar de jurado.
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OTRA COSA: Poema: La Desesperación, de José de Espronceda
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