Aprender es un instinto biológico inevitable, pero qué aprendemos y cómo lo aprendemos tiene componentes culturales clarísimos
El cerebro es el órgano del pensamiento. Es donde se originan y donde se gestionan todas las capacidades mentales, entre las que están la de aprendizaje, con todos los procesos cognitivos que lleva asociados. Hace 130 años, en un laboratorio situado en la calle de Carme de Barcelona, el médico e investigador Santiago Ramon y Cajal dibujó por primera vez las neuronas del cerebro y las conexiones que hacen entre ellas. Se ha avanzado mucho desde entonces, con la utilización de técnicas no invasivas que permiten ver la actividad de las diferentes zonas del cerebro mientras estamos realizando cualquier acción. Por ejemplo, podemos discernir qué áreas cerebrales asociadas a la motivación y al placer se activan con más intensidad cuando estamos haciendo algo que nos interesa respecto a cuando lo hacemos por obligación. O cuando lo hacemos de manera individual o como parte de un proceso colaborativo.
Desde una perspectiva neurocientífica y educativa, una primera pregunta que nos tenemos que hacer es si el hecho de aprender es una construcción cultural o bien un instinto biológico. La distinción es importante. Si fuera una construcción cultural, habría que dedicar muchos esfuerzos a enseñar a los alumnos cómo tienen que aprender. En cambio, si fuera un instinto biológico arraigado al funcionamiento intrínseco del cerebro, lo que haría falta es entender cómo funciona y a qué necesidades biológicas obedece, para aprovecharlas. Y también de qué manera todo lo que aprendemos queda fijado en el cerebro y cómo esto condiciona su funcionamiento posterior, para poder sacar el máximo provecho a través de propuestas educativas adecuadas. La respuesta a esta pregunta retórica es clara: aprender es un instinto biológico inevitable. Ahora bien, qué aprendemos y cómo lo aprendemos tiene componentes culturales clarísimos, que en buena parte dependen de los currículums y de las metodologías didácticas que utilizamos.
De todos los aspectos importantes en neurociencia educativa, hay cuatro que se considera que son cruciales. Para empezar, el instinto biológico de aprender nos conmina a adquirir conocimientos del entorno, especialmente, pero no únicamente, del entorno social, con una finalidad específica: podernos anticipar a los cambios que se producen e interactuar de la mejor manera posible con los demás. Vivimos en un mundo dinámico y cambiante, y también incierto. Por eso es importante podernos anticipar a las amenazas, para evitarlas, y también a las oportunidades, para aprovecharlas. Por lo tanto, un primer aspecto que hay que destacar es que el cerebro prioriza los aprendizajes que percibe que pueden ser necesarios en un futuro, especialmente cuando tienen componentes sociales. En consecuencia, cuando transmitimos conocimientos, hace falta aprovechar los aspectos sociales a través de metodologías pedagógicas colaborativas y que lo integremos a la realidad presente y futura de los alumnos.
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Otro aspecto importante que la investigación en neurociencia educativa destaca es la función de las emociones en los aprendizajes. Se ha visto que cualquier aprendizaje que tenga contenido emocional, el cerebro lo incorpora con mucha más eficiencia. Ahora bien, no todas las emociones son equivalentes. El miedo, por ejemplo a suspender, a hacer el ridículo, etcétera, hace que todo aquello que se aprende de este modo quede vinculado dentro del cerebro a las sensaciones incómodas que propicia este estado emocional. Y este hecho tiene consecuencias a medio y a largo plazo, dado que a través de las conexiones neuronales que se establecen condiciona el carácter y las respuestas de esta persona. El miedo actúa de freno para futuros aprendizajes y disminuye el empoderamiento y la proactividad. En este sentido, las emociones que se consideran más útiles para fijar aprendizajes eficientes que mantengan la capacidad y el interés de continuar aprendiendo y creciendo son la alegría y la sorpresa. La alegría es una emoción que transmite confianza, y aprendemos de quien confiamos. Además, la confianza es clave para afrontar situaciones nuevas inciertas de manera proactiva. La sorpresa, a su vez, que se relaciona directamente con la curiosidad, activa las áreas cerebrales relacionadas con la atención y la motivación, y genera sensaciones de recompensa y placer. El tercer aspecto a destacar seria, por lo tanto, que para transmitir conocimientos de manera eficiente que estimulen por ellos mismos la progresión y la proactividad de los alumnos hay que hacerlo siempre desde la confianza y la curiosidad, a través de los estados emocionales que llevan asociadas.
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A guisa de resumen, el cerebro prioriza los aprendizajes hechos en el entorno donde vivimos, pero que contengan una visión de futuro, para poder encarar de manera proactiva las novedades, los cambios y las incertidumbres, y también aquellos aprendizajes que tengan componentes socioemocionales. Además, fija y utiliza con mucha más eficiencia los aprendizajes transversales y contextualizados, y lo acaba gestionando todo a través de las funciones ejecutivas, que hay que potenciar dando a los alumnos la oportunidad de utilizarlas y haciendo que sean sujetos proactivos de sus propios aprendizajes.
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