Diario Público 16/12/21
Tampoco hace falta ser profeta para adivinar que cualquier día la cosa iba a acabar muy mal y que puede acabar mucho peor a poco que se lo propongan. Masterchef, Sálvame, La isla de los famosos, Mujeres y hombres y viceversa, Gran hermano y demás bazofia televisiva son artefactos ideados y realizados con el fin de sacar a la luz lo peor de la especie humana, los instintos más individualistas y nocivos -la competencia feroz, la codicia, la envidia, el egoísmo-, los mismos que predica el neoliberalismo desde la era de Reagan y Thatcher como virtudes indispensables para triunfar en la vida. En lugar de fomentar la cooperación, el compañerismo, la amistad, premian la estupidez, la delación, el servilismo y la psicopatía. Van a un plató a despellejar a sus parejas y terminan despellejados. Van a cocinar contrarreloj sin saber que son ellos quienes van a acabar en la olla. Se dejan pisotear para luego poder pisotear a otros. Seres humanos degradados a la categoría de comida rápida, de ganado juvenil, de mercancía de usar y tirar, de tentetieso público. El capitalismo en estado químicamente puro.
Cuando empezó Gran Hermano, hace ya la friolera de veinte años, no pocos comentaristas lo saludaron como un divertido experimento sociológico, intentando sortear el evidente tufo a podrido que emanaba de aquel terrario humano donde los concursantes conspiraban, cotorreaban y se apuñalaban entre ellos a la vista de todo el mundo. En realidad, Gran Hermano sería un experimento sociológico si, al igual que en un laboratorio de ratas, los concursantes no supieran que hay una cámara vigilándolos. Pero desde el momento que son conscientes del asunto, la cosa degenera en teleteatro.
Un teleteatro de mierda, todo hay que decirlo, con guionistas de tres al cuarto, psicólogos de baratillo y cobayas de dos patas enloquecidas por el olor del premio y la posibilidad de hacerse famosos a cualquier precio. Al precio de la vejación, del ridículo y de la vileza. Yo vi apenas una hora de la primera emisión y me quedé estupefacto, horrorizado de asco, lo mismo que cada vez que zapeo por error y caigo en un debate de Sálvame o en un episodio de Masterchef. Supongo que entra en juego la misma fascinación que ante un accidente de tráfico. Pensar que hay gente que ha perdido semanas y meses enteros de su vida viendo títeres humanos en calzoncillos farfullando en una cama, aprendices de Arzak intentando cuadrar un huevo, verduleras, verduleros y viceversa tirándose los trastos a la cabeza por ver quién se ha follado más veces a un torero, pero que considera el colmo del aburrimiento leer una novela, oír una ópera, visitar un museo o ir de verdad al teatro (...)
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