Se puede vivir sin esperanza y ser amable, generoso, ingenuo, valeroso, exigente, comprometido… De hecho, creo que es la única forma de encarar con dignidad y sin cinismo los tiempos venideros. Que empezaron, por cierto, hace ya mucho tiempo
Escucho una brillante intervención del periodista Pedro Vallín en la que, contra el prestigio fácil de los sombríos, reivindica el optimismo al mismo tiempo que se desmarca de la ingenuidad. Yo sostengo lo contrario: hay que ser pesimista y defender la ingenuidad. Vallín, que dice cosas muy sensatas, confunde planos paralelos. Todas las noticias –las sedicentes “nuevas”– proceden de la historia y si alguna excepcionalmente es buena tiene que ver con el heroísmo, es decir, también con la excepción. No puede ser noticia que “una madre ha cambiado a regañadientes, sin un gramo de optimismo, los pañales de su hijo y luego le ha besado el ombligo”. La normalidad, que es bonachona, no está en la historia y no hace la historia; remienda sus desaguisados y sostiene sus ruinas. Hace falta mucha ingenuidad para volver a empezar todos los días en un mundo tan malo; hace falta mucha ingenuidad para volver a encender el fuego, regar las flores, velar al enfermo. Constituiría una mala noticia, a mi juicio, que esos gestos cotidianos pasaran a ser noticia, pues indicaría que también la rutina salvífica se ha convertido en anomalía histórica. Abusando de una metáfora de “género”, podríamos decir que el optimismo es propio de los hombres, que se engañan sobre el futuro, sobre el gobierno, sobre sus propios méritos; y que se embarcan, con destructivo optimismo, en proyectos fantasiosos que bombardean ciudades y levantan patíbulos. Las mujeres no suelen engañarse sobre sus maridos ni sobre sus políticas; son pesimistas y lo son precisamente porque están acostumbradas a reparar daños que saben inevitables. Son pesimistas pero ingenuas. No esperan nada mejor de la historia, pero siguen creando en sus anfractuosidades las condiciones para que, mientras se viene abajo, el mundo siga siendo vivible. Por eso precisamente no se ha venido abajo.
Pero no se pueden confundir los dos niveles –el de la condición humana y el de la condición histórica del ser humano– y considerar que la banalidad del bien desmiente de algún modo el progreso histórico hacia la destrucción del mundo. Las malas noticias estridentes dicen mucho acerca de la historia, incluidos en ella los periódicos; las buenas inaudibles dicen mucho acerca de la humanidad. El optimismo consiste en confundir una y otra; en creer que la humanidad que engrana en la historia es la misma que remienda sus harapos; en pensar que la humanidad que cuida enfermos y da abrigo al friolero está al mando de la historia. El ingenuo acomete estas gigantescas minucias a sabiendas de que la sociedad y la vida son ya solo refugios frente a una nueva Naturaleza cuyas leyes severas se imponen una y otra vez al margen de nuestra solidaridad y nuestra abnegación. Nuestra sorpresa al ver a los buenos vecinos que ayer nos prestaron sal hacer el mal al día siguiente quedaría muy amortiguada si comprendiésemos este desdoblamiento vital: unos días trabajamos para la historia y otros para la humanidad. De hecho, trabajamos muchos más días para la humanidad sin que se note; pero el día –o la hora– en que trabajamos para la historia destruimos de un plumazo todo lo que hemos levantado. Por eso la historia siempre nos va a llevar ventaja; y por eso no podemos ni debemos ser optimistas. Debemos ser –más bien– ingenuos pesimistas capaces de coser lentamente un botón en medio de los escombros o de abrir trabajosamente un paraguas frente a la avalancha del tsunami (o de estudiar a fondo los gasterópodos y el teatro isabelino mientras se incendia la casa). El optimismo suele ser la antesala del cinismo, que es el más potente acelerador de la historia, pues desprecia a esa humanidad que se opone a ella con trebejos caseros, con cucharas y vendas y palillos. El que ha perdido la ingenuidad a fuerza de optimismo, se regodea en la impotencia; el cínico obtiene ventaja en ridiculizar el gesto ingenuo del bombero pesimista, de la madre regañona, del enfermero brusco. El trabajo en favor de la humanidad es un trabajo perdido, es verdad, salvo porque mantiene con vida a la humanidad, donde aún pasamos algunas horas al día.
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