François Damas recuerda el primer cadáver que vio como una vivencia
desagradable. La sala de disección de la Facultad de Medicina olía lo
suficiente a alcohol y formol como para que aquella clase de anatomía le
resultara incómoda. Pero su relación con la muerte ha evolucionado
mucho desde entonces. Una vez al mes, a veces más, a veces menos, se
pone delante de un paciente para ayudarle a morir. Calcula que ha realizado unas 150 eutanasias desde que se legalizara
en Bélgica hace 15 años. Su primera prueba fue una anciana tetrapléjica
que llevaba seis meses en cuidados intensivos. “Tengo un recuerdo muy
positivo porque reflexionamos mucho entre doctores y enfermeros. Fue un
trabajo en equipo. Una experiencia iniciática”, afirma en su despacho
del hospital Citadelle de Lieja, 100 kilómetros al este de Bruselas.
Para Damas, jefe del servicio de cuidados intensivos, educado católico pero ahora ateo, la eutanasia, hoy legal en solo seis países, está destinada a extenderse. Vestido con una bata blanca con el nombre del hospital a medio borrar, gesticula con una parsimonia que solo interrumpirá un fugaz instante de emoción al recordar el adiós de una familia a uno de sus pacientes. Escucharle es penetrar en la intimidad de hogares por los que la muerte ha pasado como una brisa amable: repite palabras como acompañamiento y serenidad, y en su discurso no hay rastro de remordimientos. “Los tendría si cometiera una negligencia. Estoy contento de haber conocido a personas que me han dado el privilegio de acompañarlas hasta el final”.
Su cruzada contra una muerte entre fuertes dolores le ha empujado al
activismo: imparte conferencias en Francia, donde esta práctica aún es
ilegal, y ha escrito un libro narrando su experiencia, La mort choisie
(La muerte elegida; sin edición en español). Su batalla es evitar el
tormento que supone un sufrimiento prolongado en la fase terminal tanto
para el afectado como para las familias. “No hay argumentos para
oponerse a peticiones de pacientes lúcidos. No hay razones médicas,
filosóficas ni religiosas. Si fuera creyente, no dudaría en hacer eutanasias. Nada justifica que no podamos acompañar a alguien en este acto que es un verdadero servicio”.
Aunque su primer caso se desarrolló en el hospital, donde preside el comité ético, la mayoría de pacientes prefieren que el médico les visite en su domicilio. Damas va a buscar los fármacos y luego conduce su vehículo hasta la casa. “Es más fácil en su vivienda, donde el enfermo es dueño de la situación. El hospital es más impersonal”, opina. El encuentro no empieza con la frialdad propia de desconocidos. Antes del día señalado, médico y paciente se han visto y hablado para confirmar que el deseo de morir es firme. El enfermo elige el día y la hora. “Suelen esperarme en un sillón, y les pido que se acuesten porque cuando te duermes el cuerpo puede quedar en una mala posición”. El siguiente paso es conectarles al gotero que contiene la sustancia letal. “Cuando todo está preparado les digo: 'Tenemos tiempo para que os digáis adiós y os abracéis por última vez. Me avisas cuando estés listo”.
El médico belga permite que el propio paciente abra el mecanismo que hace circular el líquido que acabará con su vida. “La mayoría me dice: ‘Ábralo usted, doctor’, y espero a que me hagan la señal”. Para Damas, el hecho de que el enfermo ponga en marcha el gotero o beba la sustancia que va a provocarle la muerte —una opción, la vía oral, que solo elige el 3%— no supone un suicidio asistido. “Hay eutanasia independientemente de que beba la solución de barbitúricos por sí mismo delante de mí o de que se la administre yo por vía intravenosa. Mi responsabilidad es la misma”.
La eutanasia es legal en Bélgica para enfermos incurables que expresen repetidamente su voluntad de morir debido a un sufrimiento físico o psíquico que no se puede aliviar de ningún modo. Para obtener el permiso, un segundo médico debe certificar que la dolencia es incurable, y el paciente debe demostrar que sus facultades mentales están intactas y realizar la petición por escrito.
Cuando Damas toca el timbre, siempre formula la pregunta una última vez. ¿Seguro que quieres seguir adelante?
La respuesta, tras meses de conversaciones, no suele cambiar cuando la
enuncia en voz alta una vez más. “Solo me ha ocurrido una vez. Cuando
llegué a su casa, el hombre se arrepintió. Tomamos un vaso de vino a su
salud con sus hijos y me fui”.
Si la respuesta es afirmativa, es hora de despedirse. Cuando los barbitúricos penetran en el cuerpo, ya no hay tiempo. El paciente se duerme antes de que pasen 15 segundos y el corazón late por última vez entre 5 y 10 minutos después. Sin movimientos ni convulsiones. Solo un profundo suspiro final en plena inconsciencia, del que los familiares han sido avisados para que no les asuste, seguido de un ligero cambio de color. Primero más oscuro. Luego palidez. La presencia de seres queridos es habitual. Damas ha llegado a encontrarse con pacientes acompañados de hasta 50 familiares y amigos. “Estaban en un gran salón. Tomó los barbitúricos por vía oral, cuyo efecto es más lento. Cuando bebió, la música que le gustaba empezó a sonar y al perder la consciencia la detuvieron”, relata.
Momentos como ese le sirven de argumento para defender la eutanasia: permite elegir la hora exacta de la muerte y tener una despedida en compañía, una ventaja frente a los fallecimientos que llegan a veces en soledad en mitad de la noche, con una familia exhausta tras semanas velando al enfermo. “Poder decir adiós por última vez con lucidez puede considerarse el último regalo del que se va”.
Hay familiares que prefieren esperar fuera para no ver morir a un ser querido. Los casos en los que el paciente está solo son inusuales. “Me ha pasado una única vez. Estar solo en un momento como ese es aterrador”. Un amigo del anestesista belga se ocupó de los trámites fúnebres. Otras situaciones desprenden también el aire pesadillesco de la muerte: en una ocasión los servicios funerarios llegaron a la casa antes que Damas. “Salieron y esperaron a que terminara”.
Los mayores agradecimientos suelen venir del paciente. El médico llega a establecer vínculos muy fuertes. “Siga ejerciendo la medicina como lo hace”, fue la última frase con vida de uno de ellos justo después de que abriera el gotero.
Damas no cobra nada por cada eutanasia. Los familiares pagan 25 euros por los medicamentos. Nada más. El año pasado, 2.025 belgas murieron de esta forma, cinco al día, un 2% del total de fallecidos. Su número se ha estabilizado tras épocas de imparable crecimiento, pero la mayoría de médicos rechazan realizarlas aunque apoyen la eutanasia, una práctica que se ha mezclado con la vida privada de Damas. Entre los pacientes a los que ha ayudado a morir está su hermano, enfermo de cáncer como cuatro de cada cinco pacientes que se someten a una eutanasia. “Hay médicos que eligen no hacerlo cuando se trata de personas tan próximas. Yo creo que está aún más justificado”.
En un momento en que el poder de decisión ha vivido un trasvase de los Estados a los ciudadanos en cuestiones como el matrimonio homosexual o el aborto, la eutanasia aparece como la última frontera legal por franquear en una sociedad que aún observa de reojo ese inevitable momento final. “Ni la muerte ni el sol se pueden mirar de frente”, escribió La Rochefoucauld. François Damas, que no descarta someterse un día a la eutanasia si la situación lo requiere, prefiere citar a Yourcenar. “Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”, decía el personaje central de Memorias de Adriano.
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ADEMÁS: El último desahogo de la escritora que viajó a Bélgica para morir. Álvaro Sánchez Bruselas
https://elpais.com/internacional/2017/10/12/mundo_global/1507798467_568423.html
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OTRA COSA: Así es cómo el tratado comercial con EE UU afectó a la salud de los canadienses
Para Damas, jefe del servicio de cuidados intensivos, educado católico pero ahora ateo, la eutanasia, hoy legal en solo seis países, está destinada a extenderse. Vestido con una bata blanca con el nombre del hospital a medio borrar, gesticula con una parsimonia que solo interrumpirá un fugaz instante de emoción al recordar el adiós de una familia a uno de sus pacientes. Escucharle es penetrar en la intimidad de hogares por los que la muerte ha pasado como una brisa amable: repite palabras como acompañamiento y serenidad, y en su discurso no hay rastro de remordimientos. “Los tendría si cometiera una negligencia. Estoy contento de haber conocido a personas que me han dado el privilegio de acompañarlas hasta el final”.
Aunque su primer caso se desarrolló en el hospital, donde preside el comité ético, la mayoría de pacientes prefieren que el médico les visite en su domicilio. Damas va a buscar los fármacos y luego conduce su vehículo hasta la casa. “Es más fácil en su vivienda, donde el enfermo es dueño de la situación. El hospital es más impersonal”, opina. El encuentro no empieza con la frialdad propia de desconocidos. Antes del día señalado, médico y paciente se han visto y hablado para confirmar que el deseo de morir es firme. El enfermo elige el día y la hora. “Suelen esperarme en un sillón, y les pido que se acuesten porque cuando te duermes el cuerpo puede quedar en una mala posición”. El siguiente paso es conectarles al gotero que contiene la sustancia letal. “Cuando todo está preparado les digo: 'Tenemos tiempo para que os digáis adiós y os abracéis por última vez. Me avisas cuando estés listo”.
El médico belga permite que el propio paciente abra el mecanismo que hace circular el líquido que acabará con su vida. “La mayoría me dice: ‘Ábralo usted, doctor’, y espero a que me hagan la señal”. Para Damas, el hecho de que el enfermo ponga en marcha el gotero o beba la sustancia que va a provocarle la muerte —una opción, la vía oral, que solo elige el 3%— no supone un suicidio asistido. “Hay eutanasia independientemente de que beba la solución de barbitúricos por sí mismo delante de mí o de que se la administre yo por vía intravenosa. Mi responsabilidad es la misma”.
La eutanasia es legal en Bélgica para enfermos incurables que expresen repetidamente su voluntad de morir debido a un sufrimiento físico o psíquico que no se puede aliviar de ningún modo. Para obtener el permiso, un segundo médico debe certificar que la dolencia es incurable, y el paciente debe demostrar que sus facultades mentales están intactas y realizar la petición por escrito.
“Tendría remordimientos si cometiera una negligencia. Son personas que me han dado el privilegio de acompañarlas hasta el final”
Si la respuesta es afirmativa, es hora de despedirse. Cuando los barbitúricos penetran en el cuerpo, ya no hay tiempo. El paciente se duerme antes de que pasen 15 segundos y el corazón late por última vez entre 5 y 10 minutos después. Sin movimientos ni convulsiones. Solo un profundo suspiro final en plena inconsciencia, del que los familiares han sido avisados para que no les asuste, seguido de un ligero cambio de color. Primero más oscuro. Luego palidez. La presencia de seres queridos es habitual. Damas ha llegado a encontrarse con pacientes acompañados de hasta 50 familiares y amigos. “Estaban en un gran salón. Tomó los barbitúricos por vía oral, cuyo efecto es más lento. Cuando bebió, la música que le gustaba empezó a sonar y al perder la consciencia la detuvieron”, relata.
Momentos como ese le sirven de argumento para defender la eutanasia: permite elegir la hora exacta de la muerte y tener una despedida en compañía, una ventaja frente a los fallecimientos que llegan a veces en soledad en mitad de la noche, con una familia exhausta tras semanas velando al enfermo. “Poder decir adiós por última vez con lucidez puede considerarse el último regalo del que se va”.
Hay familiares que prefieren esperar fuera para no ver morir a un ser querido. Los casos en los que el paciente está solo son inusuales. “Me ha pasado una única vez. Estar solo en un momento como ese es aterrador”. Un amigo del anestesista belga se ocupó de los trámites fúnebres. Otras situaciones desprenden también el aire pesadillesco de la muerte: en una ocasión los servicios funerarios llegaron a la casa antes que Damas. “Salieron y esperaron a que terminara”.
Los mayores agradecimientos suelen venir del paciente. El médico llega a establecer vínculos muy fuertes. “Siga ejerciendo la medicina como lo hace”, fue la última frase con vida de uno de ellos justo después de que abriera el gotero.
Damas no cobra nada por cada eutanasia. Los familiares pagan 25 euros por los medicamentos. Nada más. El año pasado, 2.025 belgas murieron de esta forma, cinco al día, un 2% del total de fallecidos. Su número se ha estabilizado tras épocas de imparable crecimiento, pero la mayoría de médicos rechazan realizarlas aunque apoyen la eutanasia, una práctica que se ha mezclado con la vida privada de Damas. Entre los pacientes a los que ha ayudado a morir está su hermano, enfermo de cáncer como cuatro de cada cinco pacientes que se someten a una eutanasia. “Hay médicos que eligen no hacerlo cuando se trata de personas tan próximas. Yo creo que está aún más justificado”.
En un momento en que el poder de decisión ha vivido un trasvase de los Estados a los ciudadanos en cuestiones como el matrimonio homosexual o el aborto, la eutanasia aparece como la última frontera legal por franquear en una sociedad que aún observa de reojo ese inevitable momento final. “Ni la muerte ni el sol se pueden mirar de frente”, escribió La Rochefoucauld. François Damas, que no descarta someterse un día a la eutanasia si la situación lo requiere, prefiere citar a Yourcenar. “Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”, decía el personaje central de Memorias de Adriano.
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ADEMÁS: El último desahogo de la escritora que viajó a Bélgica para morir. Álvaro Sánchez Bruselas
https://elpais.com/internacional/2017/10/12/mundo_global/1507798467_568423.html
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OTRA COSA: Así es cómo el tratado comercial con EE UU afectó a la salud de los canadienses
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