Apreciad@
Aquel viernes noche, hace ya dos años, una cadena de ataques terroristas
ponía París patas arriba y dejaba a todo el planeta con el alma en
vilo, pendiente del horror por televisión. Minutos después de emitirse
las primeras imágenes del caos y la violencia de los yihadistas en el
restaurante, el café o la sala de conciertos, cientos de usuarios
comenzaron a inundar las redes sociales de comentarios violentos y
racistas contra todo musulmán viviente. Otros tantos, políticos
incluidos, aprovechaban el olor a sangre para relacionar el atentado con
los refugiados que, precisamente, huían de una violencia igual o peor a
la que veíamos en directo en ese momento. Primero el terrorista, luego
el racista. El protocolo del odio y el miedo volvía a funcionar
completando, una cita más, con éxito sus dos etapas necesarias.
Esa noche me quedé especialmente impactado. Qué les voy a contar que no
recuerden. Era París. Uno se podía sentir esa noche de viernes tan
dentro de la sala Bataclan, disfrutando de un concierto… O tomándose
unas cervezas en la terraza junto al estadio de fútbol de Saint-Denis,
sin poder imaginar que algo así le pudiera caer encima de un momento a
otro. Ponerse en el lugar del otro es algo que suele pasarnos, queramos o
no, cuando se juntan drama y cercanía. Y aquello era un auténtico
drama. Y era París. Después de un buen rato de horror en televisión, y
de racismo en las redes, en las que la tendencia era ya a esas horas el
“ellos (musulmanes, refugiados, inmigrantes…) contra nosotros
(occidentales)”, no pude resistirlo e hice algo de lo que, imaginaba, me
arrepentiría de una forma u otra. Ese algo fue escribir un tuit sin
tener en realidad nada que decir, excepto: ¡Qué asco! ¡Qué asco de
asesinos y qué asco de racistas que aprovechan un momento así! Palabra
arriba o abajo, fue el tuit que publiqué.
Al poco, un conocido periodista de televisión, especializado en sucesos y
terrorismo, Manuel Marlasca, cogía mi tuit y lo ponía en el paredón:
“Perfecto ejemplo de repugnante equidistancia”, me señaló y, desde aquel
momento, durante las horas siguientes, mi sensación fue la del que
quita la música y retira el alcohol en mitad de la fiesta del año. Desde
amenazas hasta ojalá vayan a por ti, pasando por el clásico mételos en
tu casa. Viniendo del mundo de las matemáticas, yo no llegaba a entender
qué problema geométrico suponía mantenerme, como denunciaba Marlasca,
en equidistancia tanto respecto a asesinos como a racistas. Yo me veía
bien colocado en ese sitio, la verdad. Pero al parecer no lo estaba. No
lo estaba porque “no es momento de esto”, me explicaron algunos, más
sosegados, que, sin desearme nada horrible, tan solo me daban un tirón
de orejas por la pirueta geométrica que había hecho. Ante la avalancha
de reproches, tuve dudas. Muchas. Igual, en efecto, no era buen momento
para eso.
Dos años después, aquel asco violento de París llegó a casa, a
Barcelona. Y tras la violencia, el racismo y la idiotez de señalar como
culpables a quienes nada tienen que ver no faltaron a la cita -la
máquina del odio en dos pasos ha seguido engrasándose durante este
tiempo-. Con una novedad. Esta vez, siendo más próximo que nunca el
horror, siendo más intensa la sensación de dolor, la xenofobia ha calado
menos que nunca. El mérito es, en gran parte, de una ciudad. De su
espíritu pragmáticamente abierto. No fue un tuit, sino Barcelona la que
fue equidistante esta vez. Decidió situarse tan lejos de los que
asesinan como de quienes pretenden aprovechar la sangre para sembrar
odio en sus calles. Los racistas expulsados de Las Ramblas por los
vecinos o las avenidas inundadas de pancartas con lemas como “No tenemos
miedo”, “La mejor respuesta es la paz” o “No al terrorismo, no a la
islamofobia” hacían de aguafiestas absolutas del guateque del odio y
jodían la estúpida teoría del ellos contra nosotros.
Dos años después de aquella duda, lo tengo claro. Sí, sí es momento. El
momento es justo después de que se produzca el primer paso; cuando un
acto horrible vuelve a ponernos la violencia delante de nuestras narices
es momento de recordar que el 80% de los que mueren en atentados
yihadistas son musulmanes y que todos, o casi todos, los autores de
atentados en Europa son europeos. La teoría del ellos contra nosotros es
una gran estafa racista. Y sí, es obligación. Es obligación porque “la
internacional del odio”, tan bien definida por el corresponsal de guerra
Ramón Lobo, sólo funciona si estas dos etapas (terrorismo-racismo) se
completan. La primera no podemos evitarla, pero la segunda depende de
nosotros. Seamos, como diría Marlasca, repugnantemente equidistantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario